CANDYMAN -EL ARTE Y EL TERROR (SOCIAL)


Dice Quentin Tarantino en el podcast de la revista Empire (EP 684, febrero 2021) que tras estrenar Hellraiser (1987), Clive Barker era 'el hombre'. Apadrinado por Stephen King como el futuro del terror literario, Barker se proponía como un director de cine visionario con esa película -que enseguida contó con varias secuelas de calidad descendente- y con la malograda Razas de noche (1990), interesantísima monster movie que, a pesar del montaje de los productores que intentaba convertirla en un slasher, se convirtió instantáneamente en una película de culto. Poco después se estrenaba otra película basada en otro relato de Barker, Candyman (1992) dirigida por Bernard Rose y protagonizada por Virginia Madsen y Tony Todd. La cinta fue promocionada como una suerte de variación de Freddy Krueger: un asesino con un gancho en la mano, capaz de aparecer en cualquier lugar, aterroriza a sus víctimas tras ser invocado pronunciando su nombre 5 veces delante del espejo -un detalle que no estaba en el texto original de Barker-. Pero el film era en realidad algo muy diferente desde la primera imagen, un plano aéreo sobre las calles de Chicago, contemplada como si fuera un hormiguero, revelaba una óptica casi de entomólogo, una sensación bien apoyada por la estupenda banda sonora de Phillip Glass. Candyman (Tony Todd) lejos de ser un psycho killer que se dedica a matar jovencitos, era la pesadilla de la protagonista, Helen, una privilegiada estudiante universitaria que se mueve en ambientes bohemios e intelectuales, encarnada por una guapísima Madsen, que decide internarse en los ambientes desfavorecidos de las viviendas sociales -el complejo Cabrini-Green fue construido en 1942 y demolido en 2011- buscando el origen de una leyenda urbana, para cuestionarla. Esta trama daba pie a temas como la desigualdad social, la discriminación de los afroamericanos, la planificación urbana y la especulación inmobiliaria. Todo esto, mezclado con las leyendas urbanas y los mitos, y además con la imaginería de Barker sobre el amor y sobre el dolor, sobre la muerte como puertas hacia un conocimiento superior de la existencia. Todos estos ingredientes convertían una película de terror, con sus momentos sangrientos, en una propuesta tan extraña como estimulante, que tuvo una secuela inmediata, la inferior, pero también interesante, Candyman 2 (1995), dirigida nada menos que por Bill Condon -que enseguida firmaría su mejor película, Dioses y monstruos (1998)-.

29 años después, uno de los nombres más importantes del terror actual, Jordan Peele -Déjame salir (2017) y Nosotros (2019)-, siempre interesado en dotar a sus historias de un trasfondo social, firma el guión y produce Candyman, un remake que es también una secuela en toda regla, recogiendo los hechos de las dos primeras películas -en una estupenda secuencia con sombras chinescas que recupera la música de Phillip Glass-. El texto de Peele -firmado junto a Win Rosenfeld- intenta dar coherencia a todos los elementos propuestos en la película original -la temática social, las leyendas urbanas y los mitos como expresión de la psique colectiva de los desfavorecidos- agregando una nueva óptica -creo que cercana a la visión original de Barker- al hacer de su protagonista un aspirante a artista. Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) es un pintor que intenta expresarse a través de su arte, pero que no consigue plasmar una obra honesta en sus lienzos porque realmente no sabe quién es. Así, Anthony tendrá que comenzar una investigación artística y personal que le llevará a toparse con la leyenda de Candyman. Esto permite a Peele hacer una crítica social del mundillo del arte contemporáneo, de su falsedad, frivolidad y asumida superioridad intelectual en contraposición a los ambientes de los desfavorecidos, esos que vivían en aquel edificio 'colmena' de Cabrini-Green. Una crítica que trasciende el mundo del arte para hablarnos de cómo los privilegiados de raza blanca promocionan y se aprovechan del talento de los afroamericanos utilizando una coartada progresista y, de paso, limpiando su mala conciencia, temas muy presentes en la obra previa de Peele.

Así, el nuevo Candyman vuelve convertido en una especia de Golem, el monstruoso vengador de los judíos, y como un producto de las injusticias sufridas por los afroamericanos, una figura tan temible como, en cierto modo, justiciera. Y Peele nos dice que el arte -la pintura, las películas o la narración oral- es la mejor forma de invocar a este 'hombre del saco'. La película, dirigida por Nia DaCosta -creadora de la serie de misterio Ghost Tape- tiene una planteamiento visual y estético estupendo -mencionemos también la música de Robert Aiki Aubrey Lowe-. Me parece que DaCosta no maneja demasiado bien la tensión: quizás le falta a esta película un momento verdaderamente terrorífico, pero también es cierto que planifica unos asesinatos muy originales e interesantes que juegan con el fuera de campo y con la capacidad de Candyman para moverse a través de los espejos y las superficies reflectantes. Creo que el gran defecto de este film es que se resiente por la gran cantidad de temas que tienen cabida en su argumento, ya mencionados. Como resultado, Candyman no es una historia sencilla, que no muestra sus cartas hasta el final, cuando verdaderamente se atan todos los cabos que nos permiten entender verdaderamente lo que nos quieren contar.

THE SHOW -UNIVERSO ALAN MOORE


Alan Moore es una de los grandes autores de ficción de los últimos 50 años. Solo hace falta mencionar su trabajo con superhéroes como Batman -La broma asesina (1986)- o Swamp Thing y, por supuesto, su gran obra maestra, Watchmen (1986), además de creaciones propias como V de Vendetta (1982), From Hell (1989) y La liga de los Hombres Extraordinarios (1999). Si os suenan estos títulos es porque todos ellos han gozado de adaptaciones a la pantalla grande: algunas han sido éxitos, otras, rotundos fracasos. Sea como sea, Moore nunca ha estado contento con la forma en que sus textos han sido convertidos en imágenes, tanto que se ha negado a aparecer acreditado en pantalla e, incluso, se ha negado a cobrar sus correspondientes derechos de autor. Y aunque nunca veremos una nueva adaptación de la obra de Moore -quien se ha retirado de los cómics para dedicarse a escribir novelas, como Jerusalén (2019)- ahora se estrena The Show, en el Atlàntida Mallorca Film Fest, a través de Filmin, su primer guión cinematográfico. Una película muy esperada que permite ver cómo este gran autor desarrolla una historia en un medio diferente al tebeo impreso. Lamentablemente, The Show es una película que solo puedo recomendar a los incondicionales de Moore. La historia es la enésima parodia de un relato detectivesco -pensad en El halcón Maltés de Dashiell Hammett- que sirve de excusa a Moore para introducirnos en un universo configurado según sus obsesiones: el misterio, la magia, las conspiraciones, el teatro, el cine y, por supuesto, misteriosos enmascarados. El problema es que el argumento de Moore parece más apropiado para ser plasmado sobre papel, que en imágenes en movimiento: toda la historia se desarrolla a través de diálogos, la trama no parece bien estructurada, y los personajes -la mayoría estrafalarios- se encuentran unos a otros y establecen relaciones entre ellos sin demasiada justificación. El sano humor del absurdo que impregna todo el relato no es suficiente para evitar que perdamos el interés. A estas carencias dramáticas, hay que añadir que Moore ha conseguido su completa libertad como autor prescindiendo de las grandes ventajas de Hollywood, así que aquí cuenta con presupuesto modesto, con actores desconocidos -no demasiado convincentes- y con un director, Mitch Jenkins, cuya planificación es meramente funcional. Asimismo, la imaginería fantástica que vemos en la película -que se mueve entre la realidad del relato policial, el surrealismo de los sueños y escenarios místicos como el cielo y el infierno- no resulta precisamente deslumbrante. Lo que sí está muy presente en toda la película es la personalidad de Alan Moore, que hace más cameos aquí que Stan Lee en todas las películas Marvel juntas, y hasta se atreve a interpretar a un personaje: un desaparecido cómico -en la típica mezcla de realidad y ficción tan de su gusto- al que ya había dado vida en varios cortometrajes, y que deviene una suerte de demiurgo del relato.

GARCÍA Y GARCÍA -RISAS ASEGURADAS, PERO...


¿Cómo enfrentarse al análisis de una película como García y García? El humor es sin duda subjetivo y todos tenemos nuestros gustos, nuestras filias y nuestras fobias. Por eso no hace falta recomendar una película protagonizada por José Mota y Pepe Viyuela, dos actores de larga trayectoria que tienen, claro, sus fans y sus detractores. Son dos intérpretes, además, con mucha personalidad, con un estilo que marca todo lo que hacen. Así que los incondicionales de estos humoristas, que por primera vez comparten pantalla, no faltarán a la cita. García y García es una comedia de enredo que se apoya en la confusión de identidades de personajes con el mismo nombre, interpretados, claro, por los actores ya mencionados. Uno es un exitoso asesor de empresas de aviación y el otro es un competente pero humilde mecánico de aeronaves. El equívoco llevará a ver a los dos personajes fuera de su ambiente, envueltos en todo tipo de situaciones. De entrada hay que decir que el guión plantea una confusión imposible -la idea original es del reconocido arquitecto Carlos Lamela- y la desarrolla de forma inverosímil. Esta falta de rigor se compensa con la voluntad kamikaze de llenar de chistes y gags todo el metraje de la película. Un esfuerzo tremendo que tiene como resultado que haya chistes resultones, otros mediocres y algunos francamente malos. Pero claro, esta valoración que hago es subjetiva: quizás los chistes que me han dado vergüenza a ti te sacarán una sonrisa. Lo cierto es que hay tal acumulación de bromas y gracietas, que la risa está prácticamente garantizada. Eso aunque sea solo por los niveles de absurdo que llega a alcanzar la trama, que enloquece absolutamente en un último tercio en el que cabe de todo. García y García es de esas películas que no tienen prejuicios y que van a por todas. A su favor, además de los protagonistas de eficacia contrastada, están los secundarios, especialmente una maravillosa Eva Ugarte capaz de enfrentar con el mismo entusiasmo un gag sin sentido que una trama romántica imposible. Mencionemos también a un desquiciado Carlos Areces que llega un momento en el que parece presenciar todo lo que ocurre desde fuera, aprobando irónicamente la locura desatada a su alrededor. Y ojo que también se asoma gente como Antonio Resines, Jesús Vidal, Ramón Barea, Jordi Sánchez, Mikel Losada o la humorista Martita de Graná. García y García seguramente hará reír a muchos -creo que a la mayoría- y a otros les parecerá un desastre, sí, pero de esos que no puedes dejar de mirar.

ANNETTE -¿QUIÉN ES LEOS CARAX?


¿Quién es Leos Carax? Se trata de un nombre artístico que mezcla el suyo verdadero, Alex, y la palabra Óscar, por los famosos premios cinematográficos. Dos palabras, Alex y Óscar que pueden resumir la obra de este cineasta 'maldito' francés. Su personalidad está siempre en el centro de sus ficciones: su protagonistas suelen responder al nombre de Alex, y suelen ser interpretados por su álter ego, el actor Denis Lavant, al que hemos visto madurar en pantalla como si fuera el Antoine Doinel de Carax. La cinefilia y las referencias cinematográficas serán la otra constante del autor francés. En 1984, con solo 24 años, Carax firmaba su ópera prima, la estupenda Chico conoce chica, rodada en blanco y negro, una suerte de resurrección de la Nouvelle Vague: la de los primeros años, esa que salía a las calles de París a buscar la verdad que elude los decorados, contando pequeñas historias de amor, con sus tiempos muertos y sus continuas referencias a la cultura pop, a la música -por ejemplo, la de David Bowie, uno de los ídolos de Carax-. Aquí se presenta el esquema central del cine de Carax: dos seres desesperados se encuentran y se enamoran en una historia de amour fou. Los personajes de Carax encienden cigarrillos constantemente y viven al margen de la sociedad, haciendo del mobiliario urbano de París su campo de juegos: puentes, pasarelas, farolas, estaciones de metro. Chico conoce chica está repleta de hallazgos visuales y de diálogos poéticos -y está disponible en Filmin-. 

Dos años después Carax estrenaba Mala sangre (1986), de nuevo con Lavant pero ahora incorporando a Juliette Binoche como heroína romántica e introduciendo el color, en una propuesta que de nuevo bebe de la Nouvelle Vague, pero esta vez de la que miraba los géneros americanos -en este caso el policíaco- como Al final de la escapada (1960) o Made in U.S.A (1966), con Michel Piccoli como mafioso, introduciendo elementos de ciencia ficción -a lo Alphaville (1965)- y aprovechando las dotes físicas de Lavant para una vibrante secuencia de baile con el Modern Love de David Bowie -que Noah Baumbach homenajearía en Frances Ha (2012) valiéndose de Greta Gerwig-. Mala sangre también resulta visualmente apabullante y se puede ver en Filmin. En 1991, Carax cerraba una trilogía del amor en París con Los amantes del Pont Neuf, de nuevo con Denis Lavant y Juliette Binoche, en una historia más reposada, más madura, más interesada en el drama de sus personajes, que acaba de nuevo en el amor loco y proponiéndose como heredera de L'Atalante (1934) de Jean Vigo. Una película de presupuesto desorbitado y de rodaje complicado que dejó a Carax en dique seco hasta 1999. Pola X, protagonizada por el malogrado Guillaume Depardieu, parece reflejar la travesía por el desierto del propio Carax: un escritor joven, exitoso y famoso decide aislarse de todos tras descubrir un secreto familiar. La historia, basada en Pierre o la ambigüedades de Herman Melville, aunque con un arranque novedoso en un entorno rural, con personajes privilegiados y relaciones incestuosas -la madre que interpreta Catherine Deneuve- acaba volviendo a las coordenadas del cine anterior de Carax: a París, a lo urbano, y a la lucha de un personaje roto de amor, al margen de la sociedad y de comportamiento destructivo. En esta línea se presenta, diez años después, el enigmático ser que protagoniza el segmento Merde en la película de episodios Tokyo! (2008). El extraño y asqueroso sujeto al que da vida, de nuevo, Denis Lavant, se pasea por las calles de la capital japonesa sembrando el terror -con la música de Godzilla (1954)- representando todo lo que nos aterroriza, nos escandaliza o incomoda: la falta de civismo, de higiene, fumar, derrochar el dinero o la violencia y el terrorismo, todo en tono de farsa y rodado en vídeo digital. Cuatro años después, Leos Carax se despertaba en un pijama verde en Holy Motors (2012) para soñar de forma inconexa a un millonario inversor -el señor Óscar, de nuevo Denis Lavant- que se transforma en diversos personajes: una anciana, una criatura digital o de nuevo M. Merde, para raptar a Eva Méndez, ponerle un burka y convertirla en la Virgen. Un enigmático derroche de imaginación en una fantástica película -disponible en Filmin- que habla de la vida, de la ficción, de las máscaras y claro, del cine, con un discurrir surrealista -digamos que cercano a David Lynch- con guiño incluido al clásico Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju.

En todas las películas de Leos Carax hay una secuencia musical, en la que los personajes cantan o en la que asistimos a un breve concierto: recordemos el extraño grupo de música experimental en Pola X o los acordeonistas de Holy Motors. En esta última cinta vemos además una secuencia que parece extraída directamente de un musical, interpretada por Kylie Minogue, que anticipa Annette, estrenada en el Festival de Cine de Cannes y que le ha valido a Carax el premio al mejor director. De la historia y de la música se encargan los hermanos Ron y Russell Mael, mejor conocidos como Spark, que han conseguido también el reconocimiento en Cannes a la mejor banda sonora. Estos tres artistas aparecen en persona al principio de Annette para introducirnos en un musical, más bien una ópera, y en una película que responde a la atípica personalidad de Carax. En ella volvemos a encontrar el amor romántico como base de la historia: un cómico, Henry McHenry -estupendo Adam Driver- y una cantante de ópera, Ann Defrasnoux (Marion Cotillard), forman la pareja perfecta: talentosos, exitosos, guapos y famosos. Pero ojo, porque a partir de este planteamiento, la historia se desarrolla de una forma muy oscura, incómoda, distanciada -el personaje de Annette, los diálogos recitativos- que nos obliga a mirar en el abismo de la naturaleza humana. Nos hace mirar sobre todo los demonios de la personalidad masculina. Todo esto desactiva la historia romántica y nos lleva a terrenos insospechados que invitan más a la reflexión que al disfrute. Esto mientras Carax despliega su acostumbrada narrativa visual llena de ideas, de imágenes preciosas de pura fantasía sobrenatural que acompañan a la música, de recursos de planificación, iluminación y escenografía, en un hermoso espectáculo para una historia trágica, aunque no exenta de humor. Carax nos sorprende con una film en la línea amarga y valiente del Charlie Kaufman de Anomalisa (2015) y Estoy pensando en dejarlo (2020). Henry es el típico héroe romántico de Carax: apasionado, provocador, muy atractivo, pero también inseguro y autodestructivo. En obras anteriores de Carax, sus personajes masculinos tenían comportamientos cuestionables en aras del amor: manipuladores, celosos, violentos e incluso llegaban a cometer asesinatos. Dichos comportamientos eran pasados por alto, perdonados, al formar parte de una ficción que no pretende ser realista, ni cuestionar actitudes reales, sino crear una fantasía cinematográfica. En Annette, sin embargo, Carax parece entonar el mea culpa y somete a su protagonista a las consecuencias de su masculinidad tóxica, su violencia y sus excesos, hasta un final anticlimático, devastador, pero, quizás, necesario.

MOROS Y CRISTIANOS -CENTENARIO BERLANGA


Moros y cristianos (1987) vuelve a los cines con motivo del centenario del nacimiento de Luis García Berlanga (1921-2010), seguramente el director que mejor supo retratar -y tomarse a guasa- la sociedad española en la segunda mitad del siglo XX. Un evento que da pie a repasar brevemente la filmografía del valenciano, que debutó con Esa pareja feliz (1953) codirigida junto a Juan Antonio Bardem y en la que ya aparecía una clara voluntad de sátira: de la pareja, de la sociedad de consumo, de la publicidad y el marketing. Curiosamente, esta primera obra no sería estrenada hasta después del éxito de Bienvenido Mr. Marshall (1953), primera cinta en solitario, una comedia sobre el paletismo, que se ríe de los clichés sobre los españoles y de lo folclórico -esos castellanos que se disfrazan de andaluces para agradar a los americanos- y que sobre todo introduce la forma en la que Berlanga contará la mayoría de sus historias: con un reparto coral que representa una microsociedad, en este caso, los vecinos de un pueblo. Esta idea se repite en Novio a la vista (1954), sorprendente cinta de corte juvenil que se desarrolla en un balneario que recuerda al de Las vacaciones del señor Hulot (1953) de Jacques Tati y que se desarrolla como un conflicto generacional entre chavales y adocenados y conservadores adultos. Mucho más representativa del estilo Berlanga, a pesar de su ternura, sería Calabuch (1955), cuya historia sobre un físico que quiere escapar de tener que desarrollar la bomba atómica tiene lugar en el pueblo del título, en el que encontramos de nuevo el reparto de personajes habitual berlanguiano: el alcalde, el guardia civil, el cura, el pícaro, etc. Lo mismo ocurre con Los jueves milagro (1957), esta vez con la villa de Fuentecilla como escenario. Se trata de una ácida crítica a la religión -católica- y al negocio -turístico- de los milagros, al menos en su primera parte, ya que luego se diluye su ánimo transgresor en un tramo final marcado por la censura. Con Plácido (1961) se constata un cambio drástico en la filmografía del director, cuya voluntad de sátira vira hacia el humor corrosivo a partir de entonces, alejándose de la ternura presente en sus obras anteriores. Es la primera colaboración con el que será su inseparable guionista, Rafael Azcona, y la primera gran obra de Berlanga, que se muestra más provocador que nunca desarrollando la idea de la falsa caridad que supone la retorcida campaña para sentar a un 'pobre' a la mesa en Navidad. Plácido, además, constituye la maduración del estilo de puesta en escena de Berlanga, que plantea su película en sucesivos planos secuencia, coreografiando al reparto de personajes que entran y salen de plano, hablando continuamente en estupendas frases, a cada cual más mordiente, pisándose unos a otros en el diálogo, en un caos organizado que supone lo que entendemos por el estilo Berlanga. Sin embargo, en su siguiente película, El verdugo (1963), el valenciano se aparta del reparto coral para fijarse en un protagonista individual, ese apesadumbrado Nino Manfredi que debe ejercer el peor de los trabajos, traicionando todos sus principios morales, con tal de vivir cómodamente, de asegurarse un techo para su familia. El verdugo es la obra maestra de Berlanga, tan divertida como devastadora, con esa idea de partida negrísima que resume la dictadura a través de un alegato contra la pena de muerte. Tras esta cumbre, Berlanga se perdería un poco: la rocambolesca La Boutique (1967) rodada en argentina con un protagonista antipático y machista; el intento de aprovechar la veta comercial del landismo con ¡Vivan los novios! (1970) aportando su amarga visión a la comedia de chicas ligeras de ropa haciendo turismo en España; la sórdida y sumamente incómoda Tamaño natural (1974) con Michele Picoli, que conecta a Berlanga en su fetichismo con Buñuel, pero, claro, de una forma mucho más juguetona, explícita y exhibicionista. Tras esto, Berlanga se reencontraría consigo mismo, con el reparto coral y el plano secuencia como método, en la estupenda La escopeta nacional (1978), nueva sátira de la sociedad española que radiografía la transición y que se huele ya las dos Españas. En ella Berlanga pule su estilo de caos ordenado, con un reparto de sus actores habituales -José Luis López Vázquez, Agustín González, Amparo Soler Leal, Luis Ciges -solo faltó Manuel Alexandre- además de Luis Escobar y José Sazatornil, todos en absoluto estado de gracia. Un éxito que Berlanga repetiría, con idénticos resultados, en Patrimonio Nacional (1981) y Nacional III (1982) y que llevaría a su mejor expresión con La vaquilla (1985) ambiciosa producción en la que el director se consagra con su mejor labor detrás de la cámara, aunque su mensaje sobre la Guerra Civil pueda resultar hoy algo obvio -sobre todo cuando habla el personaje de Alfredo Landa-. Tras La vaquilla comienza el declive y llega precisamente la película que ahora vuelve a los cines, Moros y cristianos (1987). En ella, encontramos, de nuevo una ácida sátira de la sociedad española, esta vez protagonizada por una familia de emprendedores empresarios del turrón que buscan dar el pelotazo contratando a un agente publicitario, lo que servirá para reírse de los medios de comunicación y del marketing, tema que remite a Esa pareja feliz. Precisamente, en Moros y cristianos, Berlanga se reencuentra con el protagonista de aquella, Fernando Fernán Gómez -este 2021 es también el año de su centenario-. Aunque nos encontremos de nuevo con parte de la tropa de La escopeta nacional, el protagonismo se lo llevan nuevos intérpretes ajenos a la obra berlanguiana: Andrés Pajares, Pedro Ruiz, Verónica Forqué y Rosa María Sardá. Las ideas y las puyas de Berlanga y Azcona en los diálogos siguen siendo agudas, los actores cumplen, pero la puesta en escena es francamente decepcionante, con planos secuencia demasiado estáticos: la cámara se mueve, sí, pero muchas veces dentro de la misma habitación, lo que hace que el conjunto naufrague. Tras Moros y cristianos solo nos queda comentar Todos a la cárcel (1993) una suerte de remake -sin Azcona- de La escopeta nacional pero con escenario presidiario y con la vuelta de José Sazatornil como nexo de unión de todos los personajes; y por último, el epitafio berlanguiano que es París Tombuctú (1999), una reimaginación de Calabuch con Michel Picoli visitando ese mismo pueblo, pero sin la censura del franquismo, lo que permite a Berlanga ser un poco zafio con eyaculaciones pirotécnicas y rendir homenaje -creo que hoy sería políticamente incorrecto- a las estupendas tetas de Concha Velasco; eso además de repasar toda su obra y reírse del final del milenio con algo de amargura, como negándose a abandonar el siglo que tan bien retrató. 

Moros y cristianos es una estupenda forma de volver al cine en el centenario de Berlanga, pero aprovecho también para recordar que en la Filmoteca Española, en el cine Doré de Madrid -fue precisamente Berlanga, como presidente de la institución, el que tuvo la idea de convertir esta sala en la sede de cara al público- también se están proyectando sus películas -París Tombuctú, Todos a la cárcel, Plácido, ¡Vivan los novios!, Nacional III, o Tamaño natural-. La Filmoteca de Cataluña proyectará también París Tombuctú y la Filmoteca de Valencia dedica otro ciclo al director. Y no dejéis de visitar la exposición Berlanguiano, organizada por la Academia de Cine que se puede ver en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, hasta el 5 de septiembre. En ella descubriréis cómo las fotos reales de la España de los últimos 50 años del siglo XX se mezclan sin problemas con las imágenes de los rodajes de las películas de Luis García Berlanga.

JUNGLE CRUISE -CINE DE ATRACCIONES


Es curioso que Martin Scorsese afirmara aquello de que las películas de superhéroes -concretamente de Marvel- no son cine, sino parques de atracciones, cuando Disney, empresa dedicada al séptimo arte y a los parques temáticos, tiene toda una línea dedicada a convertir en película las atracciones más conocidas de sus parques. Jungle Cruise sigue claramente el camino de Piratas del Caribe (2003), con la que guarda más de un elemento en común. Pero, aunque le pese a Scorsese, el resultado es una cinta muy simpática y entretenida, aunque quepa preguntarse si podemos encontrar en ella auténticas emociones. Dirigida por un estupendo Jaume Collet Serra, el argumento propone la búsqueda de un objeto mágico-legendario -en la línea de los McGuffin de la saga de Indiana Jones- por parte de una intrépida botánica, Lilly Houghton (Emily Blunt), quien necesitará la ayuda de un curtido -y fornido- capitán de barco, Frank (Dwayne Johnson), para remontar el Amazonas en busca de algo muy parecido a la fuente de la juventud. En su camino se interponen empresarios antipáticos, Nilo (Paul Giamnatti), un aristócrata alemán -la historia ocurre justo antes de la Primera Guerra Mundial- que es una suerte de pre-nazi interpretado por un estupendo Jesse Plemons, que persigue a los héroes un submarino steam punk a lo Julio Verne. Por si fuera poco, nos encontramos con la leyenda sobrenatural de tres conquistadores, interpretados nada menos que por Edgar Ramírez, Dani Rovira y Quim Gutiérrez. Con estos elementos y un montón de efectos especiales, Jungle Cruise recicla acertadamente el espíritu de las grandes aventuras clásicas. Collet Serra brilla detrás de la cámara sobre todo en las primeras secuencias, cuando la película establece una interesante reflexión entre lo real y lo simulado, apoyándose en el hecho de que, como ya he dicho, esto es la adaptación de una atracción de un parque temático. Emily Blunt y Dwayne Johnson tienen química y consiguen imprimir humanidad en sus personajes y que nos importe lo que les ocurre. Por último, Disney mantiene su agenda para promover la inclusión -hay un personaje gay- y fomentar el feminismo -Lilly no necesita ser rescatada- además del ecologismo. El espectáculo familiar perfecto.

EL ESCUADRÓN SUICIDA -LOS QUE VAN A MORIR TE VACILAN


James Gunn traslada a DC Comics la fórmula que tan bien le ha funcionado en Marvel con los dos volúmenes de Guardianes de la Galaxia en El Escuadrón Suicida, secuela/reinicio de la desastrosa película de David Ayer de 2016. Gunn formula una comedia pura con superhéroes, alejándose del tono pretendidamente oscuro, grave y épico de DC, cuyo concepto de lo 'adulto' pasa por hacer películas francamente aburridas. Gunn escribe un argumento de gags constantes, mezclando el humor bobo, el escatológico y el absurdo que ha desarrollado toda su carrera. Al igual que en Marvel, juega con personajes de segunda fila, lo que le permite una mayor libertad de acción: Harley Quinn (Margot Robbie) es la única estrella, y le cambian a Will Smith -que fue Deadshot- por Idris Elba, dando vida a un personaje equivalente en Bloodsport. Tampoco está atado aquí Gunn por la férrea continuidad de Marvel, por lo que se puede permitir una escabechina de personajes poco conocidos, y un tono menos familiar: se le va la mano con la violencia, convirtiendo la sangre y el gore en un recurso cómico más o menos eficaz. Gunn repite aquí también su querencia por los personajes digitales, que tan buenos resultados le han dado con Groot (Vin Diesel) y Rocket (Bradley Cooper): ahora son Weasel -su hermano Sean Gunn- y sobre todo King Shark -Sylvester Stallone- con los que sigue desarrollando una comicidad única, en la que solo está a su altura Taika Waititi, quien, por cierto, hace un breve papel en esta película. Gunn, además, se atreve con una superficial sátira política -presente en los cómics originales- que cuestiona la política exterior de Estados Unidos y se ríe de las repúblicas bananeras fabricadas y derribadas por los propios estadounidenses según la coyuntura histórica. También se atreve con el superhéroe fascista, c
on un John Cena como Peacemaker, con un traje tan ridículo como el del protagonista de otra película suya, Super (2010). En El escuadrón suicida, James Gunn se mantiene fiel a su estilo, no se olvida de su actor fetiche, Michael Rooker, y aunque tenga que jugar con los elementos estéticos del blockbuster, impone su sentido del humor gamberro y arriesgado -el personaje de Polka-Dot Man (David Dastmalchian)- y se permite un final en clave de cine trash, un kaiju eiga de saldo que nos devuelve al Gunn que escribió el guión de Tromeo y Julieta (1996) para la Troma. Y a pesar de toda esa libertad creativa, consigue que la película no se le vaya de las manos, y que los personajes nos sigan resultando entrañables -aunque quizás no al nivel de los de Guardianes de la Galaxia-. Un triunfo.

BOSS LEVEL -EL MITO DE SÍSIFO


En los primeros videojuegos no se guardaban las partidas: si perdías todas tus vidas no te quedaba otro remedio que empezar, de nuevo, desde el principio, sin importar lo cerca que hubieses estado de la pantalla final. La única forma de salir victorioso era practicar, practicar y practicar hasta memorizar los saltos y los movimientos del enemigo. Aquellos videojuegos eran endiabladamente difíciles: como la vida. En este principio se apoya Boss Level, disponible en Amazon Prime Video y dirigida por Joe Carnahan -Narc (2002)- y protagonizada por Frank Grillo, más un especialista de acción que un actor, pero con gran carisma, que aquí se apoya en un reparto de secundarios de lujo: Naomi Watts, Mel Gibson, Michelle Yeoh, Ken Jeong y Annabelle Wallis. El argumento traslada el esquema de Atrapado en el tiempo (1993) al género de acción, como ya han hecho recientemente Al filo del mañana (2014) con la ciencia ficción bélica, Feliz día de tu muerte (2017) con el slasher de terror o Palm Springs (2020) con la comedia indie. Aquí, el héroe, Roy Pulver, debe descubrir por qué se despierta siempre en el mismo día y por qué acaba muriendo a manos de misteriosos y variopintos asesinos a sueldo. Con mucho humor y divertidas secuencias de acción, la gran virtud de Boss Level es entretener, cosa que consigue a pesar de un eso excesivo de la voz en off y de explicaciones innecesarias. La historia, sorprendentemente, tiene corazón y humanidad, gracias a una subtrama en la que el violento héroe tendrá que acercarse a su hijo, al que prácticamente no conoce. Sin alcanzar el gamberrismo de, por ejemplo, Crank (2006), Boss Level resulta desenfadada y fresca. No necesita indagar en cuál es el sentido de una vida que se repite monótonamente -como Sísifo, que empuja la roca cuesta arriba una y otra vez en el infierno- pero sí puede hacernos reflexionar por qué, en los últimos años, tantos directores y guionistas han decidido revisitar el clásico de Harold Ramis y Bill Murray.

SURGE -UN DÍA DE FURIA


Las tensiones y presiones del día a día son el conflicto principal de Surge. La vida en sociedad, desde luego, tiene sus ventajas, pero para cierto tipo de personalidades puede significar un agobio continuo por la gran cantidad de reglas que debemos seguir. Nuestros comportamientos están muy marcados por lo que se espera de nosotros en el trabajo, con los amigos y en familia, y creo que es natural que todo el mundo, alguna vez, se haya sentido asfixiado. El protagonista de Surge es Joseph, un tipo callado e introvertido que tiene el trabajo más estresante que se me ocurre: en la seguridad de un aeropuerto, lidiando constantemente con personas que no quieren ser registradas -por no hablar de la posibilidad, remota, de cruzarse con un criminal o un terrorista-. En la película asistimos al colapso de Joseph en el día de su cumpleaños: algo se dispara en su cabeza, llevándole a comportarse de una forma errática, agresiva, anárquica, antisocial pero también libre. El director Aneil Karia y los guionistas Rupert Jones y Rita Kalnejais nos cuentan el día de furia de Joseph, una aventura frenética, caótica, por las calles de Londres, que no da respiro. El guión va aumentando la presión sobre el protagonista, llenando su camino de pequeños obstáculos que poco a poco irán desquiciándolo. Una cámara nerviosa se mantendrá pegada a Joseph, siguiendo sus pasos, captando sus gestos cada vez más histéricos, y manteniéndonos en la incertidumbre de lo que será capaz de hacer a continuación. Y si todo esto funciona francamente bien, es porque Joseph es interpretado por un gran actor como Ben Whishaw, cuyo repertorio de tics nos mantiene en tensión, esperando siempre una temible explosión. Surge es adrenalina, pero también un comentario sobre cómo nuestra sociedad solo funciona para los que -más o menos- deciden adaptarse a lo que hay y tirar para adelante -aunque sea fingiendo-. Con puntos en común con Joker (2019), la única pega que le pondría a Surge es que, sin hacerlo explícitamente y sin enfrentar verdaderamente el tema, nos hable también de las enfermedades mentales. Joseph es un personaje que claramente pierde el equilibrio mental, y quizás eso le resta fuerza a su decisión de rebelarse. Por otro lado, el final, en mi opinión, pierde intensidad, en aras del realismo y la verosimilitud, lo que corta las alas a las intenciones de la propuesta. Se puede ver en Filmin.

MOGUL MOWGLI -RAÍCES


El estupendo actor Riz Ahmed es el coautor de la historia original de Mogul Mowgli, estrenada en Atlàntida Mallorca Film Festival y disponible en Filmin. El intérprete protagoniza esta película que recuerda a la magnífica Sound of Metal (2019) -que también comentamos en Indienauta-, al menos en su planteamiento básico: aquí Ahmed es también un músico que, tras recibir una mala noticia sobre su salud, ve peligrar su carrera artística y tendrá que luchar para recuperarse. Las comparaciones, sin embargo, acaban aquí. Ahmed, que forma equipo creativo con el director y guionista Bassam Tariq, propone una reflexión sobre el peso de los orígenes, de la cultura, la religión y las tradiciones, para un inmigrante pakistaní en Reino Unido. Un retrato en el que adivinamos experiencias y preocupaciones autobiográficas de Ahmed y Tariq. Todo el relato gira alrededor de los problemas del protagonista, Zed, un rapero que se encuentra ante su última oportunidad para conseguir el éxito, que se niega a aceptar sus orígenes -ha cambiado su nombre musulmán- pero que sí utiliza sus raíces en las letras de sus canciones. El encuentro con su familia, sobre todo con la figura paterna, sacará a la luz este conflicto, sobre todo cuando Zed tenga que recibir los cuidados de sus parientes debido a sus problemas de salud. No por casualidad, la enfermedad que aqueja a Zed es de naturaleza autoinmune: su propio cuerpo se ataca a sí mismo, como él huye de sus tradiciones y de su religión islámica. Mogul Mowgli nos introduce en la psicología de su protagonista, apoyándose en una estupenda interpretación de Ahmed, pero también en una imaginativa y sensorial puesta en escena que mezcla una aproximación realista a la vida cotidiana de Zed, pero que también presenta interesantes fugas que mezclan sueños, recuerdos y alucinaciones que expresan de forma plástica su conflicto interior. Nominada al Bafta a la película del año, ganadora del premio FIPRESCI en el Festival de Berlín, y mejor película en los British Independent Film Awards, Mogul Mowgli es una estupenda ópera prima que presenta a un director a seguir en Bassam Tariq y sobre todo, una nueva y excelente interpretación de Riz Ahmed.

LAS COSAS QUE DECIMOS, LAS COSAS QUE HACEMOS -EL AMOR COMO UN INCONVENIENTE


En la estupenda Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, el amor es definido no como un elevado sentimiento al que podemos aspirar para acceder a la felicidad plena, sino como un inconveniente. En la historia que dirige y escribe Emmanuel Mouret, el amor romántico aparece en el peor momento posible: cuando no es correspondido, cuando se tiene ya una pareja estable o cuando la tiene el objeto de nuestro deseo, o incluso, cuando se está esperando un hijo. ¿De qué sirve enamorarse en todas estas situaciones? Mouret teje varias deliciosas historias que se van cruzando, protagonizadas por personajes diferentes pero todos, y esto es el gran logro de la película, resultan humanos y hasta entrañables. Creo que es una película muy francesa porque trata con ligereza asuntos que se podrían vivir de forma trágica, como el rechazo, la ruptura sentimental, el abandono, o el desamor. Un estupendo reparto da vida a personajes de lo más variados: Camélia Jordana, Niels Schneider, Vincent Macaigne, Jenna Thiam, Émilie Dequenne -ganadora del premio César-, Guillaum Gouix, Julia Piaton, Jean-Baptiste Anoumon, Fanny Gatibelza, Claude Pommereau, Louis-Do de Lencquesaing, Milla Savarese y Lise Lomi. Ellos dan vida a pequeñas y enrevesadas historias que van desde la comedia romántica tipo Love Actually (2003) hasta el romanticismo arrebatado y dramático de Breve encuentro (1945). Los escenarios, que se prestan al romanticismo cotidiano y que van desde París hasta el campo, y una banda sonora compuesta de piezas clásicas -Vivaldi, Mozart, Debussy, Chopin- hacen que esta película sea una experiencia estética de lo más placentera. Como su título indica, el film opone la imagen que damos en sociedad -echad un vistazo a las redes sociales y solo veréis parejas felices- a lo que realmente hacemos -infidelidades o, en el caso de los más discretos, soñar con el verdadero amor en secreto-. ¿Se puede ser feliz, resignándose a amar a otra persona, mientras se mantiene una relación conveniente con un compañero de vida? Esa es la cuestión sobre la que reflexiona Mouret, pero, eso sí, evitando cargar las tintas  gracias al uso del humor y apostando por una resignación práctica y realista. Quedará en el ánimo del espectador si el amor es un inconveniente que aparece en el momento menos oportuno, y que debe ser descartado como un capricho, o si el sentimiento romántico es una directriz que debemos seguir a toda costa, sacrificando algunas comodidades, para ser verdaderamente felices.