TONI ERDMANN: LA VERGÜENZA DE EUROPA


Debo confesar que, más allá de los maravillosos Lubitsch y Wilder, mi desconocimiento es absoluto sobre la comedia cinematográfica alemana. ¿Existe? De hecho, tengo una amiga española, pero filogermánica, que nunca sabe si estoy de broma. Creo que podemos estar de acuerdo en que el humor es subjetivo, cambia de país en país y que, probablemente, el alemán no es demasiado exportable. Digo esto porque creo que Toni Erdmann es primero una película sobre el humor, antes que una comedia. Habría que hablar, de hecho, del posthumor, ese que no busca la carcajada franca, sino que prefiere despertar en el espectador una risa nerviosa, incómoda, pero también más inteligente. Es el humor de la vergüenza ajena, cuyo principal referente actual tiene que ser, necesariamente, Ricky Gervais, el de The Office (2001-2003) y también el de las sonadas actuaciones como presentador en las galas de los Globos de Oro. En este film, la directora alemana Maren Ade apuesta, sin embargo, por una vertiente menos agresiva del posthumor de Gervais, más en la línea de la versión estadounidense de The Office (2005-2013), protagonizada por Steve Carrell, que aportaba a su personaje -el jefe imbécil que se cree gracioso- una dosis de ternura que hacía imposible odiarle (a Gervais es mucho más fácil detestarle). Con algunos elementos tonales, también, del Dogma 95 danés de Lars Von Trier y Thomas Vinterberg, Toni Erdmann es una película salvaje, impredecible, a ratos desconcertante y en resumen, única. Winfried (Peter Simonischek), es un padre bromista que se inventa un personaje estrafalario, Toni Erdmann, con el que le hace la vida imposible a su hija, Ines Conradi (Sandra Hüller), una agresiva y ambiciosa ejecutiva. No debe ser casual que los dos personajes principales sean padre e hija. Nada nos avergüenza más que nuestros padres, porque, de alguna manera, nos hacen sentir que seguimos siendo niños. Nos hacen recordar que una vez nos limpiaron el culete. Tienen el poder de despojarnos de nuestros roles de adulto: de profesional, de amigo, de amante, haciéndonos ver que seguimos jugando a ser mayores. Lo que quiere conseguir Winfried haciéndole pasar vergüenza a su hija es el mensaje principal de esta película, digámoslo ya, imprescindible. La película de Maren Ade nos habla, primero, de lo simulado y de la hipocresía. Del miedo al ridículo que nos lleva a la falsedad social. Los pésimos chistes de Winfried, los ridículos personajes que se inventa con una dentadura postiza y una peluca, desenmascaran la imbecilidad de los ambientes de trabajo, de las relaciones de poder en los negocios, de las amistades e incluso de las relaciones sentimentales. Toni Erdmann nos pregunta básicamente por qué nos da vergüenza hacer el tonto, cantar en público o mostrar nuestro cuerpo desnudo y sin embargo presenciamos sin pestañear espectáculos indignantes como la desigualdad -la película plantea una Europa a dos velocidades al situar a personajes alemanes en Rumanía- el despido de un trabajador, un jefe machista o la ridícula impostura de una presentación de negocios y el forzado uso del inglés como el idioma de los negocios. Toni Erdmann es una película sobre el humor -nunca hay que perderlo, dice su magnífico personaje principal- pero también sobre la educación, sobre la paternidad y como ya he dicho, sobre la vergüenza: la propia, la ajena y la que nos falta. Por cierto, lo que he contado al principio sobre la comedia alemana, era mi propio ejercicio personal de vergüenza ajena.

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