DIRECTOR -DAVID LEAN -TODAS SUS PELÍCULAS


Sangre, sudor y lágrimas
(1942) es la primera película en la que David Lean aparece acreditado como director. Se trata de un drama sobre la Segunda Guerra Mundial que abarca todos los aspectos sobre el conflicto: desde el combate en el frente -en este caso, marítimo- hasta las consecuencias para los civiles -los bombardeos de Londres- y las familias de los combatientes. La película está realizada con una solvencia que desmiente su carácter de primer trabajo. Aquí David Lean está a la altura de un director experimentado, si bien podemos utilizar el socorrido término de 'artesano', antes que el de un autor propiamente dicho. Este término le pertenece más bien al actor y dramaturgo Nöel Coward, que escribió el texto para esta obra con fines propagandísticos en tiempos de guerra y basándose en la carrera de Louis Mountbatten. Coward firma el guión, protagoniza -como el capitán E.V. Kinross-, compone la música y codirige junto a Lean -aunque al parecer, relegó completamente la realización en él a las tres semanas de rodaje, tras comprobar su eficacia-. La película le valió a Coward el Óscar honorífico en 1943. El argumento utiliza como hilo conductor la historia de un barco: vemos primero su construcción y luego conocemos a la tripulación, que enseguida entra en combate. A partir de ahí, la trama retrocede para mostrarnos la historia de algunos de sus tripulantes, mediante flashbacks. Coward demuestra su talento para el retrato de personajes, combinando en ellos la cercanía, una sabiduría popular con bastante sentido del humor, pero también cierto idealismo expresado en el amor de los marinos por su nave -el HMS Torrin-. La idealizada solidaridad entre camaradas y una fuerte carga patriótica se justifican por los tiempos que corrían entonces. Lean acompaña la historia con una cámara invisible, capaz de ser intimista en los momentos más dramáticos, pero que también apunta ya hacia la épica de un relato de alcance global, con escenas de multitudes, desfiles y batallas navales algo discretas, quizás, por unos rudimentarios efectos especiales -durante el rodaje de estas, por cierto, se produjo la muerte accidental de un técnico-. Está disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.


La vida manda
(1944) es una historia río que narra la vida de una familia en Londres desde el final de la Primera Guerra Mundial, 1919, hasta el inicio de la Segunda, en 1939. Entre esos dos conflictos pasa la vida para Frank y Ethel Gibbons -Robert Newton y Celia Johnson- cuyos hijos se harán mayores y darán a sus padres los típicos dolores de cabeza de la brecha generacional. El guión es muy hábil en el retrato de personajes y tiene una gran capacidad de hacerlos cercanos, humanos e identificables. El marco familiar se amplía a los vecinos y a las parejas de los hijos, que además de problemas personales reflejan los de un país, Reino Unido, en aquellos años de incertidumbre y drásticos cambios en la vida de las personas. Hay que decir que el espíritu del film está marcado por la adaptación de la exitosa obra de teatro de Noel Coward, cuyo universo autoral aparece reflejado en la adaptación que firman el director de la película, David Lean y Ronald Neame, que se encarga de la fotografía y aparece también como productor. La cinta guarda no pocas similitudes con la anterior colaboración entre Coward y Lean, la patriótica Sangre, sudor y lágrimas (1942). John Mills, que aquí repite en el papel que interpretó en el teatro, en ambas obras da vida a roles muy similares, de marino, que parecen compartir la misma visión del mundo. Pero creo que esta La vida manda resulta bastante superior y más completa. Su relato contrapone las esperanzas de vida de cualquier familia que debe enfrentarse a la historia y a los azares trágicos del destino. Una película estupenda sobre la nación y la identidad británicas -el título original, This Happy Breed, hace alusión a Shakespeare, Ricardo II-. La cámara de Lean se mueve con elegancia mostrándonos con la misma solvencia momentos íntimos de drama familiar y acontecimientos de alcance nacional y mundial. Destaquemos un momento en el que el director demuestra su sabiduría narrativa al presentar en off la reacción de los padres, Frank y Ethel, ante una trágica noticia, dejando el plano vacío, desde la puerta de la casa que da al jardín trasero, como despojando de sentido el escenario familiar y cotidiano de tantas tardes apacibles y tazas de té, ante la llegada insoportable de la muerte. 
Está disponible en Filmin. Si Sangre, sudor y lágrimas era la historia de un barco, esta es la historia de una casa.


Un espíritu burlón
(1945) es la tercera colaboración entre el dramaturgo Noel Coward, el director David Lean, y el director de fotografía Ronald Neame. Los tres aparecen como productores asociados de esta comedia fantástica basada en una obra de teatro de Coward. El protagonista es un escritor, Charles (Rex Harrison), que para inspirarse en su siguiente novela decide organizar una sesión espiritista, eso sí, desde el más puro escepticismo. La jugada le sale mal cuando aparece una descacharrante Madame Arcati (Margareth Rutheford) que es un auténtico desastre pero le deja en casa un efecto secundario bastante molesto: nada menos que su primera mujer -fallecida-, Elvira (Kay Hammond), que pasará a formar un triángulo amoroso imposible con su esposa actual, Ruth (Constance Cummings). Esta es la base de una película cuya comicidad se basa en el diálogo, y en la que Lean, sin embargo, demuestra soltura para la comedia, con buen timing e incluso algún gag visual que implica además unos rudimentarios -pero efectivos- efectos especiales. A mí me hace pensar en Me casé con una bruja (1942) de René Clair. 
Está disponible en Filmin.


Breve encuentro
(1945) es una de las películas más perfectas que he visto. Fue la ganadora del gran premio del Festival de Cannes y estuvo nominada a 3 premios Óscar, la primera nominación para David Lean como director y como guionista. Lean filma, de nuevo, un texto del dramaturgo Noel Coward, que adapta su propia obra, Still Life. En sus cuatro primeras películas, el director de Lawrence de Arabia (1962) solo ha trabajado con Coward, cuyo peso como autor es evidente -
Lean también colabora aquí, de nuevo, con Ronald Neame, que esta vez ejerce solo como productor-. Si las anteriores Sangre, sudor y lágrimas (1942), La vida manda (1944) y Un espíritu burlón (1945) eran obras de un marcado aire teatral -mucho diálogo, escenas estáticas en un escenario marcado- pero aquí Lean encuentra la fusión perfecta entre el texto -la voz en off, muy literaria, de la protagonista, que narra en flashback lo que le ha ocurrido, a modo de confesión- y la imagen propia del lenguaje cinematográfico. La primera secuencia del film es un buen ejemplo. Se nos presenta como escenario una estación de tren y al jefe de estación, Albert Godby -Stanley Holloway, que ya fue dirigido por Lean en La vida manda- entrando a la cafetería. Allí tiene una conversación superficial y algo pícara con la dueña del bar, Myrtle (Joyce Carey). La cámara abandona la cháchara de estos personajes para mostrarnos a una pareja en una mesa. Parecen estar en silencio, ajenos al ruido y al ajetreo de la estación. Nuestra atención vuelve de nuevo a la barra cuando una mujer entra y se sienta en la misma mesa que la pareja que hemos visto antes. Son Laura y el doctor Alec Harvey, los protagonistas de la historia, interpretados por Celia Johnson y Trevor Howard. La mujer que se ha sentado, Dolly (Everley Gregg), es maleducada y no para de hablar. La secuencia está cargada de diálogo, pero lo verdaderamente importante son los gestos y las miradas entre Laura y Alec, que cuentan toda una historia de amor y de dolor sin necesidad de decir una sola palabra. No entenderemos lo que ocurre realmente hasta el final de la película, pero la cámara de Lean, y las interpretaciones, ya lo han contado todo. La mano de Alec se posa sobre el hombro de Laura en lo que parece un simple gesto de cariño al despedirse: ese mismo plano, más tarde, será más poderoso que la mayoría de los besos que hemos visto en la gran pantalla. Lean juega con un elemento más: el sonido. El silbido de los trenes, el estruendo de su entrada y salida de la estación acompañará los momentos más arrebatados de la relación de amor entre Laura y Alec, y ese sonido será tan importante en la película como el concierto para piano nº2 de Sergei Rachmaninov. En esta secuencia inicial, el rugido chirriante del tren sirve para indicarnos que algo terrible ha estado a punto de ocurrir cuando Laura desaparece de la vista de Dolly. Un misterio para cuya resolución también deberemos esperar hasta el final. Estos momentos iniciales de la película dejan claro en qué coordenadas se va a mover la historia: definen la vida como una serie de compromisos, de conversaciones banales en las que debemos guardar la compostura, mientras los verdaderos sentimientos permanecen ocultos, esforzadamente encerrados dentro de una coraza. Laura y Alec deben ser personajes secundarios en su propia película. 

Tras la primera secuencia de Breve encuentro ya sabemos que estamos ante una obra maestra del cine, aunque el desarrollo de la trama recurra a la mencionada voz en off y a los estupendos diálogos teatrales de Coward. El guión opone el amor a la sociedad, representada por la institución familiar: Laura se ha enamorado de Alec, pero está casada, tiene hijos y es feliz. ¿Vale la pena tirar todo eso por la borda? El conflicto radica en que el corazón de Laura le pide estar con Alec y eso la hace sentir culpable, sórdida y ridícula. El cargo de conciencia se convierte dramáticamente en el 'qué dirán', en el Gran Otro represor que vigila, como dice de forma maravillosa el filósofo Slavoj Zizek en su Guía ideológica para pervertidos (2012) -no dejéis de verla, está en Filmin-. Ese 'qué dirán' está representado en la idiota parlanchina que es Dolly, pero también en la amiga que la pareja se encuentra casualmente en la calle, que no dice nada pero cuyo juicio Laura imagina; en el amigo de Alec, que con flema británica y mucha ironía le reprocha que tenga una amante -mucho antes de El apartamento (1960)-; también está en los que permanecen ajenos a la historia de amor de los protagonistas, ya que al hacerlo, le restan importancia a su drama, porque la vida seguirá para todos como si no hubiera pasado nada. Y el juicio moral está sobre todo representado en el gris marido de Laura, Fred (Cyril Raymond), un tipo decente y encantador, pero incapaz de entender a su mujer, de saber lo que pasa en su interior. Fred no tiene la culpa de nada, pero también tiene una vida oculta, como descubrimos al final, que revela que intuía la aventura romántica de su mujer, lo que le lleva a agradecerle que haya decidido permanecer en el hogar. ¿No es este el final más triste de la historia del cine? Laura vivirá una doble vida de felicidad a medias y Fred se conformará con su compañía, aún sabiendo que ama a otro. Breve encuentro está disponible en Filmin, Amazon Prime Video y Flixolé.


Tras trabajar sobre textos del dramaturgo Noel Coward en sus cuatro primeras películas, David Lean afrontó dos adaptaciones de novelas muy conocidas de Charles Dickens, como son Grandes esperanzas y Oliver Twist. En Cadenas rotas (1946), Lean tiene la oportunidad de desarrollar su propia mirada y despegarse de los diálogos -estupendos, pero teatrales- de Coward para conseguir una narración más cinematográfica, más visual: por ejemplo, llama la atención el brío de la cámara cuando Pip arranca los polvorientos manteles de la mesa para intentar salvar a Miss Havishan cuando esta se quema. Lean vuelve a colaborar con Ronald Neame y Anthony Havelock-Allan en el guión -además de Kay Walsh y Cecil McGiven- para estructurar una historia río que, como ya sabéis, comienza en la infancia del protagonista, Pip (Tony Wager) quien luego se convertirá en un joven, interpretado por John Mills, actor protegido de Noel Coward, que ya había actuado bajos las órdenes de Lean y que luego ganaría un Oscar por su papel en La hija de Ryan (1970). Cadenas rotas es una estupenda adaptación, quizás la más fiel y la mejor de las realizadas hasta ahora. La película me parece modélica por el tono de aventura de las primeras escenas de Pip en la playa cuando se cruza en su camino el presidiario fugado Magwitch (Finlay Currie); la forma en que se desarrolla el misterio del benefactor de Pip y el amor imposible de este por Estella (Valerie Hobson); y sobre todo por la textura gótica, de relato de terror que encuentra Pip en el polvoriento caserón de Miss Havisham -Martita Hunt, que años después sería la baronesa Meinster en Las novias de Drácula (1960)-, creo que un precedente de la famosa Norma Desmond (Gloria Swanson) en El crepúsculo de los dioses (1952). La escena final, en la que Pip arranca las cortinas para que la luz del sol caiga sobre Estella y rompa el siniestro hechizo que la ha convertido en un instrumento de venganza contra los hombres, anticipa al desenlace del Drácula (1958) de la Hammer, cuando el profesor Van Helsing (Peter Cushing) hace lo propio en Transilvania para derrotar al conde vampiro (Christopher Lee). Cadenas rotas es, además, la primera colaboración de Lean con un actor que será clave en su filmografía, nada menos que Alec Guinness, como Herbert Pocket. Cadenas rotas fue nominada a 5 premios Óscar, incluyendo mejor película, director y guión. Ganó dos, por su fotografía -Guy Green- y su fantástico diseño de producción -John Bryant y Wilfred Shingleton-.


Oliver Twist
(1948) es la segunda aproximación de David Lean al universo de Charles Dickens, en una adaptación que le permite depurar todavía más su capacidad como narrador visual. Buen ejemplo de ello es el prólogo -inexistente en el original literario- en el que vemos a la madre del protagonista (Josephine Stuart) llegando al hospicio donde dará a luz y morirá. La secuencia es muda y tiene la atmósfera de un film de terror. Tras esta presentación, Lean utiliza una puesta en escena impecable y un montaje quirúrgico (Jack Harris) para unir en una sola historia lineal -en un considerable esfuerzo por resumir la novela- los diferentes episodios que forman la vida del niño protagonista, Oliver (John Howard Davies), dejando sin embargo que sus actores tengan también momentos de lucimiento, como el irreconocible Alec Guinness como el anciano Fagin; el malvado Bill Sykes al que da vida Robert Newton en un papel diametralmente opuesto al de afable marido y padre de familia en La vida manda (1944); la perdida Nancy -Kay Walsh, que además colaboró en el guión (y que fue la segunda esposa del director)- que se niega a caer en la miseria moral del submundo en el que vive. La fotografía de Guy Green cubre de sombras los tristes escenarios de la pobreza del Londres en el que vive OIiver y satura de luz los lugares de los privilegiados, como la lujosa casa de Mr. Brownlow (Henry Stephenson). Creo que Lean evita caer en lo lacrimógeno -estamos, al fin y al cabo, ante un melodrama- y consigue momentos de una fuerza brutal: cuando narra fuera de campo el asesinato de un personaje mostrándonos a un perro aterrorizado arañando una puerta para escapar de la violencia humana. Oliver Twist es otra producción de Cineguild Production formada por Lean, Ronald Neame y 
Anthony Havelock-Allan -ahora sin Nöel Coward- y goza de un estupendo diseño de producción y fantásticos escenarios diseñados por John Bryan: ese fantástico puente entre los edificios del Londres del siglo XIX que cruzan los ladrones de Fagin para llegar a su guarida.


Es imposible no ver en Amigos apasionados (1949) una variación de Breve encuentro (1945) en la que el tema central vuelve a ser el amor romántico, el que sienten Mary Justin -Ann Todd, que se convertiría en la mujer de David Lean tras el rodaje- y el profesor Steven Stratton -de nuevo Trevor Howard, lo que aumenta la comparación con Breve encuentro- en oposición al matrimonio, a una relación sentimental, digamos, más práctica, la que mantiene Mary con el banquero Howard Justin -estupendo Claude Rains en un papel de cierto patetismo, el de un marido que acepta que su mujer no lo quiera, con algunos puntos de contacto con Encadenados (1946)-. Breve encuentro resultaba muy realista, ya que la experiencia nos dice que, en general, hombres y mujeres no suelen, por norma, tirar sus vidas por la borda para perseguir el amor; y justamente por eso presentaba a sus protagonistas como personas comunes, en ambientes cotidianos, despojados de todo glamur o romanticismo. Amigos apasionados, en cambio, lleva a su pareja protagonista a idílicos paisajes en los alpes suizos, paseos en lancha -no pude evitar pensar en My Mexican Pretzel (2020)-, bailes de disfraces de fin de año y mansiones de lujo. Escenarios mucho más románticos que permiten a los protagonistas soñar con cómo hubieran sido sus vidas de haberse dejado guiar por sus corazones. Es una historia sobre la vida no vivida. Lean consigue de nuevo introducirnos en ese universo íntimo de personas que se aman en secreto, que anhelan un mensaje, una llamada o un encuentro furtivo, pero también nos muestra el dolor y los celos de un personaje que no aparecía en Breve encuentro más que referencialmente, el marido engañado. Claude Rains puede parecer el villano de la función, el que se opone a la consumación del amor verdadero, el frío banquero, siempre ausente de la vida de su esposa, que desprecia el romanticismo -ese discurso en el que critica a los alemanes por su vena romántica que acaba relacionando ¡con el nazismo!-, pero acaba despertando nuestra compasión al volver a aceptar en su casa a Mary. 
Basada en una novela de H.G. Wells, Lean saca mucho partido del material jugando al doble sentido, precisamente, en los diálogos de Howard, cuando dicta cartas sobre temas bancarios, o en el mencionado discurso sobre los alemanes, habla veladamente de su situación o critica a los amantes. Hay secuencias de mucha tensión gracias a la planificación de Lean y al montaje: cuando Howard dicta la mencionada carta y descubre que Mary ha olvidado las entradas del teatro, o cuando el banquero mira con unos prismáticos -una idea hitchcockiana- y su secretaria sabe que Mary se acerca en una lancha con Steven. Mary es el personaje más problemático de la historia, al elegir la seguridad de una posición económica antes que el dictado de sus sentimientos, condenándose a sí misma a una doble vida hasta el final de sus días. "Tu vida será un fracaso", le dice Steven a Mary, aunque  la película lo presenta a él como un hombre feliz, con mujer e hijos.


En Madeleine (1950), dirigida por David Lean, nos encontramos de nuevo con una mujer dividida entre dos hombres, como en Breve encuentro (1945) o Amigos apasionados (1949). Pero si en estas obras los espectadores teníamos acceso al monólogo interno de las heroínas, mujeres fuertes oprimidas por la sociedad, aquí el rostro de Madeleine -de nuevo Ann Todd, pareja de Lean- no nos da pistas sobre cuáles son sus verdaderos sentimientos. Madeleine está enamorada del francés Emile (Ivan Desny), pero teme la censura de su familia, de su padre (Leslie Banks), y por eso prefiere elegir al pretendiente que sí cuenta con la aprobación paternal, William (Norman Wooland). Pero esta decisión le costará caro: Emile le hará chantaje para que se case con él. La película juega a la ambigüedad: no sabemos realmente a quién prefiere la protagonista, ni por qué, ni sabremos, sobre todo, si es realmente culpable de un crimen que no revelaré aquí. 
David Lean se muestra como un maestro de la narrativa visual, expresando las emociones de sus personajes o el sentido de las escenas, a través de objetos y acciones: el frenético baile escocés para representar el deseo sexual; el bastón de Emile que cae el suelo y el chal de Madeleine que este recoge; las altísimas escaleras expresionistas que Madeleine debe subir para llegar a la sala del juzgado; pero sobre todo, el juego de tazas, polvos -de cacao o de veneno- que como un prestidigitador Lean coreografía delante de la cámara. ¿Es culpable Madeleine? Disponible en Filmin y basada en una historia real, se puede relacionar con la interesante Lady Macbeth (2016), protagonizada por Florence Pugh.


La barrera del sonido
(1952) es un film estupendo, aunque puede no parecerlo en sus primeros compases. Esto se debe a una narrativa arriesgada, que traslada el punto de vista -y por lo tanto, el interés del espectador- de un personaje a otro. Primero conocemos al piloto Phillip (John Justin), al que la historia deja a un lado, enigmáticamente, tras el prólogo, para centrarse en Tony (Nigel Patrick), a quién acompañaremos durante la mayor parte del metraje. Pero un suceso nos apartará también de este cuando todavía queda al menos un tercio del film. La barrera del sonido nos habla, al menos de forma epidérmica, de los esfuerzos de un empresario visionario y tiránico, John Ridgefielf 'J.R.' -estupendo Ralph Richardson-, y de los mencionados pilotos, para rebasar con un avión la velocidad necesaria para sobrepasar la velocidad a la que hace mención el título. David Lean renuncia a la puesta en escena con la cámara, para contar esta historia a través del montaje, en planos cortos fijos o con movimientos de cámara meramente funcionales, pero esta decisión artística no resta un ápice de fuerza a la verdadera historia que propone el guión de Terence Rattigan y que Lean pone en imágenes. Por un lado, se trata de la barrera emocional que impide que J.R. se relacione con sus semejantes, con su familia, obsesionado por un logro histórico: en el camino, le costará la vida a varios de sus seres queridos, lo cual no lo detendrá. Pero sobre todo, lo que Lean nos cuenta, una vez más, es la historia de una mujer dividida entre dos hombres, entre el amor y el deseo de libertad y la coerción de la sociedad, de los prejuicios, y en este caso del poder de su padre. Ese personaje, esa mujer es aquí Susan, de nuevo Ann Todd, quien sufrirá silenciosamente el no ser amada por su padre, la pérdida de sus seres queridos y amados, un sacrificio extremo que tendrá como recompensa el acercamiento a ese padre terrible y tirano, que acaba convirtiéndose en uno de los personajes más redondos de la filmografía de Lean hasta este momento. Está en Filmin.


En la breve filmografía de David Lean -apenas 16 títulos- hay tan solo dos comedias:
Un espíritu burlón (1945) y El déspota (1954). En esta, el gran Charles Laughton encarna al dueño de una zapatería, Henry Hobson, presentado como una suerte de dictador en la casa que comparte con sus tres hijas. Henry es machista, misógino y alcohólico, un tipo despreciable que la interpretación de Laughton mantiene dentro de los límites de lo cómico. La verdadera protagonista es la mayor de las hijas del zapatero, Maggie (Brenda de Banzie), un personaje que representa un nuevo paso adelante en la evolución de los retratos femeninos de la filmografía de Lean. Maggie es una mujer capaz, inteligente y decidida, que se niega a ser una solterona -destino al que la ha condenado su terrible padre- y tampoco aceptará que otros elijan a su marido. Durante la trama, Maggie cambiará la dinámica de su familia, dándole una buena lección a su padre y ayudando a sus hermanas -que solo sueñan con casarse-, además de convertir a su pareja elegida, el simple William Mossop -John Mills colabora de nuevo con Lean- en un hombre hecho y derecho. La película es una comedia teatral -basada en la obra de Harold Brighouse- que Lean se esmera en convertir en cine: el cartel con forma de bota, que marca el principio y el final del relato; los planos de la zapatería vacía, que tendrán su eco en la nueva aventura empresarial de Maggie; la tensa preparación de William Mossop para su noche de bodas; y sobre todo, las secuencias de borrachera de Henry Hobson, en las que Lean utiliza diferentes efectos para expresar la alteración de su percepción por el alcohol y que Laughton aprovecha para lucirse en la comedia física, en el slapstick


Locuras de verano (1955) es el absurdo titulo en castellano de Summertime que quizás intenta aprovechar la fama de Katharine Hepburn como protagonista de la mejor screwball comedy -pensemos en los títulos de George Cukor y Howard Hawks-. Nada que ver. En su primera película rodada fuera de Inglaterra, aparece el David Lean más libre y más entregado a la imagen, prescindiendo del argumento para mostrarnos a Jane Hudson, una turista estadounidense que se deja llevar por la ciudad de Venecia y que registra todo con su pequeña cámara mientras se topa con diversos personajes, italianos o extranjeros como ella. La película es verano: despreocupada, contemplativa, sin prisas, de tiempos muertos que parecen un anticipo de la inminente Nouvelle Vague. Tiene la capacidad de hacernos sentir como turistas en Venecia, de pasearnos por ella y también consigue que veamos a los italianos con mirada curiosa y a los estadounidenses con gracia. Jane Hudson es un personaje femenino heredero de la Laura de Breve encuentro (1945) o de la Mary de Amigos apasionados (1949). Como ellas, Jane tampoco encuentra el amor, solo que aquí no tenemos acceso a su monólogo interior, la intuimos soñadora y romántica, pero no sabemos qué le impide consumar su aventura romántica. Tampoco conoceremos su pasado, ni su vida en Estados Unidos, ya que aquí no hay flashbacks explicativos. Renato (Rossano Brazzi) se escapará de entre la punta de sus dedos como esa flor que se aleja flotando por uno de los canales en una de las mejores escenas de la película. Jane llega y se va en tren, símbolo del destino en Breve encuentro -y en otras películas de Lean-. De hecho, el siguiente plano de la filmografía del director británico es también un tren, el que aparece en los primeros instantes de El puente sobre el río Kwai (1957).



El puente sobre el río Kwai
(1957) es la segunda obra maestra de David Lean en la que, tras una decena de películas, demuestra haber conseguido depurar una narrativa que se vale únicamente de recursos cinematográficos. Lean hace además un uso soberbio del escenario donde se desarrolla la trama -una de sus marcas de estilo- en esta ocasión la exuberante pero infernal selva de Tailandia. La película es un sorprendente alegato antibélico -la incapacidad del soldado canadiense Joyce (Geoffrey Horne) para matar- que denuncia el absurdo de la guerra y cuestiona el conservadurismo y el apego a las normas, al sistema. La historia presenta a tres personajes antitéticos. Por un lado el 'comandante' estadounidense Shears (William Holden), un pícaro que se aprovecha de cualquier situación para su provecho, incluso en un escenario trágico como la Segunda Guerra Mundial, y que se las arregla para vivir lo mejor posible. Una actitud reprochable, pero, sin duda, la más humana del film cuyo argumento firman Michael Wilson y Carl Foreman adaptando una novela de Pierre Boulle -autor, por cierto, de El planeta de los simios (1963)- contrariado entonces por varios cambios con respecto a su texto, sobre todo en el final de la historia. Shears es prisionero del coronel Saito (Sessue Hayawaka), un militar duro, sádico, al que no le importa acabar con la vida de sus prisioneros. Por último, tenemos al coronel Nicholson (Alec Guinness), un militar de carrera, tan deseoso de ser eficiente que pasará de una heroica -aunque absurda- resistencia a las órdenes de Saito, a convertirse prácticamente en su mejor aliado al empeñarse en la construcción del puente del título que necesitan los japoneses con un entusiasmo casi cómico. La película establece así una guerra entre caballeros, en la que los oficiales eran de otra clase con respecto a los soldados -lo que puede recordar a La gran Ilusión (1937)-; juega también a la locura de la guerra en medio de una selva perdida -lo que trae a la memoria la posterior Apocalypse Now (1979)-; y presenta contrastes tremendos entre el escenario bélico y la aldea de los nativos, que viven más o menos ajenos al conflicto bélico, por no hablar del refugio de los soldados británicos, prácticamente un balneario paradisíaco -que hace pensar en La delgada línea roja (1998)-. El desenlace, en el que Lean prescinde prácticamente de diálogos y de la música, cuando un grupo de soldados ataca el puente construido por sus propios aliados prisioneros, es antológico: esa imagen del mayor Clipton (James Donald) diciendo 'la locura' es imborrable. El puente sobre el río Kwai ganó 7 premios Óscar: mejor película, director, actor (Alec Guinness), guión adaptado, fotografía (Jack Hildyard), banda sonora (Malcolm Arnold), montaje (Peter Taylor), y además estuvo nominado Sessue Hayawaka como mejor actor de reparto. También ganó el Globo de Oro y el Bafta a la mejor película, entre otros. Seguro recordáis la famosa marcha del Coronel Bogey, esos silbidos alegres que sirven de contrapunto magistral al drama que presenta la película.


Lawrence de Arabia (1962) no solo es una de las grandes películas de la historia del cine y probablemente el mayor logro de su director, David Lean, sino una de esas obras que ya están por encima del bien y del mal. De esos clásicos que nadie se atreve a criticar, una película tótem inalcanzable e incomparable. Pero si ha alcanzado ese nivel, creo yo, es por méritos propios: el poder de sus imágenes nos transporta irremediablemente a otra realidad, a ese desierto que enamoró a su protagonista y nos desconectan de la sala de cine -ojalá verla en pantalla grande alguna vez- o del salón de casa. Como la lectura de un bueno libro, Lawrence de Arabia es de esas películas que nos invitan a vivir en ellas. Esto me resulta muy curioso porque no estamos ante una cinta complaciente, ni mucho menos: sus tres horas y cuarenta y ocho minutos de duración obligaron a incluir un intermedio, como cuando cerramos el libro para no seguir devorando capítulos porque notamos cierto cansancio que nos impedirá disfrutar plenamente de la lectura. Además, Lean depura aquí completamente su narrativa visual, utilizando todos los recursos aprendidos en sus películas anteriores para contar, claramente, sin usar la palabra, su historia. Las miradas de los personajes, los objetos que utilizan, son suficientes. Por ejemplo, esa cerilla con la que Lawrence -interpretado por un casi debutante Peter O'Toole- juega a quemarse dice muchísimo de cómo es el personaje, por no mencionar que da pie al corte de montaje más famoso de la historia del cine -bueno, después del hueso y la nave espacial de 2001: Una odisea del espacio (1968)- en el que esa cerilla que se apaga nos lleva al desierto y a un sol incandescente que se asoma apenas (recordemos que Lean comenzó su carrera en el cine como el montador mejor pagado del cine británico). Hay otro guiño visual de Lean, creo yo que intencionado, casi subliminal, en la escena final, cuando Lawrence abandona por fin el desierto, una moto se cruza en su camino: antes, al principio de la película, hemos visto al héroe morir, precisamente, en un accidente de moto. Por no hablar de la historia no contada de la película, sugerida a través de las relaciones entre los personajes y de la interpretación, algo afectada, de O'Toole, sobre la sexualidad -o su ausencia- de Lawrence. Lean aprovecha el escenario del desierto para depurar sus imágenes hasta la abstracción, convirtiendo objetos y personajes en manchas impresionistas en los cuadros que pinta en cada plano, sobre todo cuando están lejos: la famosa aproximación en camello de Sherif Ali (Omar Sharif), en el que Lean juega con el tiempo estirándolo, creando momentos de tensión que recuerdan, yo qué sé, al teatro del absurdo, pero también, claro, a Cary Grant esperando el ataque de un avión en Con la muerte en los talones (1959); a los pistoleros en la estación del tren de Hasta que llegó su hora (1968). Lean usa el inmenso decorado del desierto para hacernos sentir su calor, pero también para acercarse al arte más puro, una idea que creo que recoge George Lucas en su distópica THX 1138 (1971) en esos escenarios de blanco infinito que representan una prisión sin salida. Lawrence de Arabia es una película de personajes, intimista, pero también es una superproducción en la que podemos perdernos en cada plano, con decorados fastuosos de inmensa profundidad de campo: detrás de los protagonistas de la escena, unas columnas, una puerta por la que se ve la calle, soldados que alimentan a sus caballos, camellos que descansan, provocando una sensación de tridimensionalidad que no necesita de gafas especiales. Y sobre todo, Lawrence de Arabia debe ser la única obra que puede existir en nuestra mente como el ejemplo más grande de película épica y, al mismo tiempo, como todo lo contrario, con un final anticlimático, fiel reflejo del fatalismo de Lean, cuya amargura lucha en el recuerdo con la estimulante belleza de las imágenes fotografiadas por Freddie Young y la memorable música de Maurice Jarre. Y curiosamente, siempre relacionamos a David Lean con esta película, con El puente sobre el río Kwai (1957), cintas bélicas -aunque antimilitaristas, creo yo- sobre hombres obsesionados con la grandeza -como el padre terrible de La barrera del sonido (1952)- en las que no hay un solo personaje femenino, cuando deberíamos recordar al director británico, también, por los muchos retratos femeninos inolvidables que poblaron la mayoría de sus obras.



Doctor Zhivago (1965) vuelve a reunir a David Lean con los colaboradores que hicieron de Lawrence de Arabia (1962) una obra maestra: el guionista Robert Bolt, la fotografía de Freddie Young, la música de Maurice Jarre, el diseño de producción de John Box y Dario Simoni, entre otros, además de actores como Omar Sharif, Alec Guinness o Ralph Richarson. El resultado, es un poco la imagen que podemos tener en la cabeza de un film de calidad y de una película candidata a los Óscar -ganó 5, aunque ninguno en las categorías más importantes, como mejor película o mejor director-. Creo que en Doctor Zhivago a Lean se le atraganta la adaptación de la novela de Boris Pasternak, de la que no consigue extraer su esencia para convertirla en material cinematográfico, como sí haría, por ejemplo con Dickens. La historia de un médico, Yuri Andreyevich Zhivago (Omar Sharif) que debe proteger a su familia cuando estalla la revolución rusa se mezcla con una historia de amor imposible, con Lara (Julie Christie), que a su vez vive una tortuosa relación con el político Victor Komarovsky (Rod Steiger). El argumento, planteado, una vez más, como un flashback, se desarrolla durante varios años, lo que da pie a un montón de peripecias relacionadas con la Primera Guerra Mundial o la mencionada revolución, lo que provoca una densidad dramática que creo que evita que Lean despliegue una narrativa más visual. Es cierto que cada plano es de una belleza estética pasmosa, pero sin llegar a la depuración ni a la experimentación visual de Lawrence de Arabia. Con más presencia de los diálogos, Doctor Zhivago se desarrolla, si bien de forma absorbente, a un ritmo parecido al de la lectura de una buena, pero densa, novela. Lo interesante es cómo Lean, en el fondo, vuelve a contarnos la historia de un adulterio, como en Breve encuentro (1945), Los amigos apasionados (1949) o incluso Locuras de verano (1955). Lara es un personaje trágico en la línea de las anteriores heroínas de Lean, aunque aquí consiga consumar su relación con el amor de su vida. Pero el destino, siempre fatal en la obra de Lean, acabará separándolos por diversas circunstancias históricas, sociales y políticas. La escena final, en la que Zhivago se cruza casualmente con Lara, pero un corazón roto le impide acercarse a ella, es probablemente lo más triste que hay en la filmografía del británico. La película tiene episodios fantásticos, como el viaje en tren de Yuri y su familia, en la que Lean crea un microcosmos que daría para una película entera, con esa magnética aparición de Klaus Kinski, y detalles como la placa de hielo que se forma en la puerta del vagón; o el personaje de la madre desesperada que utiliza a un bebé muerto para ser salvada. La densidad del relato es tremenda, lo que hace que las 3 horas 20 minutos del metraje se hagan mucho más largas, y no digo esto en el mal sentido, todo lo contrario. Si en muchas películas mediocres tenemos la sensación de que no nos han contado nada, los temas de Doctor Zhivago parecen inagotables. Eso por no hablar de su apabullante planteamiento estético, el uso del color: el amarillo que aparece siempre para relacionar a Yuri y a Lara, que se unen al leitmotiv musical de Maurice Jarre -el tema de Lara-.



La hija de Ryan (1970) me parece la culminación del arte cinematográfico desarrollado por David Lean, incluso aunque podamos decir que no sea la gran obra maestra del director. En ella, Lean desarrolla los temas más recurrentes de su filmografía: el amor, la guerra, los deseos del individuo enfrentados a una sociedad conservadora y castradora. Pero sobre todo, el director demuestra un dominio tremendo de la narrativa visual, contando una historia muy sencilla -lejos de la densidad histórica o novelesca de Lawrence de Arabia (1962) o Doctor Zhivago (1965)- lo que le permite contar las cosas solo con imágenes, sin necesidad de recurrir al diálogo, a la voz en off o a complicadas explicaciones para situar el contexto. Aquí encontraremos largas secuencias, puramente visuales, en las que Lean apela a la complicidad del espectador para entender la historia, sobre todo, emocionalmente. Para ello se sirve, claro, de la planificación, pero también de los gestos de los actores, y de recursos visuales habituales en su filmografía, como el uso expresivo de decorados, vestuario, fotografía, efectos sonoros y fotografía -Freddie Young-. Inspirada en Madame Bovary, La hija de Ryan presenta, de nuevo en la obra de Lean, a una heroína femenina: Rosy (Sarah Miles) es una chica soñadora, que busca la felicidad y se encapricha, primero, del profesor del pueblo, Charles (Robert Mitchum). Tras la boda, Rosy descubrirá que la vida de casada es mucho más aburrida de lo que esperaba, hasta la llegada del joven apuesto y traumatizado Randolph (Christopher Jones). Lean plantea, como en Breve encuentro (1945) o Los amigos apasionados (1949), una nueva historia de adulterio, esta vez, consumado, en las sorprendentes primeras escenas de sexo en su filmografía, de una sensualidad tremenda, que rozan la cursilería del romanticismo de novela rosa. Una secuencia idealizada -por la mente de Rosy- que contrasta con otra anterior: la torpeza con la que el profesor mantiene su primera relación con la virginal Rosy, mientras fuera, el pueblo, vulgar y salvaje, celebra la boda con furor animal. La hija de Ryan convierte la culpa interior que sufría la protagonista de Breve encuentro por el adulterio, en una palpable mirada acusatoria por parte del pueblo. Esto entronca con el contexto político del film, el enfrentamiento entre Inglaterra y el independentismo irlandés, que se convierte en una caza de brujas contra Rosy, a la que se le recrimina su relación adúltera con un militar inglés. Lean, con su acostumbrada mirada neutral, ambigua, no toma partido -político- y describe de forma emocionante la unión del pueblo para ayudar a los terroristas de IRA, a los que, sin embargo, describe como animales llenos de odio. Mención aparte merecen dos personajes interpretados por actores habituales en Lean: el padre Collins, fantástico personaje, con más de una frase memorable, interpretado por Trevor Howard al que ya vimos en Breve encuentro (1945) y Los amigos apasionados (1949); y el 'tonto' del pueblo, Michael, al que da vida un irreconocible John Mills, en un personaje que se muestra bondadoso y malvado a la vez, inocente y libidinoso, capaz de la mayor generosidad hacia Rosy, pero también de poner en peligro su vida. La fotografía de Freddie Young vuelve a ser espectacular y aquí las playas irlandesas reemplazan la inmensidad del desierto de Lawrence de Arabia. Lean vuelve a hacer gala de un magnífico uso del color y de la imagen como recursos expresivos: el leitmotiv de las huellas en la arena, que el profesor sigue, sospechando de su mujer, -la arena que cae del sombrero- o el color rojo, del vestido colgado en un tendedero, que el joven militar ve, anticipando que en ese pueblo hostil encontrará el amor de su vida.




En Pasaje a la India (1984) nos reencontramos con David Lean -han pasado 14 años desde La hija de Ryan- y también con dos elementos fundamentales de su estilo: una protagonista romántica y soñadora en busca del sentido de su vida; y un escenario poderoso, en este caso, obviamente, la exuberante India, que se convierte en un elemento clave de la historia y en un recurso narrativo que influye de forma determinante en el destino de los personajes y en la percepción del mundo de Lean. Adela Quested (Judy Davis) llega a la India tras salir, por primera vez, de Inglaterra, acompañando a su posible futura suegra, Mrs. Moore (Peggy Ashcroft). Como las heroínas de Breve encuentro (1945), Los amigos apasionados (1949), Madeleine (1950), Adela debe decidir entre la seguridad -que representa su prometido, Ronny (Niguel Havers)- y la aventura, expresada por el exótico continente que visita, más que en otro hombre/amante, aunque estén sugeridos en el indio Aziz (Victor Banerjee) y sobre todo en el personaje de Fielding (James Fox), un británico que reniega del racismo y del imperialismo de sus compatriotas. En Pasaje a la India nos encontramos de nuevo con una asfixiante sociedad que acorrala a los protagonistas: los ingleses que oprimen a los indios, a los que tratan como ciudadanos de segunda clase y meros sirvientes -aunque Lean no obvia la sociedad de castas de los propios indios: véase con qué desdén tratará Aziz a sus propios sirvientes o incluso a sus hijos-. El colonialismo inglés es aquí el equivalente al militarismo británico de Lawrence de Arabia, al comunismo revolucionario soviético en Doctor Zhivago, al pueblo independentista de La hija de Ryan, entornos que aportan un trasfondo político que funciona como ente censor y represor, igual que la sociedad conservadora dibujada en Breve encuentro. El imperativo de que la mujer debe estar casada con un hombre respetable y de provecho es el destino del que las heroínas de Lean intentarán escapar para lograr su felicidad, pero el destino es inevitable. Ese fatalismo, presente en toda la obra de Lean, es el que hace heroicos a sus personajes, que lucharán a pesar de todo. Ese fatalismo aparece aquí en boca del sabio hindú Godbole (Alec Guinness), que insiste en que el destino ya está escrito y nada puede cambiarlo. ¿Recordáis cómo T.E. Lawrence (Peter O'Toole) insistía en que no había nada escrito? Como Venecia en Locuras de Verano (1955), el desierto en Lawrence de Arabia (1962), la estepa rusa nevada en Doctor Zhivago (1965), la costa de Irlanda en La hija de Ryan (1970), aquí el escenario indio adquiere una fuerza tremenda que marca la estética de la película y el devenir de los personajes. Adela se verá sobrepasada por la explosión sensorial de colores, sabores, olores y sobre todo, sonidos de la India, especialmente al enfrentarse a la experiencia de una cueva oscura que la enfrentará a sus propios miedos -¿sexuales?- que desencadenarán el desenlace de la trama y convertirán lo que parecía un apacible viaje de descubrimiento en un traumático proceso judicial de gran repercusión social y política.

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