POSE -ENTRETENER Y REMOVER CONCIENCIAS



En series como Glee, American Horror Story y American Crime Story, Brad Falchuk y Ryan Murphy utilizan un marco genérico -el musical, el terror, el relato criminal basado en hechos reales- para contar una historia, claro está, pero también para introducir temas que sin duda parecen preocuparles especialmente: los derechos civiles, el feminismo, la lucha contra el racismo y los derechos LGTBI. Temas que aparecen de forma secundaria, como apuntes, que enriquecen lo que de otra forma sería un mero divertimento televisivo. Tienen estos dos señores, además, la tendencia a provocar. Sus series suelen incluir una violencia algo más gráfica de lo habitual, y sobre todo escenas sexuales que parecen destinadas a remover en su sofá al espectador más conservador. Han adoptado, por último, una clara postura anti-Trump en los últimos tiempos -véase American Horror Story: Cult, que comenzaba cuando éste ganaba las elecciones-. Con estos antecedentes, Pose parece la obra en que los dos front runners se deciden a convertir estos temas sociales y políticos en la historia principal de una serie. 

Nominada al Emmy a la mejor serie dramática y creada junto a Steven Canals, Pose nos lleva a 1987, Nueva York, y sus protagonistas son un colectivo de marginados: transexuales y homosexuales que se encuentran al borde de la pobreza y la exclusión social. Estamos ante un relato coral, pero la protagonista es sobre todo Blanca Rodríguez (MJ Rodríguez), mujer trans, de origen dominicano y 'madre' de una 'casa' que compite cada semana en un ballroomexpresión artística de esta subcultura underground, que consiste en un extravagante concurso de performances, celebrado en un club nocturno, donde se premia la puesta en escena de una fantasía cuyos temas van variando en diferentes categorías. En esta subcultura, que tiene sus propias reglas y códigos, nos encontramos con personajes que representan temas sociales: desde el SIDA que padece la propia Blanca; pasando por el gay rechazado por su familia creyente, Damon (Ryan Jamaal Swain) que sueña con ser bailarín; y sobre todo la marginación del transexual, cuya única salida es la prostitución, como Angel -la modelo Indya Moore-. Paralelamente, nos encontramos con la historia de un ejecutivo ambicioso, Stan Bowes -interpretado por un habitual de las producciones de Murphy y Falchuk, Evan Peters- que trabaja nada menos que para Donald Trump. Casado -con Patty (Kate Mara)- y con hijos, secretamente requiere los servicios de una prostituta trans como Angel. Con estos temas, Murphy dirige varios episodios -como ya lo hiciera en la estupenda Feud- que son además una fiesta de música pop -con algunos artistas elegidos a conciencia, como Whitney Houston- que tienen mucho petardeo, y que recrean éxitos del cine ochentero sin rubor -Flashdance (1983)-. Pero también hay escenas provocadoras y hasta incómodas, como el beso entre el personaje de Evan Peters y el de Indya Moore, que parece pensado para sacar del armario a más de uno. Un personaje que mantiene relaciones extra matrimoniales con una mujer transexual, en el cine de los ochenta, habría sido probablemente descrito como un pervertido. En Pose, Stan, a pesar de sus errores, es presentado como un héroe positivo y romántico. Ya solo por eso, esta ficción merece mucho crédito.

La serie se desarrolla en su primera temporada como un melodrama televisivo que podría pasar por convencional, como el episodio navideño, o el dedicado al Día de la madre, cuando Blanca recupera las recetas de la madre que la despreció. Pero, como ya se ha dicho, en esta ficción se tratan temas que pocas veces habrán aparecido en la televisión. La charla sobre sexo homosexual que Damon nunca tuvo con su padre; ver cómo los gays discriminan a los transexuales -echando de un bar a Blanca-; el retrato del personaje de Evan Peters como un individuo -un WASP- cuya existencia no tiene contenido y que se ha enamorado -sin ser gay- de la autenticidad y el coraje de alguien como Angel. En el mismo sentido, la hipocresía del éxito, reflejada en esos ejecutivos -Dick Ford (Christopher Meloni)- que prefieren que su amante trans -Elektra (Dominique Jackson)- siga teniendo pene. O también el deseo de Elektra -su lucha- por hacerse la operación de cambio desecó; las penurias de Candy (Angelica Rosa) y Angel para inyectarse silicona, y ser más voluptuosas en una clínica clandestina; la tensión antes de recibir los resultados del test del VIH; el cabaret en la sala del SIDA; la desesperación cuando ser seropositivo era una condena de muerte. ¿Cuántas ficciones televisivas que hayamos visto se interesan por esto asuntos? Pose lo hace desde una postura didáctica, reivindicativa e incluso combativa. Pero sin olvidar que debe entretener a un público para mantenerse en antena. De hecho, el final de la primera temporada acababa interesándose más por el lado lúdico de sus tramas: los varios enfrentamientos entre las 'casas' por ganar premios en el ballroom, en los que la 'casa de Evangelista' deberá derrotar definitivamente a la de Elektra Abundance -y a otros antagonistas que surgirán durante la historia- en un cierre digno de una película ochentera del estilo de Rocky o Karate Kid

La segunda temporada se sitúa en 1990 y presenta dos líneas temáticas complementarias. En el primer episodio, Acting Up, vemos, por un lado, la reivindicativa, centrada en la epidemia del SIDA y en los movimientos activistas para luchar contra la enfermedad, como Act Up -recordemos la estupenda cinta francesa 120 latidos por minuto (2017) sobre el mismo asunto-. Paralelamente, Angel será animada por Blanca a probar suerte como modelo -Indya Moore es una famosa modelo en la vida real y su biografía, muy similar a la de su personaje- convirtiéndose en una Cenicienta trans. Mientras tanto, Blanca, que ha descubierto que ha desarrrollado la enfermedad, sueña con que el éxito de la canción Vogue de Madonna abra el camino hacia la aceptación de su comunidad. El segundo episodio, Worth It, mantiene el tema del SIDA y añade una nueva reivindicación cuando Blanca es discriminada al intentar emprender su propio negocio. La serie introduce aquí, de forma algo superficial, la especulación inmobiliaria y la gentrificación como nuevos campos de batalla temáticos, mientras aparecen tramas más ligeras como los líos sentimentales de Damon y una nueva 'casa' que entra en la escena de los ballroom, comandada por Elektra. Esta es la protagonista de una subtrama macabra y divertida en el siguiente episodio, Butterfly/Cocoon, en la que se enfrenta a la muerte accidental de un cliente masoquista de sus servicios como dominatrix. Denunciar dicha muerte equivaldría la cárcel para una transexual afroamericana como Elektra, por lo que se ve obligada a deshacerse del cadáver, en un guiño a El corazón delator de Poe. Además, los temas sentimentales se siguen liando, ahora entre Lil Papi (Ángel Bismark) y Angel, situación que se complica cuando ella se acerca al éxito como modelo. El episodio, por cierto, se beneficia de tener unos 10 minutos menos de duración, que agilizan la narración y enfocan las tramas. 

En referencia al 'cabaret del SIDA', que organizan Pray Tell -Billy Porter, nominado al Emmy- y Blanca en el hospital, un diálogo de ella resume el espíritu de Pose: "ofrecemos espectáculo pero removemos conciencias". El episodio Never Knew Love Like This Before, es probablemente el mejor y más emotivo de la serie: la muerte de -atención spoiler- Candy genera un material dramático profundo que demuestra una de las fortalezas de Pose: sus personajes. A pesar de un elenco nutrido, conocemos a estas personas y hemos aprendido a compartir sus anhelos y frustraciones. Candy era uno de los personajes más divertidos de la serie: chunga, protagonista de un runnig gag chorra que la hacía meterse en categorías de los ball para las que no era adecuada, capaz de mantener los diálogos más rápidos, crueles e ingeniosos con Pray Tell. Su muerte añade capas al personaje, redondeándolo y sobre todo dotándolo de humanidad -la visita de sus padres al funeral-. El episodio está construido con sencillez, a través de fantasías: Candy habla sucesivamente, desde la muerte, con sus compañeras y luego protagoniza un último ball. La historia denuncia, además, la marginación del colectivo transexual, cuya exclusión le coloca en situaciones de riesgo. Pero sus muertes no serán investigadas, no aparecerán en las noticias y muchas veces, ni siquiera serán lloradas por sus propias familias. 

En un tono completamente lúdico, What Would Candy Do?, es otra historia en el molde de cumplir sueños y buscar el éxito. Damon tiene la oportunidad de hacer una audición para participar en una gira de Madonna -el éxito de Vogue es un leitmotiv de la temporada-. Pero todo se complica cuando su ex, Ricky (Dyllon Burnside) también es elegido para el casting, por lo que el lío sentimental entra en juego. La casa de Elektra, de la que forma parte Ricky, decide tomar medidas al más puro estilo Tonya Harding, pero la sangre no llega al río. Love's in Need of Love Today tiene un contenido dramático, por centrarse en las numerosas muertes que se cobró el SIDA en los años 80 y 90, pero acaba siendo un episodio musical, ya que se trata de una nueva edición del 'Cabaret del SIDA'. En la primera parte, Pray Tell es ingresado en el hospital donde sufre alucinaciones y la visita de fantasmas de su pasado, en lo que parece una recreación de All That Jazz (Bob Fosse, 1979). La idea es buena y luego se desarrolla con varias actuaciones musicales, incluida la canción de Stevie Wonder que da título al episodio. Pero la mejor interpretación es sin duda la de la malvada casera, Frederica Norman (Patti Lupone), que sorprende tanto por su gran voz, como por la maldad de su personaje de opereta. 

Blow da un giro inesperado con respecto al optimismo del que Pose ha hecho gala hasta ahora. Blanca y Pray Tell asumen la responsabilidad de ser de los pocos supervivientes del SIDA para echar una mano a los jóvenes decaídos tras el fin de la moda del Vogue de Madonna, la muerte de Candy, y otros golpes de la vida. Para animar a los jóvenes, deciden llevar a cabo una estrafalaria protesta, como es colocar un condón gigante sobre la casa de la malvada casera Frederica. Además, Angel consigue una importante campaña y formaliza su relación con Lil Papi. Pero todo se tuerce: está última pareja se inicia en el consumo de cocaína, Blanca recupera su negocio pero es amenazada por Frederica, y Ricky da positivo en el test de VIH. Todos estos conflictos estallan en el siguiente capítulo, Revelations, que lleva la metáfora de la 'madre' hasta el extremo: los 'hijos' de Blanca, con sus virtudes y sus defectos, abandonan finalmente el nido, tras haber madurado. El tema de la maternidad, la educación y la responsabilidad para con los hijos, para con las nuevas generaciones, está en Pose y posiblemente en varias temporadas de GleeAmerican Horror Story, por lo que se puede hablar de una preocupación temática recurrente en el tándem de Falchuk y Murphy. El episodio es seguramente excesivamente dramático, pero rompedor: el consumo de cocaína de Blanca no es presentado de una forma moralizante, sino como una opción; la sorprendente relación entre Ricky y Pray Tell es juzgada por el entorno social, pero el mensaje es que también es importante la felicidad del individuo por encima de los prejuicios. La escena de sexo homosexual, entre afroamericanos, larga y detallada, me parece rompedora en una serie de televisión mainstream.

Life's Beach es un episodio algo gratuito que se justifica en el amor por los personajes. Si te han conquistado hasta ahora, lo disfrutarás. Blanca, Angel y Lulu (Hailie Salar) se van a la playa aprovechando la casa de otro cliente masoquista de Elektra. Un viaje de chicas que podría ser el argumento de una comedia romántica o de un episodio de Sex in The City, solo que en este caso las chicas son trans y eso modifica su historia: desde cómo se ponen el bañador hasta cómo son (mal) tratadas en un restaurante de lujo. Blanca vive además una romántica fantasía con un socorrista que estudia para ser médico tras morir su madre de cáncer. Por último, In My Heels, es un epílogo, una despedida de todos los personajes: la fantasía del éxito de Angel se estrella con la realidad, Damon triunfa para mantener el legado de Blanca y la 'casa Evangelista'. La propia serie cuestiona el significado de los balls, similares a concursos de belleza en un exceso, quizás, de corrección política. El número final resulta atrevido en su reivindicación de los excluidos utilizando el himno de los Estados Unidos como emocionante canción de cierre en un claro mensaje sobre lo que debe ser un país democrático y tolerante.


MASCOTAS 2 -FUEGOS ARTIFICIALES


Los que somos padres sabemos que las vacaciones escolares son muy largas y que tarde o temprano acabaremos viendo algo como Mascotas 2. Es una pena porque, teniendo un público cautivo como el nuestro -las familias con niños pequeños- se echa en falta una mayor ambición por parte de los productores de una cinta que, aparentemente, solo busca obtener rendimiento en taquilla -lógicamente- a través de un mero entretenimiento que acaba siendo olvidable. Una pena porque el nivel técnico y artístico de la animación de esta película es tremendo: la expresividad de los personajes, los pelos que se mueven sobre la piel de los protagonistas caninos y felinos, los escenarios fotorrealistas, los colores del circo, las luces de la ciudad, la capacidad de evocar tonos dramáticos en cada escena -la siniestra aparición de los gatos-, la fotografía, las texturas, los movimientos de cámara dignos del realizador más pirotécnico. Todo esto es una auténtica pasada, puesta al servicio de la historia menos interesante posible. La trama principal recupera a Max (Patton Oswalt) y le coloca en una tesitura que me parece poco interesante: la de madurar ya que sus dueños han tenido un bebé del que tendrá que ocuparse como si fuera su hijo. Un desarrollo de personaje que parece más adecuado para epatar con los espectadores padres que con sus hijos. Esto se desarrolla, además, con un viaje fuera de Nueva York, a una granja rural, en una trama deudora de Cowboys de Ciudad (1991), de la que probablemente nadie se acuerde. En lugar de desarrollar satisfactoriamente este argumento, el guión prefiere plantear dos subtramas paralelas. Por un lado, la perrita Gidget (Jenny Slate) debe infiltrarse en el hogar de una anciana 'loca de los gatos', una pequeña historia que habría sido un cortometraje fantástico con texturas de suspense y terror. Por otro lado, el conejo Pompón (Kevin Hart) se embarca en la parodia del cine de superhéroes, apuntándose a la moda imperante, para rescatar a un inverosímil tigre atrapado en un circo por un villano de origen ruso que parece la bruja mala del Mago de Oz. Con estas tres historias intercaladas lo que consigue Mascotas 2 no es desdeñable: mantener entretenidos a sus espectadores. Eso sí, evitando cualquier intención artística, moralizante o educativa. La película se compone de chistes clonados de sitcoms, bromas camufladas para los padres -como la inadecuada escena de la gata 'fumada' con hierba gatuna- y para rematar, un final que intenta emular la adrenalina del blockbuster de acción de Hollywood, que supuestamente triunfa en las taquillas. Una pena que herramientas técnicas como la animación en 3D y que la capacidad de artistas como los animadores se ponga al servicio de ideas pedestres. 

FOSSE/VERDON -EMPIEZA EL ESPECTÁCULO



All The Jazz (1979) dirigida por Bob Fosse era su propia visión de Fellini 8 y medio (Federico Fellini, 1963) un musical delirante y poético que hablaba del arte, de la creatividad, de la vida y la muerte. Es coherente que Thomas Kail y Steven Levenson se hayan fijado en aquella película como inspiración para una de las mejores miniseries del año, disponible en HBO, Fosse/Verdon. Nominada a 17 premios Emmy, la historia aborda, como All That Jazz, la vida y obra de Bob Fosse (San Rockwell), pero evita el egocentrismo de dicho autor para colocar, detrás de él, a la consabida gran mujer, Gwen Verdon (Michelle Williams), retratada como una artista tan creativa como Fosse, por lo menos, pero, además, con superiores dotes de comunicación y empatía con los demás para levantar proyectos que requieren trabajo en equipo, poder de convencimiento y sobre todo, tratar con los poderes de productores y empresarios. Por estos papeles, los dos actores están nominados al Emmy y en el caso de Williams, hay que decir que su interpretación es apabullante y memorable.

El primer episodio, Life Is a Cabaret, está nominado al Emmy por su dirección musical. Ya  la secuencia inicial nos da señas de su calidad, montada al ritmo de la música -Big Spender- que nos muestra a Fosse dirigiendo su primera película, Noches en la ciudad (1969). A partir de ahí, vemos a Fosse embarcarse en el rodaje de su obra más conocida, la versión cinematográfica de Cabaret (1972), durante cuyo rodaje descubriremos las luces y las sombras del autor. Sobre todo las sombras. El episodio es fantástico no solo en el montaje -nominado al Emmy- ya mencionado, sino también en las ideas de puesta en escena, que convierten los recuerdos de juventud de Fosse, como bailarín de claqué, en parte del escenario de su vida adulta, por lo que la cámara puede ir del presente al pasado, y viceversa, con un movimiento entre decorados y no de edición. El segundo capítulo, Who's Got The Pain -nominado al Emmy por la dirección de Thomas Kane- continúa el argumento utilizando el cliffhanger de la primera entrega como punto de partida, pero enfocando la historia en la relación personal y sentimental entre Bob y Gwen, una relación marcada por dos elementos que enturbian el romance, como sus respectivas carreras profesionales y las infidelidades, que marcan el inicio la pareja. 

Me and my Baby convierte a Gwen en la heroína de un relato melodramático que tiene mucho que ver con la lucha de la mujer para alcanzar el éxito. Gwen fue violada, repudiada por su familia, tomó la decisión de dejar atrás a un hijo, todo por su carrera. Y a pesar de su éxito, su exmarido, Bob, la somete a sus infidelidades y se comporta de forma irresponsable obligándola a ser practicamente una madre soltera, mientras él sigue persiguiendo el éxito y a cualquier chica que se le cruce. El episodio es fantástico al mostrar el sacrificio de Gwen y cómo nunca dejó de escuchar el llanto de su hijo.

Precisamente el siguiente episodio, Glory -nominado al Emmy por la dirección de Jessica Yu-sorprende -en tiempos del Me Too- al mostrar a Bob Fosse como un mujeriego que lleva a sus bailarinas a acostarse con él, para seguir teniendo su favor como director. Una actitud que ni siquiera Gwen reprocha: así eran las cosas. La trama aborda el mayor momento de éxito de Bob Fosse, que gana todos los premios posibles, pero, realmente, solo quiere una cosa. Volver con Gwen. Paralelamente, ella parece tener estabilidad sentimental, pero su carrera parece acabada. Se introduce un elemento importante como la idea de la mortalidad -la enfermedad de Joan Simon (Aya Cash)-. La noción de que todo tiene un final y que todo lo demás son apariencias -el discurso de Paddy Chayefsky (Norberto Leo Butz)-.

La premisa de Where I Am Going es estupenda. La muerte de Joan Simon reúne a sus amigos para despedirse en una casa en la playa que los acaba aislando durante una tormenta. Esto da pie, por supuesto a que todos los personajes desnuden sus sentimientos. Conocemos a la nueva pareja de Bob, Ann Reinking -Margaret Qualley también opta a un Emmy- quien teme que no se haya recuperado completamente, además de tener todo tipo de inseguridades que transmite a los amigos de Bob, como Paddy. Gwen tiene sus propios intereses: por primera vez parece egoísta, y desea resucitar su carrera siendo dirigida por Bob en un nuevo montaje de Chicago. Y en el centro de todo, Bob, solo quiere seguir con su trabajo, la película Lenny que protagonizará Dustin Hoffman. Las emociones estallan entre estos personajes pero casi más interesantes parecen los que permanecen como meros espectadores, la criada cocinera que irrumpe en las escenas con órdenes para que continúe el ritmo de la vida -como sentarse a cenar-; Neil Simon (Nate Corddry) probablemente demasiado brillante para llorar a su mujer; Ron (Jaime Lacy), el novio de Gwen, que parece fuera de lugar por su corrección pero también por su rectitud moral y sobre todo la niña, Nicole Fosse (Blake Baumgartner), que comienza a mostrar los efectos de haber crecido en un ambiente tóxico.

Un infarto es el núcleo del argumento de All I Care About Is Love que demuestra que la relación sentimental entre los protagonistas es lo verdaderamente importante de esta historia, aunque Gwen desvela aquí que está tan obsesionada con su carrera como Bob Fosse. El episodio sigue buscando formas creativas de contar la historia cuando convierte las preocupaciones de Bob en un monólogo de Lenny Bruce, ya que el director trabaja en el montaje de dicha película. Atención también a la edición, en la secuencia en la que la tensión y el estrés van creciendo en Bob Fosse hasta llevarle al desenlace cardiaco ya referido. Una secuencia posterior, con otro montaje de infarto, cierra el circulo en una escena en la que un moribundo Fosse -seguramente también adicto al sexo- intenta comprobar si sigue viva su 'virilidad'.

El montaje del musical Chicago es el nuevo escenario para la batalla de egos entre Bob Fosse y Gwen Verdon. En el episodio Nowadays, ambos colaboran para conseguir magníficos resultados artísticos, pero al mismo tiempo compiten por ser la estrella del show. Paralelamente en un flashback, vemos las dificultades que tuvieron para concebir a su hija, que reflejan conflictos personales que también aparecen en sus carreras profesionales: la inseguridad masculina de él, despreciado por su padre por querer dedicarse a bailar; la lucha de ella como mujer, que sabe que al 'perder' su juventud todo será más difícil: tanto convertirse en madre como ser una estrella.

El último capítulo, Providence, nominado al Emmy por su guión, es necesariamente crepuscular y obviamente versa sobre la muerte, sobre los finales. Se centra en lo que será de los personajes, el fin de las relaciones, pero también en los problemas que comienzan, como los de Nicole Fosse (Juliett Brett) -quien por cierto, aparece acreditada como productora- que no saldrá indemne de los hábitos tóxicos de sus padres. Hay momentos fantásticos, como la escena del rodaje de All That Jazz con el número de Bye Bye Love, en el que Lin-Manuel Miranda interpreta al Roy Scheider que fuera el alter ego de Fosse en dicha película. O cuando Gwen vuelve a interpretar brevemente el papel estelar en un nuevo montaje de la primera obra que hizo con Bob, cerrando el círculo de su historia juntos. 

EL COCINERO DE LOS ÚLTIMOS DESEOS -LA ÚLTIMA RECETA


El cocinero de los últimos deseos lleva implícita en su historia su naturaleza como película. El talentoso chef protagonista del relato, Mitsuru Sasaki (Kazunari Ninomiya), se debate entre desarrollar una cocina exigente y complacer a sus comensales. Este rigor obsesivo lleva al chef a fracasar con su restaurante para convertirse en un improbable cocinero contratado por los desahuciados para recrear los platos de su memoria sentimental. Mitsuru tiene la capacitadas de recordar cualquier sabor degustado, lo que le permite cobrar cifras astronómicas por su poética habilidad para recrear la 'magdalena de Proust' de cada cliente. Pero la película aborta esa premisa para embarcarse en una trama casi detectivesca en la que Mitsuru deberá investigar un legendario menú perdido, consistente en cientos de recetas, creadas por un chef, Yamagata (Hidetoshi Nishijima), en los años 30. Esto nos lleva a un nuevo relato dentro de la película, un drama histórico de corte pacifista, durante la ocupación japonesa de China. Las dos tramas temporales corren paralelas como espejos que reflejan lo que tienen en común estos dos personajes, su genialidad gastronómica. Así, la demostración de la preparación de los platos que Mitsuru y Yamagata son capaces de elaborar, es sin duda fantástica, por su capacidad de trasladar al espectador olores y sabores, además de una belleza coreográfica conseguida mediante el montaje, para mostrarnos el arte culinario como pocas veces hemos visto en el cine. Es en la descripción de los ingredientes, de las recetas, del afilado de los cuchillos, de la degustación de los platos -se puede sentir y escuchar cada bocado- donde El cocinero de los últimos deseos vale realmente la pena. Luego está la historia de sus personajes, claramente fabricada para complacer al espectador, sin sutilezas, en un melodrama con varios excesos lacrimógenos, una música que subraya las emociones y un final predecible. El director de la cinta, Yojiro Takita, repite aquí la jugada de su mayor obra, Despedidas, que le valió el Oscar a la mejor película extranjera en 2009. Con temas y personajes similares, aquella cinta tenía también en contra algunas escenas francamente cursis -el protagonista tocando el violoncello sobre una montaña- que empañaban las estupendas secuencias en las que asistíamos al ritual de preparación de los muertos, rodadas y montadas con especial cuidado y equiparables a las escenas de preparación de platos en El cocinero de los últimos deseos. Una escena estupenda conecta ambas películas: en Despedidas, tras un funeral especialmente duro, los protagonistas se dejan llevar por el placer primario de comer -un pollo frito- en una acción que convierte la comida, protagonista absoluta de El cocinero de los últimos deseos, en una reafirmación de la vida ante la muerte.

ÉRASE UNA VEZ EN... HOLLYWOOD -MITOLOGÍA ROBADA

Una pista de las intenciones de Quentin Tarantino en Érase una vez... en Hollywood puede ser que, por primera vez en su carrera, esta novena película, no se inscribe en un género cinematográfico claro. No es un film criminal, ni bélico, ni de terror, ni un (espaghetti) wéstern, ni siquiera una revenge movie de artes marciales. Convengamos que, en el cine de Tarantino, esos géneros no eran más que coartadas, premisas para situar al espectador y sobre todo para satisfacer sus deseos cinéfilos de recrear una secuencia, unos personajes, el ambiente, de ciertas películas idolatradas por él. El director de Jackie Brown (1997) nunca se ha dejado encorsetar por esas etiquetas genéricas y siempre juega en contra de las expectativas creadas. Es un autor. Pero es que aquí, ni siquiera se adscribe a un marco genérico. Por tanto, tenemos al Tarantino más libre, más juguetón y con menos prisa que nunca. Sus historias jamás han sido precisamente canónicas, pero aquí se deja llevar todavía más por sus personajes, que viven sus vidas, conducen de aquí para allá por las carreteras de Los Ángeles, escuchan la radio constantemente y que incluso ven la tele, tejiendo una memoria que claramente es más sentimental que histórica. Y nosotros los espectadores hacemos todo eso con ellos. Tarantino quiere que entremos en ese mundo que es Hollywood, pero el que está dentro de su cabeza, el de la mente de ese autor al que hemos acompañado durante 8 películas. El Hollywood que vemos aquí está hecho de gestos cotidianos pero no desmitificado, sino venerado con una distancia postmoderna tan llena de cariño como de humor. Para ello se sirve de dos personajes crepusculares que son las dos caras del cine, un actor, Rick Dalton -la ficción, el rostro en la pantalla, la fama, algo de glamour- y un especialista, Cliff Booth -la realidad, el que se la juega de verdad, a cambio de nada- encarnados por dos estrellas de cine que aportan su innegable carisma como son Leonardo DiCaprio y Brad Pitt. Ellos son la película. El tercer personaje importante es Sharon Tate (Margot Robbie). Ella es la inocencia, la fantasía, la parte de sueño que tiene el cine. La ilusión de una carrera que comienza. También es el cebo. Porque con mano maestra Quentin Tarantino nos ha dicho que su película habla de los cruentos asesinatos perpetrados por la ‘Familia’ de Charles Manson en 1969. Crímenes que representan el fin de la inocencia, el lado oscuro del movimiento hippie, la constatación de que el mundo no iba a cambiar por ninguna revolución. El director de Death Proof (2007) sabe que ese conocimiento previo sobre los asesinatos y la terrible muerte de Tate mantendrá en tensión a sus espectadores. Pero su película no va de eso. El film está formado por secuencias maravillosas que, engañosamente, parece que no llevan a nada. En todo caso, lo importante es el recorrido, no el destino. Hay que dejarse conducir y disfrutar de este viaje al Hollywood de 1969, cuando todo comenzaba a cambiar: Easy Rider se estrenó ese año -y justo ahora fallece Peter Fonda-, el boom de la televisión y las series, o cómo el cine europeo (italiano) se apropiaba de algo tan americano como el mito del wéstern para rodar sus propias fantasías en Almería. Tarantino llena su película de carteles, de marquesinas -fantástico el instante al atardecer cuando se iluminan varios letreros- de coches y por supuesto de canciones -impresionante playlist-. Se permite ser más fetichista que nunca -atención a todos los planos de pies femeninos que hay en la película- e irónico: ojo a la puya cómplice a Polanski sobre mantener relaciones con menores -Margaret Qualey está fantástica-. Y se detiene en tres momentos importantes para sus personajes en los que siempre se interesa por enfrentar el mito y la realidad: la pelea entre Cliff Booth y nada menos que Bruce Lee; el momento en el que Sharon Tate entra a una sala para ver su propio film -La mansión de los siete placeres (1968)-; y cuando Rick Dalton interpreta a un malvado en un wéstern dentro de esta película. No debe ser casualidad que Tarantino nos muestre el rodaje de ese film dentro del film sin (apenas) enseñarnos la cámara ni el equipo de rodaje y sin emular los tics de la realización de Sergio Leone o Sergio Corbucci. El autor de Los odiosos ocho (2015) rueda ese falso wéstern como si fuera “real”. Como si estuviésemos en el salvaje oeste. Y sobre todo, hace un emocionante homenaje a todos esos actores que nunca fueron estrellas, ni respetados en su oficio. Un homenaje al otro star system, que DiCaprio defiende de forma fantástica. Tras todo esto, poco más se podría pedir, pero, Tarantino demuestra además su pericia para el manejo de la tensión en una secuencia soberbia, cuando el personaje de Pitt descubre a los hippies de Manson -que aparece también, por cierto, en la segunda temporada de Mindhunter encarnado igualmente por Damon Herriman-. Y de paso reincide en el tema de su película convirtiendo a Bruce Dern, auténtico superviviente de ese Hollywood que está recreando, en un anciano ciego y senil que cita nombres del viejo oeste como los hermanos Dalton o John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln. Es en el desenlace de Érase una vez... en Hollywood, donde creo que Tarantino defiende su tesis sobre la importancia del cine como generador de sueños que pueden ayudarnos a sobrellevar la vida. Si muchas veces se ha criticado al autor del guión original de Asesinos Natos (1994) por la violencia de sus películas, aquí, en lo que parece un ajuste de cuentas, nos enseña de forma magistral cómo la violencia ficticia, lúdica, exagerada, puede producir una euforia -justiciera- que nada tiene que ver con la terrible violencia que han producido horrores como la guerra de Vietnam o los ya mencionados crímenes de Manson. Realidad y ficción. En la primera poco podemos cambiar. En la segunda somos libres para soñar.

WHEN THEY SEE US -BUENAS INTENCIONES

Con la mejor de las intenciones parece hecha When They See Us, disponible en Netflix y producida por gente tan políticamente activa como Robert De Niro y Oprah Winfrey. Escribe y dirige Ava Duvernay -nominada al Emmy en ambas categorías- directora de una obra reivindicativa y estimable como Selma (2014). La cuestión racial en Estados Unidos es claramente el motor de esta miniserie de cuatro capítulos de más de una hora de duración. La historia, el caso real de cinco adolescentes -Kevin, Antron, Yusef, Raymond y Korey- acusados de la violación de una mujer blanca en Central Park. Acusados injustamente, claro. La indignación es la principal emoción que sostiene esta, por otro lado, irregular producción. El primer episodio nos presenta a los protagonistas y sus respectivos entornos, interpretados por adolescentes: Assante Blackk (nominado al Emmy), Caleel Harris, Ethan Herisse, Marquis Rodriguez y Jharrel Jerome, el único que luego se interpreta a sí mismo de adulto en una actuación asombrosa, nominada justamente al Emmy. La primera entrega de la serie juega a partes iguales con la nostalgia -los hechos ocurren en 1989- y con la tensión de ver a los protagonistas dirigirse inconscientemente a su destino aciago. Se trata de un relato sobre la pérdida de la inocencia, de la fe en la justicia y en el sistema. Cuando la acción pasa a la comisaría donde se producen los interrogatorios, la cámara se centra en transmitir el horror de los brutales métodos de los polícias durante una noche terrible. Salvando las distancias, el tono es similar al de la durísima Detroit (Kathryn Bigelow, 2017). Las intenciones políticas de los autores y productores detrás de When They See Us quedan claras cuando se aprovecha un material de archivo en el que aparece Donald Trump -entonces un empresario millonario sin aspiraciones políticas- pidiendo la pena de muerte para los adolescentes acusados y demostrando que ya en aquellos años tenía aprendido el discurso populista y racista con el que lamentablemente ha llegado a la Casa Blanca.

La segunda entrega de la miniserie es, en mi opinión, la más interesante dramáticamente, al ocuparse del juicio contra los acusados. Tiene sin embargo algunos problemas. Los personajes de los padres de los muchachos no están demasiado bien desarrollados, ni evolucionan satisfactoriamente -a pesar de estar encarnados por actores como Michael K. Williams, John Leguizamo, Niecy Nash, Aunjuane Ellis y Marsha Stephanie Blake, todos nominados a premios Emmy-. Tampoco están demasiado bien personajes importantes como la investigadora del caso, la fiscal asignada o los abogados de la defensa. Todos defendidos por actores contrastados que hacen lo mejor que pueden: Felicity Huffman mantiene durante toda la serie una única postura sin fisuras ni matices: que los chicos son culpables; Vera Farmiga, como actriz, parece enfrentarse a un problema similar al de su personaje, no tiene pruebas suficientes para acusar a los sospechosos, increíble que esté nominada a un Emmy por un rol tan endeble; el abogado defensor al que da vida Joshua Jackson podría haber dado mucho más de sí. Llegados al tercer episodio, se relata la reclusión y luego el retorno a la sociedad de los personajes principales. Pero los actores que representan a los personajes como adultos no tienen la misma fuerza que sus contrapartidas adolescentes. Mención aparte merece la cuarta y última entrega. El paso por la prisión de Korey Wise, encarnado por el ya mencionado Jharrel Jerome y secundado por un estupendo Logan Marshall-Green -de nuevo, en un papel limitado- es el segmento más interesante, más libre y visualmente más logrado de esta producción -nominada al Emmy a la mejor miniserie- que, como ya he dicho, es antes un instrumento político -con el que evidentemente estamos de acuerdo- que una expresión audiovisual artística.

RUSSIAN DOLL -ATRAPADA EN LA JUERGA

El mecanismo agumental de un clásico reciente de la comedia como Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), en el que el héroe del relato -Bill Murray- debe revivir constantemente la misma jornada, intentando escapar de un bucle temporal generando pequeñas variaciones, ha sido utilizado felizmente por varias películas en los últimos años. Como si el esfuerzo inútil a lo Sísifo se hubiese convertido en la mejor manera de expresar nuestras preocupaciones actuales. Dos buenos ejemplos son Al filo del mañana (2014), que aplicaba el concepto a la ciencia ficción robando recursos de la narrativa de los videojuegos; y Feliz día de tu muerte (2017) que utiliza el esquema para hablar del slasher como subgénero del terror y de sus secuelas interminables -Viernes 13 o Halloween sin ir más lejos- y para convertir a la víctima femenina estereotipada en protagonista con enjundia. Ahora, Russian Doll, nominada al Emmy a la mejor comedia y disponible en Netflix, se vale del mismo artefacto narrativo para abordar los problemas existenciales de una mujer, en su cumpleaños, que ha dejado de ser 'joven' y comienza a experimentar la crisis de la madurez. La fuerza creativa detrás de esta producción son tres mujeres, nominadas también a un Emmy por el guión de esta serie. La más conocida es Amy Phoeler -SNLParks and Recreation-; pero también está Leslye Headland, que escribe y dirige; y Natasha Lyonne, que protagoniza la serie y hasta dirige un episodio. Lyonne es Nadia Vulvokov, una mujer con un montón de defectos: fumadora, bebedora, aficionada a todo tipo de drogas, pasota en su trabajo, y con pocas ganas de enamorarse: prefiere acostarse con los hombres que le apetece y luego, dejarlos tirados. Lyonne no es la típica protagonista de una comedia romántica -aquí, romance, poco- que suelen ser absolutamente adorables, con las debilidades imprescindibles para parecer humanas. Es muy probable que Nadia no sea de nuestro agrado, si no fuera precisamente por su humanidad, además de por sus agudas réplicas y su actitud descreída ante la vida. Su historia, como ya se ha dicho, es la de descubrirse atrapada en la fiesta de sus 36 años, que se repite sin cesar, con el tema Gotta Get Up de Harry Nilson funcionando como leitmotiv de cada reinicio tras la(s) muerte(s) de Nadia. Este es quizás el elemento más flojo de la propuesta: la gran cantidad de veces que muere Nadia, nunca de una forma demasiado sorprendente, original o contundente. Las sucesivas repeticiones de la misma jornada servirán para conocer el entorno de Nadia: un amante de una noche, Mike (Jeremy Bob); un ex amante despechado, John (Yul Vázquez); sus mejores amigas, Maxine (Greta Lee) y Lizzy (Rebeca Henderson); el dependiente de la tienda de la esquina, Farran (Ritesh Rajan); sus compañeros de trabajo -por cierto, Nadia es programadora de videojuegos, por lo que aparece aquí la idea de repetir acciones hasta 'pasarse' por fin una pantalla-; una amiga-madre-psicóloga, Ruth (Elizabeth Ashley); su camello habitual; incluso un mendigo, Horse (Brendan Sexton III). Todo esto lleva a pequeñas historias, que son el relleno de la trama y que sirven para dar pistas sobre la explicación de eso tan raro que le ocurre a Nadia. El problema es que estos personajes secundarios no son todo lo interesantes y atractivos que deberían ser para engancharnos completamente a la serie, que apoya todo su peso en la Nadia interpretada por una efectiva Lyonne, nominada al Emmy por su trabajo. Este problema se soluciona, sin embargo, cuando aparece un nuevo personaje, Alan (Charlie Barnett) cuyas circunstancias serán claves para resolver el misterio. A partir de su aparición en el ecuador de la serie, la historia comienza a generar su propia mitología, sus propias reglas de lo que está ocurriendo, con elementos misteriosos y siniestros como que frutas y verduras aparezcan podridas cuando Nadia está cerca. En este tramo final, Russian Doll recupera el impulso inicial y felizmente su desenlace es de lo mejor de la propuesta, con interesantes ideas de tono fantástico que trascienden la cotidiana propuesta inicial y exploran conceptos como los universos paralelos, pero también temas como el destino, el karma, el misticismo judío y por qué estamos aquí. 

FLEABAG -TODO EL MUNDO SE SIENTE UN POCO ASÍ


El menor de los atrevimientos de la primera temporada de Fleabag es la constante ruptura de la cuarta pared. Pero también es su gran seña de identidad. Los expresivos ojos de Phoebe Waller-Bridge -actriz protagonista y autora del texto de cada episodio- y su inabarcable sonrisa irónica convierten cada plano de la serie en algo completamente diferente a todo lo demás. No es que haya inventado nada -sin ir más lejos, los personajes de The Office también miran a cámara, por no mencionar la perorata constante de Deadpool- pero el continuo diálogo de la protagonista con el espectador establece una intimidad adictiva y una irreverencia que solo puedo comparar con los mejores episodios de Buggs Bunny. La gestualidad de Waller-Bridge es tan importante como los guiones ingeniosos y precisos que también firma ella. Los dos primeros episodios de Fleabag son una ola que te arrastra y te vapulea, por la velocidad con la que habla la protagonista, sus ya mencionados gestos a cámara y la gran cantidad de cosas que ocurren. En lugar de una trama lineal, nos encontramos con un puzzle de sketches rápidos como brochazos que parecen independientes pero poco a poco van formando tramas y abordando temas de calado. Algunos chistes no encuentran su remate hasta el siguiente capítulo, convirtiéndose en un running gag inadvertido -como el que hace referencia al precio de la vida en ¡Londres!-. Esta estructura desactiva el sentido tradicional del planteamiento, nudo y desenlace, prescinde muchas veces del remate o punch line y cuando lo respeta, suele apelar al humor del absurdo: cuando crea una coreografía con los pasajeros del metro -adelantándose al videoclip Anima de Thom Yorke y Paul Thomas Anderson- que soluciona con un 'creo que me va a venir la regla'. A esto hay que añadir la revelación de la situación de Boo (Jenny Rainsford), que desvela que las piezas del puzle están desordenadas también cronológicamente. Las constantes rupturas y reconciliaciones de la protagonista con Harry (Hugh Skinner) nos hacen dudar igualmente de si lo que vemos es pasado, presente o futuro. En los dos primeros episodios, la protagonista se revela como una mujer que se siente fracasada, algo solitaria, incluso despreciada por su familia, pero que se eleva por encima de los demás a fuerza de bromas e ironía, quizás porque es la única que sabe que está en su propia serie/vida. La protagonista, que no tiene nombre, roba, engaña, es cruel, se burla de todos con malicia y es incontrolable y rebelde. Femenina, feminista y lo contrario a la vez. El tercer episodio, en cambio, se detiene en ideas más profundas, aunque igual de afortunadas y ralentiza levemente e ritmo narrativo para hablarnos de la soledad que evidencia un vibrador; la ausencia expresada en una cobaya que necesita cariño; paseos por el cementerio y una falsa fiesta de cumpleaños. Todo esto continúa en una estupenda exploración de la relación entre hermanas -Claire (Sian Clifford)- en el escenario de un retiro femenino que obliga como terapia a guardar silencio, lo que provoca que las dos hablen de más, revelando sus secretos (la terapia masculina consiste en gritar insultos machistas). El quinto episodio sigue en esa línea y desarrolla casi un drama familiar: la ausencia de la madre, una gata encerrada, una madrastra deliciosamente cruel, que encima también es madrina (Olivia Colman). Una revelación en el último episodio termina de colocar las piezas del puzle y nos muestra cómo es realmente la protagonista y completa la percepción que de ella tienen los demás. Se finaliza, además, una transición de la comedia al drama. La protagonista personifica las dudas, inseguridades y soledad que seguramente sentimos todos. Una desorientación existencial que provoca que percibamos con envidia, a los que nos rodean, como personas más integradas, más completas, como si ellas sí supieran lo que deben hacer. Pero mienten.

La segunda temporada de Fleabag comienza con un episodio magnífico. Algo más convencional, pero asombroso en su capacidad de recoger todas las subtramas de la entrega anterior, plantear una nueva situación y desarrollar una cena familiar en la que salen a la luz todas las miserias de los personajes. Cómo no. Pero la dinámica ha cambiado. En la temporada anterior la hostilidad hacia la protagonista se justificaba por su falta -relacionada con Boo- y su actitud beligerante se explicaba por su sentimiento de culpa. Ahora el resto de la familia, especialmente el cuñado, Martin (Brett German) resultan mucho más odiosos ante una protagonista más contenida de lo habitual. Un nuevo personaje, un atípico cura (Andrew Scott) sirve para que los demás guarden las apariencias, lo que en realidad les lleva a revelarse. Es increíble lo mucho que cuenta este episodio en 26 minutos, cómo conjuga costumbrismo, comedia y drama de forma perfecta. Un capítulo redondo. A partir del segundo episodio Fleabag retoma el sentido del humor, pero al mismo tiempo se pone seria. La protagonista sigue buscándole sentido a su vida y se divide entre asistir a terapia, confesarse con un cura, y seguir persiguiendo un polvo como la adicta sexual que parece ser. Las conversaciones sobre la fe entre la protagonista y el padre, aderezadas con una estupenda tensión sexual, son muy divertidas. El momento en el que el cura descubre las miradas a cámara de ella, es muy interesante y da pie a otro sorprendente running gag que se mantendrá hasta el final. En el tercer episodio, la guionista se permite cuestionar el feminismo y reírse de la discriminación positiva en un magnífico monólogo de Kristin Scott Thomas. La tensión sexual con el cura marca los siguientes episodios que mezclan situaciones cómicas con preocupaciones profundas. El sentido de la vida sin trascendencia del alma y sobre todo la muerte: la de Boo, que se traduce en culpa, pero sobre todo el fallecimiento de la madre. Hay también una intensa escena en el confesionario. En el apartado cómico, la estupenda idea de tener buena cara en un funeral y el eterno problema femenino con las peluquerías. La última entrega de la segunda temporada tiene aires de comedia romántica: una boda y alguien que corre detrás del amor de su vida, aunque sea en off. La boda reúne de nuevo a esta extraña familia y es que la otra fortaleza de Fleabag, además de lo brillante que es su autora, es su capacidad de crear su propio microcosmos, con sus elementos recurrentes, como esa escultura de un cuerpo femenino, que va, vuelve, y que va cambiando de significado según avanza la historia.

LOS DÍAS QUE VENDRÁN -LA FUERZA DE LO REAL



Ambiciosa y poderosa, Los días que vendrán es una película única. Su tema no es precisamente nuevo: habla de los cambios que conlleva la paternidad, ese salto siempre abrupto de la irresponsabilidad juvenil a la vida verdaderamente adulta que significa crear vida y tenerla a tu cargo. Lo que hace esta obra diferente es que sus actores se someten realmente a ese proceso. La idea de aprovechar el embarazo de la actriz María Rodríguez Soto -que interpreta a Vir- es una de esas oportunidades que ocurren una vez en la vida. Si el nacimiento de cualquier niño es un milagro, esta película también lo es. Vivimos como espectadores la gestación de María junto a su pareja real, David Verdaguer -Lluís- y juntos representan a todos los que hemos estado embarazados. Las imágenes de la película, íntimas y crudas, son sobre todo verdaderas. Hay directores, como Hitchcock o Bresson, que buscan la verdad a través de la simulación y lo fabricado. Otros, como Roberto Rosellini, roban esa verdad de escenarios reales y actores no profesionales. Carlos Marqués-Marcet, aquí, como Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2018), mezcla la textura del cine de ficción (independiente) con la del documental, borrando las fronteras entre ambos. Dejando que se confundan sus límites en la pantalla en un ejercicio sorprendente. Y sobre todo, Marqués-Marcet se coloca a la misma altura que sus actores y crea la película juntos a ellos. Veremos a dos personajes, Vir y Lluís, que representan también, un poco, a los padres de una determinada generación: sus miedos, sus dudas, sus frustraciones. En el caso de ella, esa inseguridad de no estar a la altura de sus propios padres -interpretados también por sus verdaderos progenitores- el temor a no ser unos 'padres' de verdad. La inseguridad de sentirse niños jugando a tener una familia. Una tercera textura aparece en la película, la de los vídeos caseros de los padres de María, el embarazo de su madre, su propio parto, una película encontrada que se convierte en algo maravilloso en manos de Marqués-Marcet. El director utiliza de forma casi mística ese vídeo con grano de los años ochenta, que se contrapone a la cotiadianeidad digital de la vida de Lluís y Vir. Lo que viven estos -nunca mejor dicho- la decisión de tener un hijo, el embarazo, el alumbramiento, todo está retratado de la forma menos edulcorada posible. De hecho, es más que probable que presenciar todo lo que ocurre en esta película -los problemas económicos, las inseguridades, la sensación de tener que renunciar a los sueños propios- desanime a más de uno ante una futura paternidad. Es entonces, en el clímax, cuando la realidad de las imágenes cumple verdaderamente su función. Porque la fuerza que transmite la imagen de la vida que irrumpe hace que valga la pena el recorrido de los personajes, el ver esta película y, sí, incluso ser padres.

FUGA EN DANNEMORA -EVASIÓN O DERROTA


Creada y escrita por Brett Johnson y Michael Tolkin, basada en hechos reales, Fuga en Dannemora es la historia de dos presidiaros, encerrados en la cárcel del título, y de su relación con una funcionaria de prisiones, que dirige un taller de confección dentro de dicho centro penitenciario. Dirigida por Ben Stiller -Bocados de realidad (1994), Zoolander (2001)- el conocido actor, al que relacionamos sobre todo con la comedia, sorprende aquí con un registro sórdido,  descarnado y pesimista. Con ello ha conseguido una nominación al Emmy, que se justifica por una efectiva puesta en escena. Stiller demuestra ser un buen narrador, pero además, imprime una atmósfera desesperanzada y, en momentos clave de la historia, se luce con ideas de planificación atrevidas. Pero sobre todo, Stiller crea las condiciones para que sus actores se luzcan. Estamos ante un relato que se apoya sobre todo en sus personajes y en sus intérpretes, todos estupendos. 

Patricia Arquette está irreconocible como Tilly, una mujer madura, poco atractiva, insatisfecha con su vida, que encuentra consuelo dando rienda suelta a pecados inconfesables. La interpretación de Arquette es notable, dando vida a una representante de esa clase trabajadora educada para desear un manido 'sueño americano' -la escena de las pijas que se ríen de ella en la peluquería- que no tienen la más mínima oportunidad de alcanzar. Con una imagen descuidada, barata, vemos a Tilly sufriendo estrecheces económicas, con un marido mediocre -mención aparte merece un estupendo y transformado Eric Lange como Lyle- y un hijo del que solo queda una fotografía en su mesilla. Patricia Arquette, como actriz, ya lo ha conseguido todo, Oscar incluido, pero aquí vuelve a demostrar su talento. No es casualidad que haya ganado un Globo de Oro y opte a un Emmy.

Tilly debe mezclarse con lo peor de la sociedad en la prisión en la que trabaja. Los otro dos protagonistas de la historia son los condenados a cadena perpetua Richard Matt y David Sweat, interpretados por Benicio Del Toro y Paul Dano, dos de los mejores actores que hay ahora mismo. Del Toro es inmenso, se permite incluso cierta sobreactuación que, sin embargo, nunca es obvia con respecto a las intenciones de su personaje. Cuando Del Toro está en pantalla, siempre está pasando algo. Richard 'hacksaw' Matt es un preso respetado y privilegiado en la prisión: por sus manos pasan los productos del 'mercado negro' carcelario, gracias a su amistad con el vigilante Gene Palmer -siempre estupendo David Morse-. La relación entre ambos es maravillosa, sobre todo por la admiración del guardia hacia el supuesto talento artístico del reo: sus cuadros, en mi opinión, son horrendos, lo que suma al mundo mediocre que describe la serie. En todo caso, el personaje se redondea con esa faceta artística contrapuesta a un apetito insaciable: creo que Matt aparece, en todas sus escenas, comiendo o bebiendo, algo que, según descubriremos durante la serie, es un síntoma de una personalidad adictiva. Mucho más contenido, pero igual de expresivo, Paul Dano, fantástico actor, interpreta a Sweat, preso de apariencia apacible, interesado en la lectura, que esconde una violencia tremenda. Tanto Del Toro como Dano están justamente nominados a los Emmy. 

Con estos tres personajes protagonistas, y estos grandes actores, sería suficiente. Pero el guión, además, es rico en detalles sobre la vida en prisión, las rutinas, los protocolos, las pequeñas trampas, la jerarquía entre los presos, los rumores, negocios y trapicheos que ocurren en un microcosmos que incluye a presos y funcionarios, en un claro reflejo de la sociedad. Fuga en Dannemora es una muestra de buen cine carcelario, poniendo especial hincapié en los absorbentes detalles de la preparación de la posible fuga que da título a la serie. El quinto episodio se inicia con un magnífico plano secuencia -seguramente con cortes digitales invisibles- de unos 8 minutos vibrantes, que luego tiene su eco en otro plano secuencia narrativamente muy pertinente, para mostrar la desorientación de los personajes, con momentos interpretativos estimulantes de Dano y Del Toro, de contagiosa euforia, cuya naturaleza no conviene revelar por ser un spoiler. Luego, el sexto episodio nos cuenta el origen de los tres protagonistas, breves y estupendos relatos para cada uno, con tono de cine criminal, que revelan los peores pecados de los personajes que hemos llegado a comprender. Lo que se cuenta aquí es la razón por la que los tres están en la prisión de Dannemora, incluida Tilly. El relato de la fuga en sí, es trepidante y tiene elementos de aventura y supervivencia, pero sobre todo, sirve para terminar de definir a los personajes: complejos, contradictorios y por ello, tremendamente humanos. Resulta clave cómo reaccionan ante el clímax de la historia, porque es entonces cuando se revelan por completo. El desenlace, que se extiende durante lo dos episodios finales, se ajusta perfectamente a las personalidades de cada uno (secundarios incluidos). Fuga en Dannemora establece un destino inapelable para sus antihéroes que no proviene de fuerzas externas, sino que responde a las debilidades humanas de Richard, David y Tilly. Cada uno recibe lo que se merece dentro de un sistema tan implacable como imperfecto.

PAPER GIRLS -BIENVENIDAS AL FUTURO


Tu nuevo cómic favorito se llama Paper Girls. O más bien, tu primera serie de cómics favorita se llama Paper Girls. Dicho mal y pronto, lo que han ideado Brian K. Vaughan y Cliff Chiang es, en viñetas, el equivalente a una serie de Netflix -de hecho, Amazon Prime tiene los derechos de una adaptación televisiva-. El cómic perfecto para el que no lee cómics. La imagen de cuatro chicas en bicicletas, en los años 80, le ha valido a este tebeo comparaciones con Stranger Things. Y la verdad es que las similitudes existen: el motor de la acción es el misterio y hay constantes referencias a la cultura popular. Pero Vaughan no está obsesionado con los años 80, como los hermanos Duffer. Empecemos por la premisa argumental: cuatro adolescentes, la recién llegada Erin Tieng, la fumadora Mackenzie ‘Mac’ Coyle, la jugadora de hockey Karina ‘KJ’ y la videojugona Tiffany Quilkin, son repartidoras de periódicos -The Cleveland Preserver- que viven en el típico small town, Stony Stream, en 1988. Todo lo que contemos a partir de esto, es susceptible de ser un spoiler. Vaughan hace avanzar la historia en cada número -30 en total- a fuerza de descubrimientos, sorpresas y giros inesperados. Estos suelen estar expresados en una fantástica splash page de Chiang, que sirve para darle fuerza al momento en el que todo cambia. En cada número suele haber una sorpresa argumental o un descubrimiento, y luego un cliffhanger que hace prácticamente imposible dejar de leer. Los primeros 5 episodios de Paper Girls (Image Comics) plantean muy brevemente la historia y son como una catapulta que lanza la acción hacia adelante, produciendo en el lector un vértigo muy divertido. No sabemos a dónde va el argumento porque Vaughan mezcla tantos elementos que no parecen tener relación entre sí, que resulta complicado imaginar un hilo conductor. Lo hay. Los siguientes diez números, aproximadamente, mantienen el ritmo de descubrimientos muy locos, cambios de escenario y personajes nuevos, pero establece un marco -de ciencia ficción- para que todo lo que nos presentan tenga cabida y sea coherente. Esos primeros 15 números de Paper Girls -publicada en España por Planeta Comicson el puro placer de leer, y es fácil imaginarse al guionista del otro lado de las viñetas dejándose llevar por el puro placer de contar. Además, la narración está trufada de referencias a películas, canciones y objetos de la cultura popular -estupenda la idea de convertir el cotidiano logo de Apple en símbolo del misterio- además de presentar continuamente conceptos geniales que podrían convertirse perfectamente en pequeñas historias en sí mismas. Un ritmo creativo que me recuerda a los primeros números de Stan Lee y Jack Kirby al frente de Los Cuatro Fantásticos. Los dibujos de Chiang son maravillosos, sencillos pero detallados y sólidos. Sorprende que pueda mantener ese nivel gráfico en una serie mensual. 

Es aquí cuando conviene recordar que Vaughan es uno de los guionistas más en forma actualmente -Y: El último hombre (2002) y Saga (2012)- pero también que formó parte del equipo de escritores de Perdidos, serie de televisión que parece un referente claro para la forma de narrar, siempre hacia adelante, de Paper Girls. Pero cuidado, porque, no sé si para bien o para mal, Vaughan parece haber aprendido bien la lección del final de la serie de J.J. Abrams y Damon Lindelof, tan criticado -injustamente en mi opinión-. Quizás por ello, a partir del número 20, Vaughan va cerrando cabos y desarrollando su historia sin abrir más vías de fuga, concentrando el relato sobre sí mismo. Hasta ahora, no se había preocupado demasiado por profundizar en sus personajes, muy esquemáticos en los inicios de la narración, y luego moldeados en estupendas escenas aisladas en las que descubrimos los miedos, deseos y frustraciones de las adolescentes protagonistas. En sus últimos números, la serie deja de ser la aventura de esas repartidoras de periódicos, para hablarnos de cómo procesan ellas -tras haber madurado durante un viaje en el que han visto de todo- las experiencias y los conflictos. Pero hay más. Si el final de Perdidos -y el de The Leftovers- desactivaba las expectativas del espectador sobre las principales incógnitas de la historia, Vaughan hace algo similar en Paper Girls. No es que deje de explicar nada: todo está más o menos sobreentendido. Pero los saltos narrativos que da Vaughan le sirven para que deje de importarnos el desenlace de su historia, puramente anecdótico a pesar de sus repercusiones cósmicas, y nos centremos en lo importante, en lo que pasa en las cabezas y en los corazones de las cuatro chicas que hemos aprendido a querer durante 30 números. Vaughan pone en duda el choque generacional y juega con el tiempo, con la percepción que tenemos de este, habla de madurar, de la nostalgia y convierte ese momento que parece eterno, cuando tenemos 12 o 13 años, en una aventura cósmica infinita, que contiene no una sino varias vidas, pero que, en realidad, solo ha durado un instante. La gran lección es que solo debe importarnos el presente.