¡MADRE! - UNA CASA ALUCINANTE


No se puede ir a ver una película como ¡Madre! sin tener presente su naturaleza provocadora. Dejo a vuestro juicio si esa capacidad para generar polémica quiere decir que estamos ante un artefacto creado a propósito por Darren Aronofsky para llamar la atención o si somos nosotros, espectadores inmaduros, los que reaccionamos de forma exagerada. Parece necesario tomar partido, a favor o en contra, con respecto a la película de un director al que se le supone talento -El luchador (2008)- culto -Réquiem por un sueño (2000)- y prestigio -Cisne negro (2010)-. Un artista que ha coqueteado con el mainstream -proyectos abortados sobre Batman y Lobezno- pero cuyo último trabajo es la extraña Noé (2014). Pues bien, ¡Madre! resulta inclasificable. Quizás habría que ponerla en la estantería con el Anticristo (2009) de Lars Von Trier. Su planteamiento recuerda a La semilla del diablo (1968) y algunos carteles promocionales apuntaban en esa dirección. La pareja que hacen Jennifer Lawrence y Javier Bardem, desde luego, bien nos puede hacer pensar en Mia Farrow y John Cassevettes. El misterioso matrimonio que se cruza en sus vidas -los Castevet- también podría estar reflejado en Ed Harris y Michelle Pfeiffer. Pero si bien es verdad que hay una tensión y un mal rollo que recuerdan a Roman Polanski, este me parece más bien el de Repulsión (1965) y El quimérico inquilino (1976). Pero si os digo que esto es como si Luis Buñuel hiciese un film del género home invasion -digamos, Funny games (1997)- creo que no miento. En determinados momentos, ¡Madre! es la versión inversa de El ángel exterminador (1972): aquí la pesadilla no es la de los burgueses que no pueden salir, si no la de gente que entra como Pedro por su casa. El punto de vista de estos terrores es el personaje de Jennifer Lawrence, amante entregada y la mujer con el síndrome del nido más grande de la historia del cine. Esa casa que el personaje de Lawrence -sin nombre, Bardem se refiere a ella como "mi diosa"- construye, literalmente desde sus cimientos, no solo es el universo entero de la película, sino, sin duda, un organismo vivo, con corazón, en la metáfora más diáfana de todo el film. Esa casa, en la espiral creciente que es el guión, se acaba convirtiendo en el recipiente de toda la historia de la humanidad, desde sus estadios más primitivos -Lawrence expresa su deseo de construir un paraíso- a las actuales tensiones de la civilización moderna, conflictos civiles, represión, revoluciones sociales, guerras y ese Apocalipsis que en el fondo esperamos todos. En este punto la película adquiere tintes religiosos, bíblicos, parece oponer el matriarcado al patriarcado y cuando la tensión no da más de sí, se reinicia. Todo esto está expuesto con talento por un narrador soberbio como Aronofsky, que coloca su cámara en la cara de los actores, amplifica los sonidos para crisparnos, convierte los suelos de madera de la casa en un escenario teatral y deja que sus estupendos actores se luzcan. Para mí, la mejor, como siempre, es Jennifer Lawrence. Os toca a vosotros buscar el sentido de ¡Madre!, que acumula metáforas -sobre el síndrome de la página en blanco, sobre la creación, sobre la maternidad, sobre el amor- hasta abrumar. Os toca a vosotros decidir si lo que habéis visto tiene valor o no. Pero creo que, en los tiempos que corren, haríamos bien en no tomar partido, en todos los casos.

PHANTASMA: DESOLACIÓN- LARGA VIDA AL HOMBRE ALTO


Es una buena noticia que se estrene la quinta entrega de una saga tan entrañable como Phantasma, serie de terror verdaderamente atípica. Se diferencia de otras franquicias de horror en varios aspectos, el primero de ellos es que su creador, Don Coscarelli -responsable de la fantasía de bajo presupuesto El señor de las bestias (1982)- ha mantenido el control de su obra, a diferencia de Tobe Hooper con La Matanza de Texas (1974) o Wes Craven con Pesadilla en Elm Street (1984). Otro elemento diferenciador es el protagonismo de un niño, lo que aporta otra mirada a estos films, muy lejos del slasher de Halloween (1978) o Viernes 13 (1980). Lo que nos lleva a otro elemento único de Phantasma: mientras otras sagas han ido cambiando a sus protagonistas -manteniendo siempre al monstruo- aquí hemos visto a los personajes principales envejecer. Así, el pequeño Mike (A. Michael Baldwin) que vimos en la primera entrega, en 1979, es en esta quinta película un hombre de más de 50 años, algo así como el Antoine Doinel del terror. Esta fidelidad de los actores debe ser única: también repiten Jody (Bill Thornbury) y por supuesto, el imprescindible Reggie (Reggie Bannister), un heladero con coleta que es algo así como mezclar a Han Solo (Harrison Ford) con el Ash (Bruce Campbell) de Evil Dead. Este último se convierte en protagonista absoluto de esta quinta entrega que ahora podemos ver en cines y en plataformas digitales -toda la serie está ahora mismo en Movistar+-. Estamos ante una secuela absolutamente imprescindible para los fans, aunque, por primera vez, no dirige Coscarelli, aunque produce y escribe el guión asegurándose de que las constantes de la serie se mantienen: vuelven las pulidas bolas plateadas asesinas; Reggie coge la guitarra -como siempre-; el Hombre Alto dice eso de "boyyyyyy"; y también regresa el Plymouth Barracuda de 1971, que en la primera película era actual y ahora es vintage. El nuevo director, David Hartman -con experiencia como realizador de series animadas como Transformers: Prime- no tiene el ojo fotográfico de Coscarelli, ni su extraña sensibilidad arty que, mezclada con el terror de serie B y un argumento de sci fi pulp hicieron de Phantasma (1979) una película inclasificable. En 2017, la textura del vídeo de alta definición y los efectos digitales restan enteros a la propuesta que, sin embargo, gana interés conforme se va desarrollando la trama, gracias al guión firmado por Coscarelli y Hartman, que reincide en otro aspecto particular de esta serie: la ruptura voluntaria de lo racional, de lo que separa la lógica de la luz diurna de los terrores nocturnos de sueños y pesadillas. Esta frontera difusa -que conoce muy bien David Lynch- encuentra una explicación de ciencia ficción en los universos paralelos y la teoría de cuerdas. Una idea coherente con el espíritu de una película necesariamente crepuscular, por la edad madura de sus héroes: si en la cinta original estábamos ante un niño que tiene miedo a la muerte, ahora es Reggie, en la tercera edad, el que se enfrenta al fin de todo. Eso sin olvidar la naturaleza testamentaria del film, cuyo hombre del saco, Angus Scrimm, legendario Hombre Alto, de la estatura de un Freddy Krueger o Jason Vorhees, falleció justo antes de su estreno. A él va dedicada la película.

THE NIGHT OF -LECCIÓN DE REALISMO


Contaba Alfred Hitchcock que, siendo niño, fue enviado por su padre a la comisaría con una carta que pedía, a un policía amigo suyo, que le encerrase en una celda para darle una lección. Traumatizado por la experiencia, no sorprende que el tema del falso culpable fuera recurrente en la filmografía del director. Ese miedo del inocente a ser víctima de un sistema falible y sobre todo, inhumano, está magistralmente expresado en una obra inapelable, The Night OfLa miniserie de HBO conjuga un realismo sin concesiones, la mirada pesimista de un sistema despiadado y el humanismo con el que perdona a los personajes implicados. Es admirable cómo los autores, Steve Zaillian -Oscar al mejor guión por La lista de Schindler (1993)- y Richard Price -The Wire (2004-2008)- estructuran su historia haciendo algo tan simple como seguir el orden lógico y cronológico del proceso judicial, desde la detención del presunto criminal hasta el veredicto final. El orden de la vida misma. O de la muerte. Sobre este devenir, los personajes se van descubriendo poco a poco, y todos son francamente estupendos. El principal es Riz Ahmed -ganador de un Emmy- un musulmán, nada menos, en los tiempos que corren, para el que una escapada del rigor familiar y religioso supone un descenso a los infiernos. La contención de Ahmed -visto en Rogue One (2016)- permite mantener hasta el final la duda sobre si su personaje es culpable o no. Al mismo tiempo, Ahmed expresa de forma aterradora cómo el sistema carcelario puede machacar a un ser humano, sea culpable o inocente. También está el investigador, Bill Camp, un profesional dedicado y casado con su labor, nada empático, pero objetivo y por tanto sin saña. Junto a él está la fiscal a la que da vida Jeannie Berlin, personaje realmente peculiar, presentada como la fría ejecutora de un sistema deshumanizado, aunque esconda alguna sorpresa. Es increíble también lo que consigue hacer Michael Kenneth Williams con su personaje, un convicto exboxeador, que podría haber sido un estereotipo, con poco tiempo en pantalla para su desarrollo, pero lleno de contradicciones, matices e ideas afortunadas. Su último diálogo, corto pero perfecto, revela sus verdaderas intenciones, de una forma simplemente hermosa.


Mención aparte merece un gigantesco John Turturro, que se merecía todos los premios por dar vida a ese abogado, entrañable por fracasado, que busca incansablemente la cura para una dermatitis atópica cuyo origen es claramente una insatisfacción profunda. Estamos ante de uno de los grandes personajes de la ficción reciente, originalmente pensado para el fallecido James Gandolfini, que es al mismo tiempo un sinvergüenza aprovechado -en la línea de Better Call Saul- y un tipo con un corazón enorme. Su alegato final es uno de los grandes momentos interpretativos que he visto y esconde una idea que me parece honda y valiosa, la de la grandeza que pueden ocultar los despreciados, los que nunca han tenido suerte, los que nadie respeta. En esta serie, la verdad, es que todos los personajes están bien, incluso los que tienen apenas un par de frases: la abogada joven, inocente e inexperta; la sufrida familia del acusado, que no sabe si confiar en él; hasta la pareja de policías del turno de noche a los que no permiten volver a casa. En todos ellos encontramos el retrato de auténticos seres humanos, de una profundidad tremenda, libre de maniqueísmos. Tenemos la sensación de que estas personas respiran, se equivocan y se rascan. The Night of es una de las mejores ficciones de todos los tiempos, que nos sumerge en la sórdida realidad desconocida del crimen, la cara oscura de la sociedad civilizada, esa que no queremos ver, esa que se asoma a través de las páginas de sucesos.

NARCOS: EL PLACER CULPABLE


Narcos ha basado su éxito en su pretensión de ser una historial real sobre crímenes, violencia y drogas, glorificándolas y evitando la solemnidad. Así, un personaje aborrecible como Pablo Escobar, puede resultar carismático: sus atrocidades han sido vaciadas de peso dramático y por tanto, moral. Una realidad compleja y terrible es retratada de forma superficial y ligera. Ver Narcos no supone esfuerzo porque no hay subtexto. Una voz en off narra absolutamente todo lo que ocurre, en lugar de mostrarlo. El uso de imágenes de archivo de la época -años 80 y 90- no esconde que, en realidad, estas son más interesantes que la ficción. La serie compensa su debilidad dramática con falsa transgresión: en tono descreído nos hablan de corrupción política, empresarial, policial. Pero sin penetrar realmente en estos males. Narcos es marketing y catchphrases, pronunciadas con esfuerzo por un actor que no sabe hablar español, con un acento raro (el brasileño Wagner Moura). Frases para camisetas -"Yo soy Pablo Escobar", "Plata o plomo", "hijoeputa, malparido" - perfectas para la era del tuit en la que vivimos. Su argumento es torpe y sus personajes unidimensionales: no sé cuántas veces Pablo Escobar abrazó a sus hijos intentando demostrar su "lado humano". Algunas interpretaciones son propias de un culebrón ¡La peluca de la madre de Pablo! Los diálogos, generalmente pobres, abusan del "fuck" y el "puto" como señales de estilo. Y a pesar de todos estos defectos, la serie es francamente entretenida. Narcos es dulce y adictiva como la Coca-Cola, con mucho gas, pero no quita la sed. En la tercera temporada, que comento a continuación, ha tenido que hacer frente a la ausencia de su mayor reclamo.


El reto se salda con un fracaso. Narcos vuelve a caer en los errores de sus dos temporadas anteriores y además, pierde el carisma, la gracia, de Pablo Escobar. El policía Steve Murphy (Boyd Holbrook) -pésimo personaje- desaparece para dejar su protagonismo a su compañero, Javier Peña (Pedro Pascal), más convincente e interesante. Es un buen detalle que descubramos que su padre es Edward James Olmos, el teniente Castillo de Corrupción en Miami (1984-1990). Pero el protagonismo de Peña es una ilusión. El agente de la DEA interviene algo menos de lo esperado en la historia, ya que su ascenso tras los méritos conseguidos le aparta del trabajo de campo y de parte de la acción. Peña, como personaje, sirve ahora a un manido discurso sobre el heroísmo. Así, todo lo que le ocurre está pensado para confirmar una tesis impostadamente pesimista. El agente se enfrenta a la burocracia de su institución, a los oscuros intereses de la CIA, de su Gobierno, y sobre todo a los absolutamente corruptos policías y políticos colombianos. Primera gran queja: la idea de un estadounidense -aunque sea de origen hispano- salvando a un país suramericano de su propia maldad, resulta anacrónica, de película de acción de la era Reagan. En esta trama encontramos los momentos más vergonzosos de Narcos. Por suerte, la historia se plantea en los primeros episodios, se aparca durante el desarrollo, y luego se retoma al final de la temporada. Y la verdad es que entre el planteamiento y el desenlace, las cosas cambian más bien poco: Peña es un héroe desencantado al principio de la historia y lo sigue siendo al final de la misma. El papel de Murphy y Peña, policías motivados por la justicia, que arriesgan la vida en las calles colombianas, es heredado entonces por Chris Feistl (Michael Stahl-David) y Daniel Van Ness (Matt Whelan). Si Murphy y Peña parecían actores porno de los setenta con sus bigotes y sus chupas de cuero, estos nuevos agentes tienen pinta de turistas despistados, con gorras de béisbol y riñoneras. No sabremos más que lo mínimo de sus personajes.


Dado el título de esta serie, se supone que los mencionados criminales del cartel de Cali deberían soportar el peso de la historia. No es exactamente así, porque el planteamiento es, de entrada, anticlimático. Si antes vimos la ascensión y caída de Pablo Escobar, ahora nos cuentan cómo los de Cali pretenden volverse legales a través de un pacto con el Gobierno. Esto quiere decir que el objetivo de los policías no será acabar con las actividades de unos criminales, sino evitar que se vayan de rositas unos traficantes que ya habían decidido entregarse. No es precisamente emocionante. El líder del cartel, Gilberto Rodríguez Orejuela (Damián Alcázar), es presentado en el marketing de la serie como el sucesor de Escobar, pero enseguida le veremos caer preso. De hecho, su detención es el primer giro del argumento. No sabremos demasiado del personaje hasta el inicio del cuarto episodio, cuando una voz en off -cómo no- resuma sus vicios -está casado con tres mujeres- y su forma de ser, con un montaje rápido. Narcos evita el esfuerzo de fabricar un personaje a la altura de Pablo Escobar -que encima no era tanta- y prefiere repartir juego entre varios antagonistas. Hay que hablar sobre todo de Miguel Rodríguez (Francisco Denis), que poco a poco se hará con el mando del cartel y tratará de imponer una forma más expeditiva y violenta de afrontar los "negocios". Pero el personaje, de entrada interesante, acaba siendo desaprovechado. Un ejemplo perfecto de esto es la subtrama que protagoniza María Salazar (Andrea Londo), la mujer de un narco caído en desgracia, que comienza una relación con Miguel. Pero esto no se desarrolla apenas, aporta poco y se cierra en falso. Algo parecido ocurre con otras tramas que se plantean, que se prometen interesantes, pero luego se quedan en nada: los negocios del cartel en Nueva York, dirigidos por Chepe Santacruz -interpretado de forma grotesca por Pepe Rapazote-; la aventura mexicana -y la homosexualidad- de Pacho Herrera -excelente Alberto Ammann-; la odisea de Christina Jurado (Kerry Bisé), mujer del hombre de paja Franklin Jurado -Miguel Ángel Silvestre, que apenas dice un par de frases- que solo sirve para frustrar a Peña (y al espectador). Otro personaje perdido es el contable Guillermo Pallomari, al que da vida Javier Cámara, y que parecía tener un mayor potencial.


El verdadero protagonista del relato, es, entonces, Jorge Salcedo (Matías Varela), encargado de la seguridad del cartel de Cali, que quiere dejar la organización criminal para dedicarse a su familia. Obviamente, los mafiosos no se lo permiten, en una historia poco original pero que acaba siendo la más desarrollada e interesante. Salcedo es el personaje con el que tenemos más posibilidades de identificarnos y está convincentemente interpretado por Varela, aunque le falta carisma, presencia y su acento hablando español es, una vez más, raro. Finalmente, el gran defecto de esta tercera temporada de Narcos es sobre todo que su historia principal acaba resultando reiterativa. Los esfuerzos de los agentes para cazar a los capos, cómo estos se ocultan en sus mansiones y el obstáculo que supone una policía colombiana corrupta, todo esto se repite al menos en tres ocasiones. También se estira la tensión de que Salcedo sea descubierto como el chivato de la DEA: la escena en la que se resuelve este asunto es, además, muy poco satisfactoria. El guión desprecia otras tramas, como la guerra contra el cartel del valle del norte, que podría haberle dado algo de vidilla a la historia. Es verdad que hay buenos momentos, como ese tercer episodio que, apoyándose en la voz en off -muleta narrativa habitual- con datos reales y un lenguaje pedagógico, nos introduce en el modus operandi de los criminales y en los entresijos de la burocracia de la guerra contra la droga estadounidense. Pero no es suficiente. Con la amplia oferta actual de series de calidad, Narcos no puede ser más que un divertimento menor.

KINGSMAN: EL CÍRCULO DE ORO



Algo cambió cuando George Lazenby miró a cámara y dijo "Esto no le pasaba al otro", en 007 al servicio de su majestad (1969). Esa ruptura de la cuarta pared en boca del actor que reemplazaba al mítico Sean Connery, daba pie a un nuevo James Bond autoconsciente de su status como arquetipo de la cultura popular. Más tarde, Roger Moore -el mejor para mí- inyectó ironía y distancia al espía, que se vería envuelto en aventuras cada vez más fantásticas. Tras la crudeza de los dos estupendos films de Timothy Dalton, Pierce Brosnan continuó esa tendencia fantasiosa enfrentándose a hombres de escarcha en palacios de hielo. Hasta que apareció Jason Bourne. Su éxito contaminó de realismo el reboot de Casino Royale (2006), que tomó prestada su cámara epiléptica y eliminó todo lo que olía a ciencia ficción. En este contexto nacía la lúdica Kingsman: Servicio secreto (2014) que con humor postmoderno se proponía recuperar el espíritu pop y pulp de las viejas películas de espías, como dejaba claro el tarantiniano Samuel L. Jackson, villano de la función. Tres años más tarde nos llega la secuela. Pero antes de hablar de ella, deberíamos presentar a sus responsables. El director, Matthew Vaughn, tras producirle a Guy Ritchie sus primeros films -Lock & Stock (1998) y Snatch: Cerdos y diamantes (2000)- acarició el éxito con Kick Ass: Listo para machacar (2010), una actualización de Spiderman, o el Quijote de los superhéroes. Esto supuso su primera colaboración con Mark Millar -enseguida hablamos de él- pero Vaughn entraría enseguida en primera diversión al encargarse de X-Men: Primera generación (2011) un entretenimiento perfecto que colocaba a los mutantes de Marvel en una película de espías. Con un esquema similar, Kingsman: Servicio secreto (2014) tomaba prestada la estructura de StarWars (George Lucas, 1977) -¡Hasta salía Mark Hamill!- en una celebración del James Bond que fue Roger Moore. Eso sí, el protagonista, Eggsy, no tenía los modales refinados de Bond, sino la actitud macarra de un personaje de Guy Ritchie. Esta película supuso para Vaughn la segunda adaptación de un cómic del mencionado Mark Millar, guionista renovador, experto en actualizar conceptos clásicos. Su versión realista de los Vengadores, The Ultimates, ha servido de hoja de ruta para el universo cinematográfico de Marvel -también es autor de la miniserie Civil War que dio pie a Capitán América: Civil War (2016)- y su Old Man Logan ha sido la inspiración de ese western crepuscular que es Logan (2017), la mejor película de los X-Men. Millar, por cierto, acaba de firmar un acuerdo con Netflix por los derechos de su sello editorial, Millarworld.


Kingsman: el círculo de oro son dos horas y veinte minutos de pura diversión. Matthew Vaughn y su guionista habitual, Jane Goldman, fabrican una secuela que prolonga el espíritu de la anterior y recupera sus mejores elementos. Frenéticas persecuciones de coches aderezadas con temas pop -el Let´s Go Crazy de Prince-; peleas a cámara lenta en plano secuencia; gadgets imposibles -un lazo láser-; alguna gamberrada -el lugar en el que el protagonista debe esconder un transmisor para seguir a una sospechosa- y el cameo de un famoso, nada menos que un impagable Sir Elton John. Todos estos elementos funcionan a la perfección en un guión muy currado para divertir, repleto de ideas y sorpresas. Hay que decir que el humor se ha potenciado mucho, quizás para compensar la pérdida de frescura que sufre cualquier secuela. En el mismo sentido, hay menos escenas de acción, y estas son bastante continuistas con respecto al film original, del que se recuperan la secuencias más recordadas. Y si una película de James Bond depende en gran medida de su antagonista, aquí destaca una Julianne Moore tan guapa como graciosa, convertida en una supervillana imposible, cuyo objetivo es la legalización mundial de las drogas. En serio. Para ayudarla, vuelve un viejo conocido, Charlie (Edward Holcroft), en el que recae un rol similar al del recordado Tiburón (Richard Kiel) de las películas de James Bond de Roger Moore: el esbirro físicamente poderoso armado con una prótesis de ciencia ficción. Para enfrentarse a los malos vuelve Eggsy (Taron Egerton) y Merlin -el estupendo Mark Strong- pero también aparecen una serie de personajes nuevos, una agencia de espionaje estadounidense que cumple todos los clichés del americano entendido como un cowboy. Estos están interpretados por un reparto de lujo, formado por Jeff Bridges, Channing Tatum, Halle Berry y un Pedro Pascal salido de Narcos que aquí se enfrenta, de nuevo, al narcotráficoLa única queja posible es la pérdida del componente emocional que aportaba la progresión del protagonista en la primera entrega: Eggsy era un delincuente juvenil, sin futuro, que consigue colarse entre los ricos como elegante agente secreto, capaz de salvar el mundo y a su madre. La lucha de clases sigue estando presente aquí -es de agradecer- pero el único personaje que evoluciona ahora es el recuperado Harry Hart, que vuelve a interpretar un convincente Colin Firth. Por cierto, os recomiendo ver esta película en versión original: es increíble lo que puede hacer este señor con su voz.

DETROIT: LA NOCHE MÁS OSCURA



Detroit es una catarsis en toda regla: la contemplación de una situación trágica para exorcizar los fantasmas de una nación. Tras En tierra hostil (2008) y La noche más oscura (2012), Kathryn Bigelow deja de buscar los pecados de Estados Unidos en Oriente Medio, y desentierra vergüenzas en su propio país. Los tiempos, y el ocupante de la Casa Blanca, han cambiado. Basada en hechos tristemente reales, la película recrea cómo un grupo de policías se extralimita en el uso de la fuerza durante unos disturbios en 1967. Con afán completista, el guión nos introduce primero en el contexto histórico, narrando el inicio de la revuelta, pasando de un personaje a otro, dejando que la realidad -las imágenes de archivo- contaminen la ficción y se mezclen con ella- para luego detenerse, casi en tiempo real, en lo ocurrido durante una noche terrible. Aquí, Bigelow utiliza las herramientas del mejor cine de género para provocar en el espectador una tensión tremenda, una crispación casi insoportable y sobre todo, indignación. Es en el relato minucioso de estos hechos cuando la directora apuesta fuerte, cuando consigue dejar huella. Un clímax sin pausa que deja exhausto. Bigelow, sin caer en lo truculento, nos pone frente a frente con el terror, personificado en el inquietante -por verosímil- agente de policía Krauss (Will Poulter). El relato de cómo este y sus compañeros, torturan y aterrorizan a un grupo de afroamericanos será difícil de olvidar. Luego, la directora nos llevará con mano maestra a un epílogo que nos hace reflexionar, pero también consigue emocionar con un momento catártico equiparable al llanto de Maya (Jessica Chastain) al final de La noche más oscura. Bigelow contrapone de nuevo el hecho histórico y traumático al drama individual.



Detroit habla probablemente de nuestro mayor miedo en la actualidad: que se hagan con el poder todos esos hombres blancos que se alimentan de odio, que temen ser superados por las mujeres, que se sienten inferiores ante otras razas y que llevan décadas, en la marginalidad, esperando vengarse. Miedo a que los radicales, los fanáticos, los que creen que todo está permitido -morir o matar- por defender una idea, se hagan, finalmente con el poder. Ahí están las recientes Green Room (2015), The Handmaid's Tale (2017), o Déjame salir (2017). Detroit no es un thriller, narra un hecho real, pero la tensión que consigue la directora reproduce las emociones de un film de asedio o incluso del subgénero del torture porn. La misma angustia que una pesadilla distópica futurista sobre un estado fascista, solo que lo que vemos ha ocurrido en el pasado. La inquietud que transmiten las noches sin ley en Detroit parece más propia de un film de terror como La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968). Un tono apocalíptico que hace pensar en el fin de los tiempos que ya narró Bigelow en Días extraños (1995).

TWIN PEAKS -EL SUEÑO DE DAVID LYNCH


Viviendo en una época en la que hay más series de calidad de las que se pueden abarcar, resulta fácil entender el impacto de Twin Peaks en la prehistoria de la ficción televisiva de 1990. La serie de David Lynch -coautor junto al poco mencionado Mark Frost- fue pionera, generó fandom y con el tiempo, nostalgia. El misterioso asesinato de Laura Palmer (Sheryl Lee) daba pie a una investigación criminal que no era más que una excusa para un tema típico de Lynch, el de lo que esconden las apariencias. Como el césped de Terciopelo Azul (1986) que oculta insectos y podredumbre, detrás de la fachada del apacible y perfecto pueblo se descubren pecados que salen a la luz arrastrados por la muerte de Laura. Cada personaje tenía un secreto oculto -o varios- en una parodia cariñosa de la soap opera que poco tiene que envidiar a Invitation to love, aquella ficción dentro de la ficción que hacía evidente las intenciones de sus autores. La muerte de Laura era la pérdida de la inocencia, por eso la estética de los años 50 -la que obsesiona a Lynch- de Estados Unidos. Esto 11 años antes del 11-S. Y todo se lo tragaba el espectador gracias a un argumento repleto de giros, misterios y cliffhangers que convirtieron a Twin Peaks en una de las ficciones más adictivas que existen. La segunda temporada, sin embargo, potenció elementos freaks, de terror y fantásticos que le hicieron perder el favor del público, que se sintieron engañados y decepcionados como lo hicieron, 20 años después, los espectadores de Perdidos (2004-2010), serie que debe mucho a Twin Peaks: no solo por lo ya mencionado, sino también por que ambas han sido desmenuzadas por sus fans -demasiado ociosos- que han buscado interpretaciones de todo tipo en sus múltiples pistas falsas y conexiones subterráneas. Es parte del juego.


¿Qué hemos visto en este nuevo Twin Peaks? Pues para mí una de las mejores series del año por ofrecer algo único. Hay que dar gracias por este regreso. Cada semana nos han ofrecido casi una hora de ficción televisiva absolutamente diferente al resto. Si en 1990 la serie parecía estar adelantada a su época, en 2017, después de Expediente X, Los Soprano, Perdidos y True Detective, sigue -al menos- un paso por delante. O quizás ese paso que separa a Twin Peaks del resto es, más bien, lateral. La única forma de verla es abandonando los prejuicios y las expectativas. Lynch prescinde de lo racional, como siempre, y eso deja fuera al espectador sin imaginación. Al resto nos permite disfrutar de situaciones originales, extrañas y evocadoras. El enigma ahora no es el crimen en el que perdió la vida Laura Palmer (Sheryl Lee), resuelto malamente en el octavo capítulo de la segunda temporada en 1990. Ahora el motor de la acción es el paradero del propio agente especial Dale Cooper (Kyle MacLachlan), desaparecido desde hace 25 años y desdoblado en dos personajes diferentes: uno maligno, poseído por el espíritu asesino de Bob; y otro, un agente de seguros de clase media, bastante mediocre, Dougie Jones. Estos dos personajes aportan al relato dos tonos absolutamente diferentes: el primero es terrorífico y el segundo es soprendentemente cómico. Podemos decir que Twin Peaks no había dado nunca tanto miedo, ni había sido antes tan humorística (y eso que Lynch criticó aquellos episodios casi paródicos de la segunda temporada). Conviene decir que este argumento general estaba ya en la mente de Lynch. El guión de una escena no rodada de la precuela, Twin Peaks: Fuego camina conmigo (1992) describe un epílogo, no rodado, que conectaba con el final de la serie y era prácticamente una sinopsis de esta tercera temporada.



En estos nuevos 18 episodios encontramos momentos cómicos, algo desconcertantes, como ver a Dougie/Cooper en un casino de Las Vegas ganando en todas las tragaperras al grito de "Hello". Luego este protagoniza situaciones de sitcom con su mujer, Janey-E Jones (Naomi Watts) y su hijo, ese niño de los años cincuenta que solo quiere jugar a la pelota con su padre que es Sonny Jim Jones (Pierce Gagnon). La interacción de Dougie con el mundo tiene el tono de una película de Jacques Tati y recuerda a Bienvenido Mr. Chance (1979). Siempre como en trance, Dougie no habla, solo repite la última frase que le dicen y aún así, se desenvuelve bastante bien. Gracias a Dougie descubrimos la deliciosa dinámica entre los hermanos Mitchum, Bradley (Jim Belushi) y Rodney (Robert Knepper) -herederos de Benjamin y Richard Horne- dos gángsters que hacen pasar a Dougie por un momento tipo Seven (1995) cuando le obligan a abrir una caja en mitad del desierto de cuyo contenido depende su vida. El comportamiento del otro Cooper, el maligno, es igualmente excéntrico, aunque también violento: aún así protagoniza un extrañísimo pulso con un grupo de criminales durante el que repite también una frase robóticamente: "Starting position". Hay más momentos descacharrantes, como el cameo de Michael Cera como el hijo de Andy y Lucy, ataviado como Marlon Brando en Salvaje (1953). Mencionemos también la pareja de asesinos a sueldo que forman nada menos que Tim Roth y Jennifer Jason Leigh: al menos yo pensaba en Tarantino al escuchar sus conversaciones. Pero cuidado, porque a pesar de lo absurdo de las situaciones que nos presentan, no es un simple disparate lo que vemos. Cuando el verdadero Cooper recupera la consciencia dentro del cuerpo de Dougie Jones, debe darle explicaciones a la mujer e hijos de este. Lo que ocurre tiene consecuencias y un impacto emocional. Lynch cierra sus tramas, respeta a sus personajes y sobre todo al espectador.



El otro tono predominante en el regreso de Twin Peaks es el terror. La historia que protagoniza el llamado Evil Coop tiene la atmósfera inquietante del mejor David Lynch, con grandes momentos, relacionados casi todos con la famosa habitación roja -The Black Lodge- y la misteriosa dimensión que esconde. Nada más empezar nos presentan lo que parece un extraño experimento en un edificio de Nueva York, en el que una especie de cámara gigante traslúcida capta las ondas de dicha dimensión, y convoca monstruos -como el que mata a la pareja joven- y al propio agente Cooper. Se recupera también el relato criminal y policial, como el asesinato salvaje cuyo principal sospechoso (Matthew Lillard), afirma no recordar, aunque sus huellas le sitúen en la escena del crimen. Esto, por cierto, se presenta en los primeros capítulos, aunque luego no sabremos nada del asunto hasta varios episodios después, cuando se nos cuenta directamente su resolución, en un buen ejemplo de la estrategia narrativa no-lineal de esta temporada. Tras desvelarse la relación del asesinato con la misteriosa dimensión, el falso culpable acaba cruentamente decapitado en plan Bad Taste (Peter Jackson, 1987). Hay mucho gore en la serie y momentos de serie Z surrealista, como el enano, asesino a sueldo, armado con un punzón, Ike The Spike (Christophe Zajac-Denek). Pero lo mejor en cuanto a terror y atmósferas de pesadilla son los espeluznantes espectros que parecen salidos del cine mudo, extraños mineros negros como el carbón que se materializan para aterrorizar un pueblo -en blanco y negro- y que cometen sangrientos asesinatos. 
Por no hablar de los angustiosos gemidos de la mujer asiática sin ojos cuyo papel, por cierto, solo podemos intuir. Tampoco puedo olvidar a la inquietante Sarah Palmer (Grace Zabriskie), protagonista de momentos extrañísimos -cuando mira un antiguo combate de boxeo en bucle- y que acaba convirtiéndose en monstruo, despojándose de su rostro y cortando el cuello de un hombre. Para esto Lynch utiliza efectos especiales que, lejos de ser realistas, parecen sacados de una pintura surrealista, voluntariamente planos y de movimientos mecánicos, que aportan una textura verdaderamente única.




El otro elemento básico de Twin Peaks -y de la filmografía de Lynch- es el misterio. El autor tiene la libertad de "salirse del guión" para crear momentos inexplicables que escapan a la lógica. No sabemos qué son las extrañas luces que señalan a Dougie Jones cómo ganar en el casino o irregularidades en pólizas de seguros -de las que es responsable Anthony Sinclair (Tom Sizemore)-. También permanecerá relativamente inexplicado todo lo referente a las dimensiones que Cooper cruza en su extraño viaje hasta volver a nuestra realidad. Adivinamos que los numerosos vórtices que aparecen en el cielo durante el relato son puentes entre dimensiones, como lo es el anillo verde que va pasando de un personaje a otro. Reaparece también un mapa de la segunda temporada -descubierto por Hawk (Michael Horse)- que señala los lugares de acceso a la extraña dimensión. Esta parece tener alguna relación con la ufología -se menciona el famoso Proyecto Libro Azul y se utiliza al mayor Briggs como personaje referencial, debido a la muerte del actor que le interpretaba, Donald Sinclair-. Se mencionan también los casos Rosa Azul, creo que introducidos en Fuego camina conmigo (1992) lo que lleva a expandir la mitología de la serie, con extraños seres planta y sobre todo los dobles malignos, según el concepto místico del Tulpa -Lynch practica y promueve activamente la meditación trascendental-. A esta mitología se añade la figura maligna del Jowdy, pronunciado como Judy, en el juego de conexiones irracionales que suele establecer el autor de Carretera perdida (1997).


Lo que nos lleva a lo irracional. El regreso de Twin Peaks está repleto de momentos narrativamente inconexos, como las actuaciones musicales de cada episodio de grupos y artistas como Chromatics, The Cactus Blossoms, Au Revoir Simone, Trouble, Sharon Van Etten, Rebekah del Rio, Lissie, The Veils, Eddie Vedder, Julee Cruise y Nine Inch Nails. Hay muchos momentos cuyo sentido y relación con la historia debemos interpretar nosotros: el alma del niño atropellado que flota hacia el cielo; un tío barriendo el suelo del bar durante un par de minutos; el niño que dispara por accidente una pistola que lleva el imbécil de su padre y que adopta su misma postura corporal; cuando Carl Rodd -Harry Dean Stanton repitiendo su papel de Fuego camina conmigo (1992)- ayuda a un hombre sin dinero que donaba su sangre para subsistir; la hermosa canción al piano de Angelo Badalamenti, Heartbreakinglos cómicos silencios entre Gordon Cole (David Lynch) y Albert Rosenfield (el tristemente fallecido Miguel Ferrer) que parecen sacados del teatro del absurdo, de Esperando a Godot; el regreso de Audrey (Sherilyn Fenn) y su peculiar marido Charlie (Clark Middleton); la escena de Gordon Cole y la extraña mujer francesa (Berenice Marlohe) que tarda unos 7 minutos -no los he contado- en salir de una habitación y despedirse; la hermosa explosión atómica en el desierto que nos introduce en un viaje lisérgico digno del final de 2001: Una odisea del espacio (1968). Lynch recrea en cada episodio imágenes que parecen inspiradas en su propia obra pictórica (vean la completísima cuenta d@ramontorrente ). Y podríamos seguir con momentos como el disparatado programa de radio del doctor Jacoby (Russ Tamblyn) y su fan, Nadine (Wendy Robie); la eterna carrera de Jerry Horne (David Patrick Kelly); la extensa conversación de negocios sobre la mítica cafetería Double R de Norma (Peggy Lipton), convertida en franquicia; el sueño de Gordon Cole con Monica Belucci que conecta -de nuevo- con la película precuela de la serie, y nos deja ver nada menos que a David Bowie -luego convertido en un ente parecido a una ¡cafetera!-; o la forma en la que Dogie sale del trance: en El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) hay un personaje llamado también Gordon Cole (justo después, Dougie introduce un tener en el enchufe). No olvidemos los extensos relatos orales, sin imágenes, que se producen de vez en cuando entre los personajes, como el extraño caso de Freddie Sykes (Jake Wardle) y su guante verde super-fuerte; el de Albert sobre un caso de la Rosa Azul, o el ataque salvaje que narra Megan (Shane Lynch). ¿Y qué se puede decir de esa escena en la que alguien pregunta que si alguien ha visto a Bing? ¿Bing?



Tampoco podemos menospreciar el factor nostálgico del regreso de Twin Peaks. Un reclamo para el espectador que vio la serie original, pero también la expresión del cariño que siente Lynch por este universo y estos personajes. Este regreso habría valido la pena aunque fuera solo por la vuelta de la mayoría de los actores de la serie original, envejecidos, encanecidos, algunos incluso tristemente fallecidos: hay un tono crepuscular ineludible. Pero además, los guiños a la serie de los 90 son innumerables: empezando por la primera aparición de la referencial Diane, nada menos que Laura Dern -Corazón salvaje (1990)-; el cameo de la agente Denise (David Duchovny); el que la hija de Shelly (Mädchen Amick) y Bobby (Dana Ashbrook) -Amanda Seyfried- esté enamorada de un delincuente juvenil (Caleb Landry Jones), repitiendo la dinámica de pareja de sus padres. De hecho, la propia Shelly está enamorada de un criminal muy similar a Leo Johnson (Eric Da Re). La historia se repite. Y lo mejor, el insólito protagonismo del propio David Lynch como el director del FBI, el sordo Gordon Cole, que de secundario hilarante y chiste (casi) privado, pasa a convertirse en un héroe tan imposible como entrañable. Ha habido también momentos tan hermosos como la escena romántica que marca el reencuentro final entre Ed (Everett McGill) y Norma (Peggy Lipton); la canción de la serie original que vuelve a interpretar James Hurley, Just you, con letra de Lynch y música de Angelo Badalamenti; la emocionante escena de la despedida de la querida Lady Leño (Catherine Coulson), fallecida de cáncer en 2015; el baile de Audrey al ritmo de su tema característico (y la posibilidad de que Cooper sea el padre de su hijo). Y sobre todo, la esperada reaparición del agente Cooper, su frase "Yo soy el FBI", que MacLachlan interpreta como si el tiempo no hubiese pasado. La mayor pega que puedo ponerle a este regreso a Twin Peaks es precisamente no haber disfrutado más tiempo del agente especial.




Todo esto nos lleva al gran final de la serie, dos capítulos absolutamente arrebatadores, llenos de extrañeza y poesía, en los que Lynch es todavía más atrevido y experimental: la larga escena de sexo entre Cooper y Diane (o su doble), entre suspiros y la canción My Prayer de The Platters; la sobreimpresión del rostro de Cooper sobre la escena del clímax -por llamarla de alguna manera- y la frase "vivimos dentro de un sueño". Y la duda ¿Quién es el soñador? ¿Cooper? Esto da paso al giro más atrevido de la historia de la televisión, volvemos a Fuego camina conmigo (1992) y al primer episodio de la serie, aquel piloto de 1990 que cambió la historia de la ficción catódica. Lynch hace algo tan esperanzador como triste: evita la muerte de Laura Palmer, evita los acontecimientos que veremos en Twin Peaks. Pero eso significa también, perderla para siempre. Lo mejor de toda la temporada, de este regreso, es probablemente su cierre. Una larga secuencia nocturna en la que el agente Cooper viaja con la supuesta Laura Palmer -un puntazo recuperar aquí a Sheryl Lee- al pueblo que tan bien conocemos. Un grito vuelve a colocar la serie en el misterio, donde pertenece.

BIG LITTLE LIES: POBRES NIÑAS RICAS


Como en una tragedia griega, sabemos de antemano el final de Big Little Lies. El destino -alguien ha muerto de forma violenta- es anunciando por los vecinos de Monterrey en varios flashforwards. Estos vecinos, por cierto, funcionan como el coro del teatro griego y representan el entorno social de las protagonistas. Un entorno hostil, ya que los vecinos se comportan como una terrible opinión pública de cotilleos, sospechas, envidias y opiniones sin base apoyadas en rumores. Estos vecinos son Twitter. Si la fatalidad es inevitable, lo que no conocemos son los pecados de las heroínas del relato. Todas ellas, y sus parejas, pertenecen a un determinado grupo social: son de clase media/alta, blancos, progresistas y de mediana edad. Todos se enfrentan a inseguridades e insatisfacciones sobre el éxito profesional, la identidad personal, la vida matrimonial y sobre todo, su desempeño como padres de varios niños de existencia privilegiada. ¿Qué puede amenazar este estado de bienestar? La serie responde que bajo la fachada de corderos, se esconden lobos. Big Little Lies es, al mismo tiempo, un estudio de sus personajes y un divertido (doble) juego argumental para descubrir a los depredadores ocultos en el rebaño. Un whodunit con tres incógnitas. Primero, la más interesante para mí -soy padre- es la identidad del niño que agrede a la pequeña Amabella Klein (Ivy George) en varias ocasiones. Hay un sospechoso, un aparente falso culpable, el hijo de la recién llegada Jane Chapman (Shailene Woodley), Ziggy (Iain Armitage). La situación del pequeño es especialmente traumática por lo que una acusación así puede provocar en la vida social de un niño. Como que la supuesta víctima, Amabella, no le invite a su cumpleaños, convertido en un importante evento social y en campo de batalla para las respectivas madres. Uno de los grandes aciertos de la serie es convertir la clase escolar de unos niños pequeños en una microsociedad que se refleja en el mundo de los adultos. Estos utilizan a sus hijos como peones en sus pequeñas rencillas, pero también proyectan en ellos sus insatisfacciones y dudas. Para algunos, la felicidad de los hijos es como un trofeo: la adolescente Abigail (Kathryn Newton) es un peón en el conflicto entre Madeline (Reese Witherspoon) y su exmarido Nathan (James Tupper), casado con la joven y atractiva Bonnie (Zoë Kravitz). El pequeño Ziggy es el recuerdo constante del trauma de Jane, y la identidad de su padre es el tercer misterio a resolver. Los gemelos Josh y Max Wright (Cameron y Nicholas Crovetti) viven bajo la amenaza de descubrir las peleas -demasiado físicas- entre Perry (Alexander Skarsgard) y Celeste (Nicole Kidman). La serie relaciona claramente las agresiones de Perry hacia Celeste con las que sufre la pequeña Amabella, lo que habla de la violencia inherente al ser humano, de cómo nuestros hijos repetirán nuestros errores. Esa agresividad oculta en cada personaje sirve de hilo conductor al segundo juego argumental: descubrir la identidad de un posible asesino -¿Cuál de estos personajes es capaz de matar?- pero además, en un giro bastante original, debemos descubrir también quién es la víctima, por lo que el juego se convierte en relacional. ¿Qué dos personajes se odian lo suficiente para que uno mate al otro?



Estos juegos argumentales -el niño agresor y el adulto asesino y su víctima- funcionan como marco para presentar a unos personajes retratados en profundidad. El mejor, para mí, es la repelente Madeline, siendo Witherspoon una elección de casting perfecta -algo así como una prolongación de su papel en Election (1999)-. A Madeline la llegamos a conocer como si fuera una persona real. Su historia es la más cotidiana, la más probable y ella es la que conecta a todos los personajes. Más extremas son las historias de Jane, vengativa víctima de una violación (el tercer enigma) o Celeste, inmersa en una relación tóxica con un marido maltratador. Los dos actores de esta última trama -Kidman y Skarsgard- están soberbios en su pequeño universo secreto de intimidación, moratones maquillados y sexo rabioso. Eso sin olvidar a Renata Klein -la siempre genial Laura Dern- que por derecho propio está a la altura de las protagonistas. Renata es una mujer rica, obsesionada con el éxito, cuyas reacciones y emociones siempre parecen falsificadas, que esconde un gran sentimiento de culpa como madre por haber elegido su carrera profesional. La verdad es que nos gustaría saber más de estos personajes, pero estamos ante una miniserie. La resolución del enigma es coherente pero obvia, ya que los culpables son los esperados, los principales sospechosos. Tanto el niño abusón como el adulto capaz de un asesinato, no podían ser otros. Pero la sorpresa está en la identidad de la víctima y del padre del hijo de Jane. El desenlace tiene una gran virtud y es la emocionante idea del nacimiento de una solidaridad humana, femenina, que supera las rencillas, envidias, rivalidades y bajezas que hemos presenciado durante 7 capítulos.

FEUD: AMERICAN HOLLYWOOD STORY


La única pega que se le puede poner a una obra como Feud es la sensación de que su principal autor, Ryan Murphy, pueda estar buscando el reconocimiento con una historia seria, apartándose de un género poco respetado, el terror, que le había reportado ya el éxito con American Horror Story. ¿Podemos leer entre líneas que Feud es una reivindicación de Murphy sobre cómo Hollywood obliga a sus artistas a repetir fórmulas de éxito antes que arriesgarse a crear? Resulta llamativo que los personajes de esta miniserie de 8 capítulos se refieran a ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) precisamente como una película de terror, de serie B -que seguía la estela de la obra maestra de Alfred Hitchcock, Psicosis (1960)- siendo la gestación de este film la base de la historia creada por Murphy junto a Jaffe Cohen y Michael Zann. En Feud -feudo en su acepción de enemistad- dos mitos de Hollywood, Bette Davis y Joan Crawford, se enfrentan durante el rodaje de la mencionada película. Ambas son interpretadas por grandes actrices, Jessica Lange (tras resucitar su carrera precisamente gracias a AHS) y una Susan Sarandon de asombroso parecido con la Davis. Catherine Zeta-Jones como Olivia de Havilland y Kathy Bates como Joan Blondell aparecen de vez en cuando como narradoras, entrevistadas en un (falso) documental sobre las mencionadas actrices, ficción dentro de la ficción, en una fórmula ya ensayada en American Horror Story: Roanoke. Y es que Feud es sin duda una extensión de las estrategias y de los temas recurrentes de la antología de terror creada por Murphy y Brad Falchuk.


Como en cada entrega de American Horror StoryFeud trasciende su propuesta inicial casi enseguida: a mitad de temporada, el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? se ha terminado. La pelea de gatas de dos actrices veteranas no es más que el morboso gancho para hablar de otras cosas. El primero de esos temas es el show business y sus cotilleos, las miserias de la fama, un tema marginal -pero siempre presente- en AHS y que aquí pasa a primer plano, con dos viejas glorias como Bette Davis y Joan Crawford luchando por sobrevivir en un Hollywood que solo quiere jóvenes guapas -ahí está el guiño a Marilyn Monroe (Alisha Soper)-. Es interesante que la historia las presente al mismo tiempo como víctimas, como talentosas mujeres despreciadas por un sistema machista, pero también como divas egoístas, inseguras, infantiles, con múltiples adicciones y capaces de todo. Obviamente, hay en esta serie una carga feminista. Las dos intérpretes representan en la pantalla a mujeres fuertes y en la vida real son madres solteras que se rebelan contra los grandes estudios, aunque sus esfuerzos sean dinamitados por sus propios fallos personales -la ambición de Davis, las inseguridades de Crawford- sus muy humanas adicciones -fuman y beben más que los protagonistas de Mad Men- pero también hay otras fuerzas que las utilizan. Los grandes estudios -Stanley Tucci como Jack Warner- se aprovechan del enfrentamiento entre ambas para sacar tajada; el frustrado director Robert Aldrich (Alfred Molina) intenta extraer arte de sus rencillas -aunque se acuesta con una de ellas en cuanto puede-; la gran cotilla de Hollywood, Hedda Hopper (Judy Davis), se recrea en la guerra entre las dos mujeres por el morbo, defendiendo una falsa moral y representando una clara falta de solidaridad femenina. Hay otro estupendo apunte feminista: la ambición de la ayudante de Aldrich, Pauline Jameson (Alison Wright), de dirigir su propio proyecto en un Hollywood machista que no dejaba a sus mujeres "coger el megáfono", sin olvidar las impagables conclusiones de "Mamacita" (Jackie Hoffman) sobre cómo cambian los tiempos en cuanto a la igualdad de géneros.



Estos motivos principales se complementan con temas menores -también vistos en AHS- como la homosexualidad perseguida -recordemos AHS: Asylum- personificada en el delicioso personaje de Victor Buono (Dominic Burguess) (¿Le recordáis como el afectado Rey Tut de la serie de Batman de los años 60?). También están presentes los conflictos de la maternidad -claves para entender AHS: Hotel-: descubrimos la infancia de Crawford y su intento de subsanar los errores cometidos con su primera hija, con sus gemelas adoptadas; o la indiferencia de Bette Davis hacia su hija discapacitada o cómo afecta su fama la vida de B.D., interpretada por Kiernan Shipka, la que fuera hija de Betty Draper en Mad MenOtra subtrama importante es la protagonizada por Robert Aldrich, que incluso roba el protagonismo de las dos grandes en algún momento, en su lucha por dejar de ser un artesano de Hollywood -que tiene que sufrir humillaciones de un Frank Sinatra (Toby Huss) con aires de mafioso- y convertirse en un artista por derecho propio -las comparaciones constantes con John Ford son odiosas-. Hay mucho de la trastienda de Hollywood en Feud: la interesantísima entrega de los Oscar de 1963, en la que se muestran todas las sombras de unos premios que tienen mucho de amiguismo y de manipulación. And the winner Is... es el mejor episodio de la serie, el más emocionante, -con la aparición de la habitual de AHS, Sarah Paulson, como una nominada Geraldine Page-. Recomiendo no revisar quién ganó la estatuilla en la vida real para disfrutar de cómo aumenta la tensión hasta que se anuncia la ganadora. Dirigido por el propio Murphy, este capítulo incluye un lujoso plano secuencia por las bambalinas de la gala, que es una modesta maravilla. Ya hacia el final, Hagsploitation -un título que le vendría al dedillo a AHS- reincide en esta visión desencantada del entretenimiento -genial la idea de que John Waters interprete a William Castle- una tendencia que se mantiene en el desenlace, cuando el rodaje de Trog (Freddie Francis, 1970) -película esperpento sobre un troglodita, que reutiliza la máscara de uno de los simios de 2001: Una odisea del espacio (1968)- representa el descenso de Joan Crawford a los "infiernos" de la serie Z, en un pasaje que me ha hecho pensar en el Bela Lugosi de la magistral Ed Wood (Tim Burton, 1994). Es en su tramo final cuando la propuesta de Feud se vuelve más dramática, más seria e incluso algo pretenciosa, cerrando su historia con un final poco inspirado, un defecto heredado, también de AHS. La siguiente temporada se centrará, sorprendentemente, en el divorcio de Lady Di y Carlos de Inglaterra.