REY ARTURO: LA LEYENDA DE EXCÁLIBUR -CAMELOT, BAJOS FONDOS


Suele ser una queja habitual en el cinéfilo amargado la sobrepoblación de superhéroes en el panorama cinematográfico actual, pero tras ver una película como Rey Arturo: La leyenda de Excálibur debo decir que lo que parece agotado es el blockbuster de toda la vida. El problema, para mí, es un enfoque basado en encadenar set pieces espectaculares sin demasiados eslabones argumentales -la noción de causa y efecto no existe- y sobre todo el vaciado de los personajes. Estas películas, en su afán de conseguir una acción sin pausa, sacrifican el detalle humano que permite una identificación entre el espectador y los héroes que ve en la pantalla. Así, mientras los superhéroes de Marvel Studios triunfan centrándose en sus personajes antes que en la trama -véase la reciente Spider-Man: Homecoming (2017)- e inyectando en sus productos grandes dosis de humor -Guardianes de la galaxia Vol. 2 (2017)- el resto del cine comercial sigue estrenando superproducciones mastodónticas, pesadas y sin alma. Incluso DC acaba de acertar, de lleno, con su divertida e idealista Wonder Woman (2017) tras fracasar con sus impostadamente oscuras Batman v. Superman (2016) y Escuadrón suicida (2016). ¿Cuál es el problema de Rey Arturo? La falta de atractivo de sus personajes, empezando por un Arturo, interpretado por Charlie Hunnan -alejadísimo de su papel en la aventura de Z, la ciudad perdida (2016)-. El personaje no convence a pesar de que este mítico héroe tiene la personalidad macarra de un personaje barriobajero de Snatch: Cerdos y diamantes (2000) y a pesar de que su origen y motivaciones -idénticas, por cierto, a las de cualquier superhéroe con mallas- son desarrolladas ampliamente. Vemos incluso su proceso de maduración, desde la niñez hasta la edad adulta, resumido en la mejor secuencia de la película, en la que su director, Guy Ritchie, hace gala de su estilo habitual: esa narración frenética montada a hachazos para acelerar el ritmo y contarnos en un par de minutos unos 15 años de la vida del legendario héroe. Y si Arturo no es lo suficientemente atractivo, sus acompañantes son apenas bosquejos antes que retratos: Astrid Bergès-Frisbey es una maga de la que sabemos más bien poco, solo que sustituye al tradicional Merlín; Djimon Hounsou aporta el exotismo de su físico, lo que viene a ser habitual en su carrera; Aidan Gillen apenas puede sacar nada de su papel que huele a Juego de Tronos; y lo mismo podríamos decir de Neil Maskell, Tom Wu y Annabelle Wallis, caras reconocibles dando vida a personajes intercambiables. Mencionemos el divertido cameo de David Beckham, y salvemos de la quema a un Jude Law en el papel de malvado, que intenta compensar con crueldad el vacío de su personaje. Luego está el siempre contundente Eric Bana, en un importante pero reducido papel. No sé cómo, pero Bana siempre está genial. Esta versión de la leyenda artúrica no se interesa por el esplendor de Camelot y no nos enseña caballeros en brillantes armaduras: aquí el héroe es un rebelde, que lucha de forma clandestina, más parecido a Robin Hood. Y es una pena porque la película contiene ideas muy apreciables: los elementos fantásticos de la leyenda, reinterpretados de forma imaginativa e inquietante; la revelación de la naturaleza de la piedra que alberga la espada mágica; y los típicos elementos visuales que Guy Ritchie imprime en todas sus películas. El británico lleva varios proyectos empeñado en instaurar su propia franquicia: las dos entregas sobre Sherlock Holmes -prepara una tercera- los espías de Operación U.N.C.L.E (2015) y ahora este Rey Arturo. Pero parece haber perdido el carisma -y el sentido del humor desenfadado- de sus primeras obras de corte criminal y pseudo Tarantinianas. No creo que nadie espere su versión -en imagen real - del Aladdin de Disney.

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