OZARK -LA FAMILIA UNIDA


Ozark, muy recomendable ficción disponible en Netflix, nominada a la mejor serie dramática en los Emmy, es fácilmente comparable nada menos que con una de las mejores de todos los tiempos: Breaking Bad. Las coincidencias son obvias: en ambas historias un padre de familia, aparentemente convencional, se implica en el mundo criminal de la droga, arriesgando su vida y la de sus seres queridos. Pero aquí acaban las coincidencias. Si en la serie creada por Vince Gilligan asistíamos a la transformación de Walter White (Bryan Cranston) en un monstruo -Heisenberg-, en Ozark el proceso es el contrario. Bill Dubuque y Mark Williams nos proponen a un Martin 'Marty' Byrde, que aparenta ser el padre de familia perfecto de clase media: trabajador, ahorrativo, recto pero cariñoso con sus hijos. Pero enseguida descubrimos -cuidado spoilers- que Marty se dedica a 'lavar' el dinero de un peligroso cartel mexicano, encarnado en Del (Esai Morales). Tras esta primera revelación, Marty estará sentenciado a muerte por los narcos, a menos que consiga 'lavar' millones de dólares en unos pocos meses. Bajo esta amenaza se desarrolla la trama que lleva a Marty y a su familia de Chicago a los Ozarks, en Missouri, donde tendrá que encontrar negocios en quiebra para resucitarlos como tapadera. Uno de los grandes aciertos de la serie es su protagonista, un Jason Bateman -nominado al Emmy- al que relacionamos con papeles positivos, desde que sustituyera a Michael J. Fox en De pelo en pecho 2 (1987) hasta verle en multitud de comedias en las que encarna al hombre blanco de clase media, el estadounidense promedio, simpático, honesto pero también reprimido. En Ozark se convierte en un personaje completamente diferente, capaz de quebrantar la ley y de mentir descaradamente. Marty es un antihéroe interesante, que Bateman interpreta de forma sobresaliente. Primero en sus silencios, significativos, pero, paradójicamente, también cuando demuestra una verborrea sin escrúpulos capaz de embaucar a cualquiera y de sacarle de cualquier situación -de vida o muerte-. Bateman, que también demuestra ser un director más que solvente en media docena de episodios -lo que le ha valido ser nominado al Emmy por ello-, compone aquí, quizás, el personaje más interesante de su carrera, nada menos que un contable. 

Como Breaking Bad, Ozark nos habla del capitalismo, de nuestra sociedad y del dinero. Convierte la economía en una especie de juego despiadado, desvela sus dinámicas, sus reglas y sus trampas. Propone cínicamente a la droga como motor de la economía -con esto estaría de acuerdo David Simon- y como un elemento más del capitalismo salvaje, a pesar de su ilegalidad -el discurso del adolescente Jonah, que escandaliza en su colegio-. La serie, sobre todo, convierte el dinero en la diferencia entre la vida y la muerte, llevando al extremo el miedo que puede sentir cualquiera de nosotros ante la perspectiva de la pobreza, del desempleo, o del desahucio. Otra cosa que propone la serie es que el éxito capitalista conlleva, inevitablemente, renunciar a la moral y a la ética. Por otro lado, la amenaza de muerte del cartel mexicano -como el cáncer terminal que padecía Walter White- despierta a Marty de su relativo letargo burgués y le lleva a convertirse en un arriesgado emprendedor de la noche a la mañana. Si ambos personajes se parecen, es en que representan al hombre corriente enfrentado a poderes que pueden matarle -criminales y narcos- o acabar con su vida enviándole a prisión -policía y FBI-.

El otro gran tema de Ozark es, claramente, la familia. Marty es un marido y un padre que cumple con sus obligaciones, pero que en realidad permanece ausente. Su mujer, Wendy Byrde -estupenda Laura Linney nominada al Emmy- dista mucho de ser el ama de casa perfecta -ojo spoiler- infiel y capaz de dejar sin un duro a su marido, pero presa también de un sentimiento de culpa que la lleva a recorrer kilómetros para encontrar el helado de pistacho -orgánico- que desea su hija. Esta es una chica rebelde, Charlotte (Sofia Hublitz) protagonista de un relato coming of age: la pérdida de la inocencia hacia la madurez, expresada en el extravío accidental de su baúl de juguetes infantiles. Luego está el hermano pequeño, algo solitario e inadaptado, Jonah (Skylar Gaertner), que se presenta como un chico extraño, lleno de sorpresas. Un momento estupendo da señas de cómo es la relación entre Jonah y su padre. La idea de que la voz en off que abre el cuarto episodio, narrando cómo se 'lava' el dinero al más puro estilo Scorsese en Uno de los nuestros (1990) se convierta luego en un diálogo entre un padre y un hijo, entre Marty y Jonah. Este núcleo familiar, lejos de ser perfecto, constituye otra gran diferencia con respecto a Breaking Bad, al ser estos conocedores de la doble vida delictiva del padre y del peligro al que se enfrentan. Así, la primera idea de la serie es que, una familia corriente, con sus problemas y conflictos, que vive en la hipocresía del aparentar una normalidad, acaba uniéndose no solo por las dificultades y por estar amenazados de muerte, sino al compartir la criminalidad de Marty. Pero en esa reconciliación familiar y matrimonial hay también oscuridad y sordidez: la afortunada idea de planificación de encuadrar la reconciliación entre Marty y Wendy desde el mismo ángulo que el vídeo de la infidelidad de ella, con cuyo visionado se ha estado torturando él durante semanas.

Como contrapunto a los Byrde, hay otra familia, de rednecks o paletos de la América profunda, los Langmore, liderados por una adolescente listilla y desilusionada, Ruth -estupenda Julia Garner, también nominada al Emmy-, secundada por Wyatt (Charlie Tahan), capaz de leer a Ray Bradbury, pero sin ningún futuro; además de Three (Carson Holmes), Russ (Marc Menchaca) y Boyd (Christopher James Barker), primos y tíos, delincuentes comunes. Los Langmore son una familia completamente desestructurada, en exclusión social, pero con un instinto de supervivencia que los convertirá en un peligro para los protagonistas. El argumento irá desarrollando una relación casi paternal, pero incómoda, entre Marty y Ruth. Una relación que crecerá hacia momentos muy emocionantes que la obligarán a cuestionarse su lealtad hacia su familia. 

En el mismo sentido, la llegada de los Byrde a los Ozarks plantea también el enfrentamiento entre lo rural -las tradiciones, las raíces- y lo urbano -el progreso y la civilización- en la figura del patriarca criminal Jacob Snell (Peter Mullan) y su mujer Darlene -fantástica Lisa Emery-. Un matrimonio que representa también la América profunda, defensores de unos valores quizás perdidos, rencorosos, primitivos, amantes de las armas, racistas y recelosos del que viene de fuera. Los Snell son el enemigo presente, en contraposición al cartel mexicano, el mal sin rostro que permanece como amenaza oculta. Hay otro antagonista, cómo no, un agente de la ley, un inquietante Roy Petty (Jason Butler Harner), que, en un detalle quizás gratuito, resulta ser homosexual. En su desarrollo y en sus técnicas de vigilancia, es un personaje retorcido y desconcertante, evolucionando su historia -y la de Russ- por caminos sorprendentes. A la ecuación de capitalismo, crimen y sexo -el bar de striptis que compra Marty- pronto se agrega la religión. Mason Young (Michael Mosley), un personaje cuya principal característica es la fe inquebrantable en el sombrío mundo que dibuja Ozark. Protagoniza una pequeña subtrama que contiene una de las escenas más terroríficas que recuerdo, sin mostrar absolutamente ninguna violencia -cuando encuentra a su bebé sobre una mesa- y un momento final muy poderoso, que nos coloca en la duda de si estamos ante un bautizo o un asesinato. 

Hay que hablar especialmente del octavo episodio de la primera entrega de Ozark, porque parece una declaración de intenciones sobre la filosofía de la serie. Se trata de un flashback que se esfuerza en dejar claro que todo lo que hacen los personajes no es obra del destino, ni de las circunstancias, ni del azar, sino de decisiones morales que han tomado Marty y su mujer. Son culpables. Una idea que puede parecer en contradicción con ese destino ineludible que predicen los pequeños dibujos de objetos que vemos fugazmente dentro de la 'O' que aparece a principio de cada episodio, cuya aparición durante la historia vamos comprobando tensa y penosamente. La primera temporada de Ozark se cierra de forma emocionante y nos deja pidiendo más.

La segunda temporada continúa la historia, con un nuevo objetivo para los Byrde: construir un casino, un negocio legal que permita blanquear el dinero en grandes cantidades. Eso los llevará a enfrentarse a nuevos obstáculos y ampliar el escenario de la serie, que ya no se centrará únicamente en los Ozarks y se asoma al mundo exterior. Una nueva dinámica se establece entre la pareja protagonista: Marty y Wendy han arreglado sus problemas maritales y ahora actúan como un equipo, traspasando cada vez más barreras morales y éticas para conseguir sus objetivos -el chantaje a los políticos locales, como Charles Wilkes (Darren Goldstein)- para que se apruebe el casino-. Así, tras el comentario sobre la familia, la economía, el sexo y la religión de la primera temporada, entramos en el terreno de la política y sus sombras, de la mano de Wendy, simpatizante de Obama, pero dispuesta a todo dadas sus circunstancias. Mucha atención al crecimiento como personaje de Wendy, porque pasa de ser un personaje secundario, un obstáculo más para Marty, a compartir el protagonismo y el punto de vista narrativo con él. Al final de la segunda temporada, Wendy es un personaje tan complejo e interesante como Marty. O quizás más.

Tres antagonistas cobran relevancia en la continuación de Ozark. Por un lado, el agente del FBI, Roy Petty, pasa de la vigilancia a la acción directa -gran detalle que lo mueva también la venganza por la muerte de su amante, Russ- y pondrá en verdaderos aprietos a la familia Byrde. Menos interesante es el padre de Ruth, Cade (Trevor Long), que tras salir de prisión se convierte en el personaje más predecible de la serie: un criminal reincidente que, sabemos, intentará sacar tajada. Lo mejor de Cade es su conciencia de clase: no cree que haya otro futuro para su clan, los Langmore, más que el crimen. Como si estuvieran malditos. Por último, Darlene, la mujer del terrateniente Jacob Snell, es una adversaria temible y completamente impredecible cuya sola presencia nos mantiene en tensión.

La dinámica argumental de la segunda temporada mantiene el interés de la primera colocando constantemente problemas irresolubles, a vida o muerte, para Marty y los suyos: el tener que complacer al cartel mexicano -Helen Pierce (Janet McTeer)-, al clan de los Snell, a la mafia de Kansas City -Bobby Dean (Adam Boyer)- y evitar a la justicia. Eso coloca al espectador ante la interrogante constante de cómo saldrá el protagonista de un nuevo callejón sin salida -lo que me trae a la memoria, de nuevo, Breaking Bad-. Hay cierto ingenio en las soluciones que encuentra Marty -o Wendy- a cada conflicto, y una clara tendencia a su progresiva degradación moral. Sus crímenes, cada vez, serán más graves. Sobre todo, la serie plantea que cada acción inmoral tiene consecuencias negativas, principalmente, para los que rodean a Marty. Uno de los mejores personajes de la primera temporada, Mason Young, reaparece como un pecado del pasado que tendrá repercusiones, y que implica a su bebé, un inocente en esta historia de pecadores, expuesto a todo tipo de peligros. Luego están los hijos de Marty y Wendy. Muy interesante Charlotte, una rebelde con causa -a pesar de resultar antipática-; pero más interesante todavía es el hijo menor, Jonah, que decide adaptarse a su entorno en lugar de oponerse y busca, constantemente, figuras paternas. Una de las virtudes de esta serie es crear grandes personajes. Secundarios como Buddy Dieker protagonizan momentos francamente emocionantes, pero también hay pequeños papeles, casi anecdóticos, que con muy poco insinúan mucho, como el de Jim (Damian Young), el oscuro ayudante del político Wilkes. Vuelvo a mencionar a otro personaje importante, contradictorio, fuerte pero frágil, como es Ruth, que será sometida a conflictos tremendos al estar dividida entre su clan, los Langmore y la familia Byrde. El momento en el que Ruth desayuna con estos en su casa, es un fantástico ejemplo de lo que se puede contar sobre un personaje sin necesidad de recurrir a diálogos explícitos. Hay que hablar también del conflicto del primo de Ruth, Wyatt, cuya inteligencia y afición por la lectura de grandes autores americanos le permite un teórico futuro mejor, una carrera universitaria, pero al que una cuenta pendiente, la muerte sin resolver de su padre, Russ, le ata al pasado, a su familia, a la tierra de los Ozarks, poniendo en riesgo su oportunidad de trascender su origen de white trash.

Hay dos momentos clave que resumen el tema principal de esta estupenda serie, que podemos definir como la oposición entre la imagen pública y las transgresiones que casi todo el mundo oculta -tema común a Breaking Bad, Los Soprano o Mad Men-. Esa hipocresía social está expresada dramáticamente, de forma soberbia, en un par de episodios: primero, cuando los Byrde se presentan como la familia ideal para adoptar a un bebé mientras unos flashbacks nos los muestran al deshacerse de un cadáver; y en el capítulo que cierra la temporada, en la imagen final de esta segunda entrega, esa foto de familia en la que una sonrisa obligada oculta corrupción y negocios sucios, pero también la pérdida de libertad de Marty: al inicio de ese mismo último capítulo se había negado a sonreír al hacerse una foto para un pasaporte que le habría permitido escapar de todo.

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