La historia de Bonnie y Clyde, pareja de delincuentes de los años 30, convertidos en leyenda romántica -inmortalizados en el cine por Arthur Penn, recordaréis a Warren Beatty y Faye Dunnaway- tiene elementos más que pertinentes en los tiempos que corren. El atractivo de los fuera de la Ley sigue siendo el mismo en el cine de gángsters de los años 40, en la época desencantada post Watergate de los 70, y en nuestra era de moral líquida. Convertir en villanos a los bancos -pensemos también en Comanchería (2016)- y a unas fuerzas de policía casi fascistas, parece más pertinente hoy, que nunca. Por no hablar del comentario sobre la fama de esta pareja de atracadores, que refleja bien nuestra era de realities, virales y redes sociales narcisistas. Mencionemos además las posibilidades de un personaje como Bonnie Parker para reverberar con nuestra época de -necesarias- reivindicaciones feministas. Lo dicho, volver a contar la peripecia de Bonnie y Clyde en 2019 parece una idea lógica, coherente con el espíritu de los tiempos. Casi obvia. Lo que creo que es una idea estupenda es aproximarse a esa historia desde el punto de vista de dos policías retirados, carcas, de moral conservadora, ex miembros de un cuerpo que suena a salvaje oeste y a tomarse la justicia por su mano: los Rangers de Texas. Frank Hammer y Maney Gault son los últimos pistoleros, enfrentados a una época que se acaba. Más que una película de gángsters, The Highwaymen parece un western crepuscular. Kevin Costner y Woody Harrelson son estos viejos -¿Héroes?- con una última misión, la de perseguir a los últimos forajidos. No entienden que los tiempos hayan cambiado, que el pueblo admire más al criminal asesino que al policía que hace cumplir la ley. Ambos representan las dos caras de la crisis económica -Hammer es rico, Gault no tiene nada- y son vistos, por casi todos, como incómodos dinosaurios, sin embargo, necesarios. El que posiblemente sea el mejor film de John Lee Hancock -El fundador (2016)- tiene un desarrollo absorbente en el que estos dos vaqueros anacrónicos persiguen fantasmas, colillas, casquillos y manchas de sangre. Ni siquiera hay nostalgia por el mundo al que pertenecieron, que el personaje de Harrelson recuerda como violento, cruel, carente de sentido y sobre todo, traumatizante, esto último expresado en un soberbio monólogo de Woody Harrelson. Porque esta película incide mucho en las generaciones del futuro y en cómo un pequeño incidente puede cambiar el camino de una vida. La idea de no mostrar los rostros de Bonnie y Clyde, hasta el preciso final, para mantenerlos en la leyenda, pero también en la incertidumbre de quiénes son -y de si merecen el castigo un tuvieron- es fantástica. Porque estamos ante una película en la que no debemos buscar buenos ni malos, sino simplemente personas, con defectos y virtudes, enfrentándose a decisiones terriblemente difíciles. ¿No somos todos eso mismo? En los tiempos que corren, repito, en los que parece obligado tomar partido, radicalizarse, elegir un bando y decidir quiénes son los buenos y los malos, esta película de Netflix propone ponerse en la piel de todos y entender las motivaciones de cada uno. Creo que no hay mensaje más necesario.
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