TOY STORY 4 -NO SÉ DECIR ADIÓS


Toy Story (1995) desvelaba un maravilloso mundo infantil oculto, el de la posible vida de los juguetes cuando no los miramos. En ella, Buzz Lightyear (Tim Allen) debía aprender su verdadero papel en la vida, que no es un aventurero espacial, como reza la caja en la que venía empaquetado, sino un juguete cuya misión es hacer feliz a un niño. Esto lo aprendía del que primero sería su mayor rival, y luego, su mejor amigo, el vaquero Woody (Tom Hanks). Con la saga creada por John Lasseter, ha crecido una generación, que se divirtió luego con el espectáculo autoconsciente y cinéfilo de la segunda parte en 1999 y que en 2010 vivió de la forma más emocionante posible el tránsito a la vida adulta con Toy Story 3. En ella, el niño que jugaba con los personajes que todos conocemos, pasaba el testigo a una niña, Bonnie (Madeleine McGraw), lo que introducía el factor del tiempo y la mortalidad en la trilogía. El tema de crecer y dejar atrás etapas de la vida, y aceptarlo, ha demostrado ser la gran preocupación de Pixar: la secuencia inicial de Up (2009), la niña de Del revés (2015), la jubilación de Rayo McQueen en Cars 3 (2017) y por supuesto, esa gran obra sobre la muerte que es Coco (2017). Ahora, Toy Story 4 regresa con lo que solo puede ser un epílogo, en una entrega que cumple con todas las constantes de la saga: los personajes entrañables de siempre, espectaculares secuencias de acción y aventura, los ya clásicos momentos tenebrosos de puro terror, nuevos juguetes a conocer -alguno tan interesante y atípico como Forky (Tony Hale)- y mucha comedia. Donde esta película sube las apuestas es en su carga emocional, con una dosis muy alta, y por supuesto, en la calidad visual de su animación, en la que los efectos de luz, las texturas, la física de los elementos que se mueven, comienzan a ser indistinguibles de la imagen real. Mención aparte merece la fotografía, preciosa sobre todo en las secuencias en la feria, con las nostálgicas luces de las atracciones. El gran protagonista de la función es Woody, que asume el papel del motor de la acción y que se convierte en el personaje que debe transformarse, precisamente, con respecto a esa lección que le diera a Buzz en la primera película. ¿Se puede ser algo más en la vida que un juguete? El vaquero experimenta algo así como una crisis de la mediana edad, que lleva a reflexiones muy interesantes. Hasta ahora, Woody ha sido el gran héroe, entregado por completo a la felicidad de un niño, primero Andy, ahora Bonnie -que aquí deja atrás el parvulario- pero ¿Tiene derecho un héroe a pensar también en sí mismo? El ejemplo a seguir por Woody se lo dará un personaje con recorrido feminista, la inocente pastorcilla Bo Peep (Annie Potts), que se convertirá en una auténtica superviviente a los Ellen Ripley. Y para contar esta historia, es interesante el dibujo social que hace Toy Story 4 de los juguetes, en el que hay unos privilegiados, los que tienen un 'niño' que juega con ellos, y otros desfavorecidos, los juguetes perdidos, que como los refugiados y los inmigrantes están obligados a buscarse la vida en los márgenes del sistema. Woody encontrará su verdadera vocación y se convertirá en una suerte de Oscar Schindler -en un concienciado activista de una ONG- para estos juguetes, empeñado siempre en salvar a uno más. Con estos elementos, hay que aplaudir la capacidad de riesgo de Disney/Pixar que, sabedores de que tienen entre sus manos un producto con una taquilla asegurada, se arriesga con una entrega de tono crepuscular, inevitablemente amarga, incluso más triste y casi más valiente que Toy Story 3. La productora podría haberse limitado a colocar sus juguetes en una aventura más, pero ha decidido exigir a su público -¿Infantil?- que escale un peldaño emocional más para enfrentarse a sentimientos tan complicados como decir adiós o como descubrir el mundimperfecto y cruel que existe fuera de su habitación. Valiosa experiencia para un niño.

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