YO, FRANKENSTEIN (STUART BETTIE, 2014)


Hay personajes en la ficción popular que parecen capaces de resistir cualquier cosa. Conocemos tan bien a Sherlock Holmes, a King Kong, a Peter Parker, que aunque los veamos (mal)utilizados en subproductos de pésima calidad, son capaces de sobrevivir intactos. Para mí, ese es el caso de la criatura de Frankenstein. La creación de Mary Wollstonecraft encarna conflictos humanos universales. Su verdadera inmortalidad es su capacidad de mantener su esencia a pesar de verse  sometida a todo tipo de mutaciones. En Yo, Frankenstein, Aaron Eckhart recoge el testigo de Boris Karloff, Christopher Lee, Robert DeNiro y Benedict Cumberbatch, y cumple aunque el guión no le proporcione absolutamente nada con lo que construir su personaje. Eckhart interpreta con solvencia al monstruo porque se apoya en el peso de una tradición que ha asentado las coordenadas de ese arquetipo trágico en nuestros subconscientes. Todo el mundo sabe quién es Frankenstein -y su criatura- sin haber leído la novela o haber visto ninguna película.


El cartel de Yo, Frankenstein ofrece como reclamo que la película ha sido producida por los mismos de la saga Underworld (Len Wiseman, 2003). Eso, en principio, me hizo esperar una película de acción con secuencias espectaculares y una estética cuidada. Pero no encontré nada de eso. Lo que la frase "de los productores de Underworld" quiere decir realmente es que han reutilizado el argumento de la saga protagonizada por Kate Beckinsale: dos razas de seres fantásticos se enfrentan y en medio hay una tercera especie única. Si en aquella se enfrentaban vampiros y hombres lobo por el control de un híbrido, aquí tenemos a demonios contra ¡gárgolas! que luchan por hacerse con los secretos de la criatura. Siendo la creación del monstruo un desafío -de la ciencia- a Dios, probablemente habría sido más lógico una lucha entre ángeles y demonios. Pero quizás por una cuestión estética -supongo que esto viene del cómic original- nos encontramos con unas gárgolas que parecen sacadas de un videojuego y que viven en una catedral gótica generada por ordenador. Opiniones subjetivas aparte, esta decisión provoca un enfrentamiento entre gárgolas digitales voladoras y unos demonios -¡sin alas!- caracterizados con aparatosas máscaras de látex. Esto hace que la interacción entre ambos bandos, la lucha física, sea más bien torpe. Tanto que las batallas están contadas casi siempre en planos generales. En medio de este despropósito, un grupo de actores -a los que hemos visto en mejores cometidos- dan vida a sus personajes con bastante profesionalidad, incluyendo a un Bill Nighy que ya había participado en Underworld.


Entre lo poco rescatable de esta película, un par de hallazgos. Uno visual durante la pelea entre la criatura y la gárgola Gideon (Jai Courtney) cuya perspectiva adoptamos para ver el rostro de Eckhart atravesando paredes y luego en una vertiginosa caída libre. Y en segundo lugar -AVISO SPOILERS- la revelación de los centenares de cuerpos que preparan los demonios como contenedores para sus almas. Un ejército de monstruos de Frankenstein que lleva a la criatura a ser bautizada como Adam. En un giro muy pulp y muy desvergonzado, esta película hace realidad el error que la mayoría de la gente suele cometer -¡y que de hecho comete el personaje de Bill Nighy!- Frankenstein ya no es solo el apellido del creador, sino también el de la criatura. Quizás, así, ya no se sentirá tan solo.

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