NARCOS: EL PLACER CULPABLE


Narcos ha basado su éxito en su pretensión de ser una historial real sobre crímenes, violencia y drogas, glorificándolas y evitando la solemnidad. Así, un personaje aborrecible como Pablo Escobar, puede resultar carismático: sus atrocidades han sido vaciadas de peso dramático y por tanto, moral. Una realidad compleja y terrible es retratada de forma superficial y ligera. Ver Narcos no supone esfuerzo porque no hay subtexto. Una voz en off narra absolutamente todo lo que ocurre, en lugar de mostrarlo. El uso de imágenes de archivo de la época -años 80 y 90- no esconde que, en realidad, estas son más interesantes que la ficción. La serie compensa su debilidad dramática con falsa transgresión: en tono descreído nos hablan de corrupción política, empresarial, policial. Pero sin penetrar realmente en estos males. Narcos es marketing y catchphrases, pronunciadas con esfuerzo por un actor que no sabe hablar español, con un acento raro (el brasileño Wagner Moura). Frases para camisetas -"Yo soy Pablo Escobar", "Plata o plomo", "hijoeputa, malparido" - perfectas para la era del tuit en la que vivimos. Su argumento es torpe y sus personajes unidimensionales: no sé cuántas veces Pablo Escobar abrazó a sus hijos intentando demostrar su "lado humano". Algunas interpretaciones son propias de un culebrón ¡La peluca de la madre de Pablo! Los diálogos, generalmente pobres, abusan del "fuck" y el "puto" como señales de estilo. Y a pesar de todos estos defectos, la serie es francamente entretenida. Narcos es dulce y adictiva como la Coca-Cola, con mucho gas, pero no quita la sed. En la tercera temporada, que comento a continuación, ha tenido que hacer frente a la ausencia de su mayor reclamo.


El reto se salda con un fracaso. Narcos vuelve a caer en los errores de sus dos temporadas anteriores y además, pierde el carisma, la gracia, de Pablo Escobar. El policía Steve Murphy (Boyd Holbrook) -pésimo personaje- desaparece para dejar su protagonismo a su compañero, Javier Peña (Pedro Pascal), más convincente e interesante. Es un buen detalle que descubramos que su padre es Edward James Olmos, el teniente Castillo de Corrupción en Miami (1984-1990). Pero el protagonismo de Peña es una ilusión. El agente de la DEA interviene algo menos de lo esperado en la historia, ya que su ascenso tras los méritos conseguidos le aparta del trabajo de campo y de parte de la acción. Peña, como personaje, sirve ahora a un manido discurso sobre el heroísmo. Así, todo lo que le ocurre está pensado para confirmar una tesis impostadamente pesimista. El agente se enfrenta a la burocracia de su institución, a los oscuros intereses de la CIA, de su Gobierno, y sobre todo a los absolutamente corruptos policías y políticos colombianos. Primera gran queja: la idea de un estadounidense -aunque sea de origen hispano- salvando a un país suramericano de su propia maldad, resulta anacrónica, de película de acción de la era Reagan. En esta trama encontramos los momentos más vergonzosos de Narcos. Por suerte, la historia se plantea en los primeros episodios, se aparca durante el desarrollo, y luego se retoma al final de la temporada. Y la verdad es que entre el planteamiento y el desenlace, las cosas cambian más bien poco: Peña es un héroe desencantado al principio de la historia y lo sigue siendo al final de la misma. El papel de Murphy y Peña, policías motivados por la justicia, que arriesgan la vida en las calles colombianas, es heredado entonces por Chris Feistl (Michael Stahl-David) y Daniel Van Ness (Matt Whelan). Si Murphy y Peña parecían actores porno de los setenta con sus bigotes y sus chupas de cuero, estos nuevos agentes tienen pinta de turistas despistados, con gorras de béisbol y riñoneras. No sabremos más que lo mínimo de sus personajes.


Dado el título de esta serie, se supone que los mencionados criminales del cartel de Cali deberían soportar el peso de la historia. No es exactamente así, porque el planteamiento es, de entrada, anticlimático. Si antes vimos la ascensión y caída de Pablo Escobar, ahora nos cuentan cómo los de Cali pretenden volverse legales a través de un pacto con el Gobierno. Esto quiere decir que el objetivo de los policías no será acabar con las actividades de unos criminales, sino evitar que se vayan de rositas unos traficantes que ya habían decidido entregarse. No es precisamente emocionante. El líder del cartel, Gilberto Rodríguez Orejuela (Damián Alcázar), es presentado en el marketing de la serie como el sucesor de Escobar, pero enseguida le veremos caer preso. De hecho, su detención es el primer giro del argumento. No sabremos demasiado del personaje hasta el inicio del cuarto episodio, cuando una voz en off -cómo no- resuma sus vicios -está casado con tres mujeres- y su forma de ser, con un montaje rápido. Narcos evita el esfuerzo de fabricar un personaje a la altura de Pablo Escobar -que encima no era tanta- y prefiere repartir juego entre varios antagonistas. Hay que hablar sobre todo de Miguel Rodríguez (Francisco Denis), que poco a poco se hará con el mando del cartel y tratará de imponer una forma más expeditiva y violenta de afrontar los "negocios". Pero el personaje, de entrada interesante, acaba siendo desaprovechado. Un ejemplo perfecto de esto es la subtrama que protagoniza María Salazar (Andrea Londo), la mujer de un narco caído en desgracia, que comienza una relación con Miguel. Pero esto no se desarrolla apenas, aporta poco y se cierra en falso. Algo parecido ocurre con otras tramas que se plantean, que se prometen interesantes, pero luego se quedan en nada: los negocios del cartel en Nueva York, dirigidos por Chepe Santacruz -interpretado de forma grotesca por Pepe Rapazote-; la aventura mexicana -y la homosexualidad- de Pacho Herrera -excelente Alberto Ammann-; la odisea de Christina Jurado (Kerry Bisé), mujer del hombre de paja Franklin Jurado -Miguel Ángel Silvestre, que apenas dice un par de frases- que solo sirve para frustrar a Peña (y al espectador). Otro personaje perdido es el contable Guillermo Pallomari, al que da vida Javier Cámara, y que parecía tener un mayor potencial.


El verdadero protagonista del relato, es, entonces, Jorge Salcedo (Matías Varela), encargado de la seguridad del cartel de Cali, que quiere dejar la organización criminal para dedicarse a su familia. Obviamente, los mafiosos no se lo permiten, en una historia poco original pero que acaba siendo la más desarrollada e interesante. Salcedo es el personaje con el que tenemos más posibilidades de identificarnos y está convincentemente interpretado por Varela, aunque le falta carisma, presencia y su acento hablando español es, una vez más, raro. Finalmente, el gran defecto de esta tercera temporada de Narcos es sobre todo que su historia principal acaba resultando reiterativa. Los esfuerzos de los agentes para cazar a los capos, cómo estos se ocultan en sus mansiones y el obstáculo que supone una policía colombiana corrupta, todo esto se repite al menos en tres ocasiones. También se estira la tensión de que Salcedo sea descubierto como el chivato de la DEA: la escena en la que se resuelve este asunto es, además, muy poco satisfactoria. El guión desprecia otras tramas, como la guerra contra el cartel del valle del norte, que podría haberle dado algo de vidilla a la historia. Es verdad que hay buenos momentos, como ese tercer episodio que, apoyándose en la voz en off -muleta narrativa habitual- con datos reales y un lenguaje pedagógico, nos introduce en el modus operandi de los criminales y en los entresijos de la burocracia de la guerra contra la droga estadounidense. Pero no es suficiente. Con la amplia oferta actual de series de calidad, Narcos no puede ser más que un divertimento menor.

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