MEGALÓPOLIS -SALTO AL VACÍO


Francis Ford Copppola es ese director paradójico que tiene en su currículum cuatro obras maestras, que todo el mundo conoce, como son El padrino (1972), La conversación (1974), El padrino: parte II (1974), y Apocalypse Now (1979), pero cuya última película estrenada en cines, Twixt (2011), es seguramente desconocida para una inmensa mayoría. Eso por no hablar de su último proyecto artístico, el experimento titulado Distant Vision (2015), un híbrido entre el cine, el teatro, la ópera y la televisión en directo, del que Coppola habla en su libro El cine en directo y sus técnicas (2017). Casi una década después, el director estrena Megalópolis (2024) un proyecto largamente acariciado, de esos que parecen condenados a no ser realizados nunca. La otra paradoja de Coppola es que haya firmado la que puede ser la última gran película de estudio, El padrino, aunque siempre haya buscado la independencia, aunque eso le haya supuesto la ruina económica -Apocalypse Now- y aunque eso le haya obligado a aceptar varios encargos -Drácula, de Bram Stoker (1992)-. La libertad artística es, seguramente, la verdadera obsesión del director, que para realizar esta -¿última?- obra lo ha apostado casi todo -para financiarse ha vendido sus famosos viñedos-. Por tanto, Megalópolis es una película que nace como una reivindicación de la independencia y la libertad artística, idea que se plasma directamente en la pantalla: "solo saltando al vacío demuestras que eres libre", dice el protagonista, César Catilina, interpretado por Adam Driver. El personaje es uno más en la larga lista de soñadores, individualistas, genios adelantados a su época, que desafían el orden establecido de la filmografía de Coppola -mencionemos como ejemplo paradigmático Tucker: un hombre y su sueño (1988)-. Aquí el escenario es de ciencia ficciín anticipatoria, Catilina sueña con construir una utopía llamada Megalópolis, pero tendrá que enfrentarse a fuerzas políticas, económicas, sociales y criminales, a las que ponen rostro actores como un travestido Shia LaBeouf, Giancarlo Espósito, Jon Voight, Dustin Hoffman y Aubrey Plaza en el papel de una clásica vampiresa, una femme fatale en toda regla. Coppola plantea este enfrentamiento de fuerzas en una historia desordenada, completamente libre, en la que se suceden secuencias dramáticas, de cine negro, del peplum, o de ciencia ficción futurista, por no mencionar algunos momentos de fantasía. Y en este inmenso fresco cabe todo: la crítica a su propio país, al comparar Estados Unidos con un decadente imperio romano; la sátira de los políticos populistas y los medios sensacionalistas -Trump y las fake news, claro- y del capitalismo salvaje que da poder a los empresarios -ejecutivos de Hollywood incluidos- sin escrúpulos ni demasiadas luces. Coppola presenta sus temas más cercanos de siempre, como el de la familia como centro de la sociedad y de la vida -los personajes de la película están emparentados en su mayoría-; el inexorable paso del tiempo -aquí convertido en un precioso recurso estético-; el amor, la traición e, incluso, el homenaje a Nueva York. Todo esto se plantea como una cinta de cine mudo -sin intertítulos, pero con voz en off- de la era del cine digital, en la que se permiten todo tipo de soluciones visuales, encadenados, pantallas partidas -como la famosa triple pantalla del Napoleón (1927) de Abel Gance- y efectos de montaje, de antes y del futuro. La narrativa tiene más que ver con el teatro -los diálogos entre los personajes, las citas shakesperianas- que con el relato convencional cinematográfico heredado de la novela literaria. Megalópolis pretende ser la nueva obra maestra de la última etapa creadora de Coppola, compuesta por Youth Without Youth (2007), Tetro (2009) o la ya mencionada Twixt, aunque es justo señalar La ley de la calle (1983) como la semilla de este cine más personal, experimental y arriesgado. Rodada sobre exuberantes decorados art déco que recuerdan, claro, a Metrópolis (1927), con momentos expresionistas y de cine espectáculo, en los instantes más barrocos y delirantes, el director parece seguir el estilo de alguien como Baz Luhrman -decidid vosotros si eso es bueno, o malo-. Lamentablemente -o quizás, inevitablemente- una película con tantos elementos -y tan descaradamente egocéntrica y pretenciosa- resulta desequilibrada: por cada momento en el que Coppola parece reinventar el cine o haber robado la luz del séptimo arte del futuro, hay otro momento excesivo que roza el ridículo. ¿Con qué nos quedamos? ¿Cómo podemos juzgar una obra voluntariamente arriesgada y excesiva? En mi opinión, no deberíamos. Personalmente, prefiero celebrar la existencia de una obra que parecía fallida antes de nacer, pero que se atreve a escapar de fórmulas y estudios de marketing. Ya os aviso que es una película que se escapa al primer visionado y, si hoy recibe críticas negativas, quizás mañana se convierta en otra cosa. Pero ¿Quién puede decirnos qué nos depara el futuro? Francis Ford Coppola, quizás.

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