YO, ÉL Y RAQUEL (ALFONSO GOMEZ-REJON, 2015)


Hay una web sobre cine que suelo leer que se llama Birth Movies Death. Nacer. Películas. Morir. Esas tres palabras podrían resumir el sentido de mi vida. Yo, él y Raquel, el título de esta cinta que no te debes perder, utiliza una sílaba más para expresar el mismo concepto. El original, Me, Earl and the Dying Girl incluye alguna palabra más, pero se acerca incluso más a la idea. Vivir a través del cine. Morir con él. Eso es lo que hace Gregg (Thomas Mann), el personaje al que se refiere el "yo" del título. Se trata de un chaval al que no me puedo sentir más cercano. Tímido y feo, nunca ha conseguido encajar. Por eso se ha esmerado toda su vida en no molestar. En estar bien con todos sin acercarse demasiado a nadie. Su único amigo, con el que no tiene nada en común, es más bien un compañero de "trabajo". Gregg y Earl (RJ Cyler) se dedican a hacer películas-homenaje. Aman tanto el cine que utilizan su tiempo libre para rehacer -a lo cutre- los clásicos que les han marcado. Y eso mola. En Yo, él y Raquel aparecen algunas de estas películas amateur-spoof -films dentro del film como en Rebobine, por favor (Michel Gondry, 2008)- y por eso hay un montón de citas cinéfilas en la película. Aparecen Werner Herzog -y Klaus Kinski-; Los 400 golpes de Truffaut y la nueva ola francesa; los zombies de George A. Romero -en una chaqueta-; Taxi Driver de Martin Scorsese en una tele; Sergio Leone a través de la música de Morricone; y Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y Coppola y hasta Hugh Jackman haciendo de Lobezno. Todas esas referencias son suficientes para que esta película sea simpática, pero estamos ante una obra que es bastante más que eso. La historia comienza como una de esas comedias amables con las que te identificas, sin más, pero tiene uno de los clímax más emotivos que he visto nunca -que me hizo pensar en Kubrick, en 2001: Una odisea en el espacio (1968)- y que se vale del gigantesco tema The Big Ship de Brian Eno, para luego rematar con un epílogo tan bonito que le daría envidia a Wes Anderson. El director, Alfonso Gomez-Rejon, utiliza aquí todos los trucos de cámara -esos planos desequilibrados, giratorios- que ensayó en American Horror Story y consigue una película que hace que al salir de la sala, la vida (real) te parezca más intensa. Más como el cine.

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