Pocos tránsitos vitales son tan complejos y duros como la paternidad, para la que nadie está realmente preparado y que exige el mayor sacrificio posible: trascender la identidad individual, aceptar la propia mortalidad y hacerse a un lado para dejar paso a una nueva generación. Esto requiere una tremenda madurez, que no está precisamente a la orden del día, pero a cambio, eso sí, se obtiene la mayor recompensa posible, experimentar el amor más pleno que existe. Todo esto choca, claro, con una serie de mandatos sociales que nos obligan a ser padres ejemplares, pero, al mismo tiempo, a tener éxito en nuestras carreras profesionales, mantener una relación de pareja feliz y practicar relaciones sexuales habitualmente, cultivar amistades profundas, disfrutar del ocio y estar al día de los estrenos de las series de las plataformas de streaming. Los expertos aseguran que no es sano dejar a un lado nuestra vida personal para dedicarse en cuerpo y alma a la crianza, pero lo que no tienen en cuenta es que no nos da la vida. La paternidad puede ser, sin embargo, la oportunidad de cambiar nuestras prioridades para darle valor a lo que realmente importa. Y quizás deberíamos fijarnos más en los animales, programados para darlo todo por sus crías y que no se preocupan por su corte de pelo, hacer una reserva en un restaurante cool, o salir bien en las fotos de Instagram. Sobre estas tensiones se desarrolla una estupenda comedia, Canina (Nightbitch) (2024), firmada por la directora Marielle Heller, que cuenta con una soberbia Amy Adams en el papel de una madre desesperada a la que nadie le contó la otra cara de la maternidad -¿realmente hacía falta?-. Adams se transforma en una señora con sobrepeso, canas, pelos en la barbilla y ropa manchada de papilla -aún así, está guapísima- para contarle al espectador, con mucha mala leche, lo que se sufre cuando la vida se convierte en una sucesión de cambios de pañal, cuentacuentos, madres insoportables de otros niños insoportables, canciones infantiles y noches sin dormir del tirón. El argumento adapta una novela de Rachel Yoder que narra en primera persona el día a día de esta madre que alguna vez quiso ser artista y que no tiene en su pareja (Scoot McNairy) al compañero de equipo que necesita. Esta madre busca respuestas y la historia crea una divertida metáfora fantástica, con tintes de película de terror, en la que ella se libera transformándose en una perra de hábitos nocturnos que sale en busca de su manada y de satisfacciones primarias que alivien sus profundas frustraciones. Nightbitch es brillante sobre todo en su planteamiento, en el que se despliega un humor negro contagioso y en el que esta madre se presenta como una rebelde socialmente incómoda, en la misma línea de otros personajes -femeninos- que pueblan la muy recomendable filmografía de Heller, como la adolescente Minnie de The Diary of a Teen Girl (2015) o la escritora Lee Israel (Melissa McCarthy) de ¿Podrás perdonarme algún día? (2018). Sin embargo, la historia se frena en su tramo final que resuelve los conflictos de una forma algo didáctica y decididamente optimista, que puede no convencer a todos los espectadores, buscando un punto medio entre la llamada de lo salvaje y una sana recuperación de la identidad perdida. Rescatemos, eso sí, la subtrama que protagoniza el padre, toda una lección para esos progenitores que, por alguna razón que nunca llegaré a entender, prefieren vivir ajenos a su propia familia, enfocados en la vida laboral, y perderse así una maravillosa experiencia de las que sí valen la pena. Nadie dijo que ser padre fuera fácil.
FLOW -UN GATO Y SU PANDILLA
¿Qué es el cine? Seguramente cada espectador dará una respuesta diferente. Supongo que gran parte de la audiencia piensa que una película debe contar una historia con planteamiento, nudo y desenlace a través de los actores y sus diálogos. Nada de eso es Flow (2025) una cinta difícil de encasillar si atendemos a sus características principales. Primero, se trata de una obra de animación, lo que no quiere decir, necesariamente, que esté dirigida a un público infantil. Lo segundo es la ausencia de diálogos, lo que puede resultar extraño para muchos espectadores a los que supongo poco familiarizados con el cine mudo o silente. Sin embargo, Flow es una película 'de Óscar', nominada en dos categorías, la de animación y la de película internacional, al ser de nacionalidad letona, francesa y belga, por lo que tampoco podemos decir que estemos ante un productor experimental y ajeno a la industria. ¿O sí? Lo que se puede decir es que Flow es una maravilla, si estamos abiertos a disfrutar de su propuesta. Una película sin trama en la que seguimos las peripecias de un gato que intenta sobrevivir en un mundo sumergido. No se nos cuenta nada sobre el año en el que ocurre la historia, ni si ha ocurrido un cataclismo, ni el origen del misterioso mundo que se nos presenta ante nuestros ojos. Simplemente, un gato debe buscar terreno seco, comer, y escapar a los peligros mientras en su camino se van cruzando con otros curiosos animales. Flow no es una película para niños, pero seguramente son ellos los que menos prejuicios tienen ante una película diferente, que apuesta por la narrativa visual y que invita a disfrutar de imágenes de gran belleza, efectos de luz, y una banda sonora de música envolvente. Como su propio título -en inglés- indica, hay que dejarse llevar. Gints Zilbalodis dirige, escribe, se encarga del montaje, de la fotografía, de parte de la música y produce, una obra que se mueve entre la estética y el fluir de un videojuego, y, curiosamente, el documental: uno de los grandes placeres de esta obra es que el gato, se comporta como un gato. Su historia puede resultar misteriosa, pero su sentido se encuentra en la diferencia esencial que hay entre esa imagen inicial en la que el gato protagonista se refleja en el agua y ese mismo plano que se repite al final de la cinta, en el que todo ha cambiado completamente.
THE BRUTALIST -CINE Y ARQUITECTURA
En el breve período de existencia de la república de Weimar, justo antes del alzamiento del nazismo, un grupo de artistas de diferentes disciplinas se dejaron llevar por el sueño de un mundo mejor. El arquitecto Walter Gropius (1883-1969) fundó la escuela Bauhaus en 1919 con la idea de que una estética modernista podía influir en el ser humano y en la sociedad para ayudar a conseguir la paz y la armonía. Pero esos sueños utópicos fueron cancelados por el Tercer Reich. En The Brutalist, el protagonista es un arquitecto húngaro y judío, László Tóth (Adrien Brody), egresado de la escuela Bauhaus de Dessau, que tras sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial consigue emigrar a los Estados Unidos. En el país de las oportunidades comenzará una nueva vida marcada por los obstáculos, el trauma de las heridas de la persecución de su pueblo, y el deseo de volver a reunirse con su mujer, Erzsébet (Felicity Jones). Es ese camino lo que nos cuenta realmente The Brutalist: el director, Brady Corbet, nos muestra constantemente planos subjetivos del recorrido de coches, trenes y hasta góndolas en una metáfora visual que acaba cobrando sentido al final de la cinta. El relato se divide en episodios según László se va cruzando con diferentes personajes. Primero es recibido por su primo Attila (Alessandro Nivola), pero sobre todo le cambiará la vida el empresario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). El guión escrito por el propio Corbet -junto a Mona Fastvold- narra la vida del protagonista durante 30 años en un marco histórico significativo que sirve como lienzo para los diferentes temas de la película, que nos lleva desde Europa a Nueva York y luego a Philadelphia, donde se desarrolla la mayor parte de la historia. The Brutalist es una ambiciosa película estadounidense realizada con el estilo expansivo del cine europeo, que puede recordar a autores como Bertolucci -o incluso Herzog- pero que también sigue la estela de maestros americanos como Coppola o Paul Thomas Anderson. Corbet parece querer recuperar la experiencia de ir al cine en los años 50: su película está rodada en formato Vistavision, tiene una obertura musical, un intermedio de 15 minutos, y una duración de tres horas y media. Pero la película parece más una consecuencia del llamado nuevo cine americano de los años 70, ese que nos presentaba grandes historias que apelaban a un público adulto y que eran exigentes con el espectador, moralmente ambiguas. Y el espectáculo es magnífico, gracias a las grandes interpretaciones de sus actores principales, pero también a la expresiva puesta en escena de Corbet, la fotografía de Lol Crawley y la magnífica y original música compuesta por Daniel Blumberg, que imprime tensión y emoción a las imágenes. Una obra que en pantalla grande resulta magnífica y completa. Una obra, también, compleja y algo hermética en sus intenciones, deslizando temas como si pueden sobrevivir los ideales utópicos tras el horror del fascismo, además del comentario sobre tragedias históricas como el holocausto y el éxodo del pueblo judío. El argumento opone el talento de un artista al pragamatismo de un hombre con dinero, enfrentando el arte y el capitalismo. En la película se habla de arquitectura y de las dificultades para levantar un proyecto imposible que tiene ese entusiasmo utópico de la Bauhaus, lo que bien podría ser una metáfora del propio cine y sus continuas tensiones entre lo artístico y lo industrial -no fueron pocos los autores europeos que escaparon del nazismo para convertirse en asalariados frustrados de los grandes estudios de Hollywood-. La envidia del hombre adinerado ante el talento artístico vertebra una buena parte de la trama, que nos dice que el dinero no puede comprarlo todo. László escapó del odio del fascismo para descubrir que en la tierra de las libertades y del sueño americano, los que mandan no son demasiado diferentes.
BABYGIRL -INSATISFACCIÓN FATAL
Hay una razón por la que no hablamos de sexo abiertamente, lo practicamos con la puerta cerrada, cubrimos concienzudamente nuestros genitales: porque no podemos controlarlo. El deseo sexual puede llegar a esclavizarnos, puede poner en riesgo nuestra salud mental, puede llevarnos a cambiar de arriba a abajo nuestras vidas. Y aunque hacemos todo lo posible por disimular, el sexo es un reclamo irresistible. Lo saben bien los productores de Hollywood, que en los años 80 y 90 nos llevaron a las salas masivamente con thrillers eróticos tan divertidos como enloquecidos: Atracción fatal (1987), Instinto básico (1992), Una propuesta indecente (1993), Acoso (1994) y no sé cuántas más. Todas ellas eran divertidas fábulas con mucha moralina, el protagonista -casi siempre masculino- se dejaba llevar por sus impulsos para luego pagar un precio muy alto, arrepentirse y finalmente volver a la normalidad y restablecer la unidad familiar. Todo para, en realidad, vendernos escenas subidas de tono que nunca eran tan transgresoras como prometía el trailer. De alguna manera, Babygirl (2025) recoge el testigo de aquellas películas pero somete el subgénero a una revisión desde una sensibilidad más actual y, sobre todo, feminista. La directora Halina Reijn nos propone a una mujer madura como protagonista, Romy, a la que da vida una valiente Nicole Kidman. La presentación del personaje no deja lugar a dudas: Romy es una mujer sexualmente insatisfecha, a la que su marido, Jacob -nada menos que Antonio Banderas- no comprende. Todo cambia cuando aparece un misterioso y joven becario, Samuel (Harris Dickinson), que entabla una sorprendente relación de dominación sobre Romy. Babygirl se desarrolla a través de los encuentros entre Romy y Samuel, que van subiendo cada vez en intensidad sexual y en riesgo emocional, a lo que hay que sumar lo que se juega ella al ser una mujer casada, con hijos, y una ejecutiva de éxito con mucho que perder. El guión de Reijn es juguetón y gira alrededor de dos incógnitas: ¿Quién es Samuel y qué busca realmente? y ¿Qué motiva a Romy a arriesgarlo todo? Estas preguntas no tienen respuestas fáciles y se irán despejando según se desarrolla la trama gracias a escenas cuyo principal ingrediente es la tensión. La relación de Babygirl con aquellas películas de finales de los 80 y 90 queda patente gracias a un par de canciones de la época, de George Michael o INXS, que marcan dos momentos claves de la trama, por no hablar de la voluntad de crear imágenes icónicas -el ya famoso vaso de leche- que intentan seguir la estela, salvando las distancias, de momentos como el cruce de piernas de Sharon Stone. La moraleja, sin embargo, es sustituida aquí por un mensaje casi didáctico que nos hace cómplices de la protagonista: ellas se sentirán identificadas y ellos, mejor, que tomen nota.
PARTHENOPE -UNA MUJER DIVINA
Y Paolo Sorrentino creó a la mujer. En Parthenope (2024), el director italiano convierte a la actriz Celeste Dalla Porta en la mujer perfecta, nacida de la espuma del mar como Afrodita, robada del cuadro Figura en una ventana de Salvador Dalí. Como quien cuenta un mito, Sorrentino dedica los primeros minutos de su película a demostrarnos que la belleza de su Parthenope es irresistible. Lo tiene fácil, gracias al atractivo de su actriz protagonista y al magnífico trabajo de Daria D'Antonio, su directora de fotografía habitual. Su increíble tratamiento del encuadre y la luz valen la entrada de cine: esta película hay que verla en pantalla grande. El primer tramo de este film es subyugante por su belleza plástica, paisajista -nuevo homenaje a Nápoles de Sorrentino-, y humano. Porque la belleza de Parthenope nos conquista, pero resulta complicado defender que Sorrentino no esté cosificando a su actriz. Sobre el personaje, el guión se empeña en decirnos que es intelectualmente brillante, pero, realmentre, no hay casi nada en la historia que lo sustente. El espectador debe hacer un acto de fe: Parthenope es una estudiante de matrícula de honor, porque sí. Paradójicamente, Sorrentino dedica mucho más tiempo a lo evidente, a decirnos que su actriz es bellísima. La mirada masculina de la mayoría de personajes -especialmente Daniele Rienzo y Dario Aita- convierte a la protagonista en un oscuro objeto de deseo, en una mujer inalcanzable, como la Anita Ekberg de La dolce vita (1960) que volvía loco a Mastroianni o la de Las tentaciones del doctor Antonio, el episodio de Bocaccio 70 (1962) firmado por Fellini. La sensualidad marca cada plano de la película: pieles bañadas por el sol y el agua de mar -o de piscina-, bikinis húmedos abandonados sobre una silla, o esa idea tan anacrónica como la de hacer atractivo fumar. Es una película de besos, de caricias, con una aproximación al sexo que hace pensar en Bertolucci: y también remite al director de La luna (1979) esa significativa aparición de Stefania Sandrelli. Pero está claro que la filiciación de Sorrentino es felliniana y, no sé por qué, la surrealista secuencia de una pareja practicando el sexo delante de un público burgués y decadante recuerda a la provocación del desfile de sacerdotes de Roma (1972). Y precisamente, Sorrentino dedica un episodio a la sátira de la Iglesia, con un obispo (Pepe Lanzetta), que recuerda físicamente a Berlusconi. Y así, Parthenope se va dispersando hasta revelarse como un tebeo de episodios, un fumetti húmedo y erótico dibujado quizás por Milo Manara. Tras más de dos horas de metraje, Sorrentino se esfuerza, ya en el epílogo, en atar todos los cabos, enlazar todos los capítulos, en decirnos que Parthenope ha aprendido algo de todos esos personajes -el mejor es el profesor Devotto Marota (Silvio Orlando) y eso que también está John Cheever (Gary Oldman)- que se han cruzado en su camino. Pero dicho esfuerzo parece insuficiente y, quizás, en realidad sea innecesario.
KNEECAP -TU NUEVA BANDA FAVORITA
Es inevitable: para describir Kneecap (2024) hay que usar frases tan manidas como 'un soplo de aire fresco'. La película dirigida por Rich Peppiart -este es su primer largometraje- es todo lo que no solemos encontrar en un biopic musical. Aquí no hay una historia convencional de superación, ni melodrama, ni un clímax en un concierto épico. Ni siquiera hay actores guapos imitando a conocidos ídolos de la música. Kneecap es la peculiar historia de la banda de rap irlandés del mismo nombre, fundada en 2017, en la que los personajes son interpretados por los músicos de la vida real. Peppiart plasma el guión como una comedia británica de realismo social de finales de los 90, con Trainspotting (1996) como principal referente por el abundante consumo de drogas, y, claro, con elementos del cine musical y el videoclip. Todo esto está mezclado y agitado como una comedia gamberra, de actitud punk, provocadora políticamente por su postura anti inglesa y simpática por su defensa de una lengua en peligro de extinción. De ritmo imparable, la película se apoya rotundamente en el tremendo carisma de sus tres personajes principales, Móglai Bap, Mo Chara y DJ Próvai, que, a pesar de sus limitaciones interpretativas, se encuentran muy a gusto dando vida a situaciones tan extremas como divertidas. Toda la película tiene una extraña vitalidad, la del caos, la de la rebeldía adolescente, que se puede resumir en una de las secuencias más divertidas: cuando DJ Próvai carga contra un grupo de agentes antidisturbios en un gesto heroico pero inútil. La película se redondea con la presencia de una estrella como Michael Fassbender, cuya presencia se justifica al dar vida a un personaje casi mítico, una figura paterna ausente, un referente ideológico y una suerte de héroe -caído- de la causa nacionalista. Kneecap no solo es muy entretenida e interesante para conocer la realidad irlandesa, es también la mejor forma de dar a conocer la música de este grupo. Te convertirás en fan.
LAS VIDAS DE SING SING -LAS MIL VIDAS DE UN ACTOR
En El mito de Sísifo (1942), Albert Camus habla de la capacidad de los actores para vivir varias vidas, trascendiendo sus propios cuerpos y la barrera del tiempo para encarnar a reyes, piratas o héroes guerreros de diferentes épocas, burlando a la muerte. Con ello, según Camus, el actor supera en cierta forma el absurdo de una existencia carente de sentido cuyo final inevitable siempre es la nada. Los personajes de la estupenda Las vidas de Sing Sing (2025) son criminales encerrados en una prisión de máxima seguridad que, a través del teatro buscan darle un sentido a sus vidas fracasadas. Prisioneros como son, los personajes de esta película, basada en una historia real, expresan más de una vez que se sienten, precisamente, como Sísifo, ese héroe griego castigado a empujar una roca hasta la cima de una colina solo para verla caer por el otro lado viéndose obligado a empezar de nuevo. En esta cinta dirigida por Greg Kwedar, el fantástico actor Colman Domingo interpreta a Divine G, un presidiario que escribe obras dramáticas y que ha fundado un grupo teatral dentro de la prisión. El argumento de la película es tan sencillo como conocer a un puñado de personajes en el proceso de crear un nuevo y ambicioso montaje sobre las tablas. Sin incidir demasiado en los delitos que haya podido cometer cada uno, iremos conociendo a los miembros de la compañía, sobre todo a un recién llegado, Clarence 'Divine Eye' Maclin, un tipo duro que se descubre a sí mismo gracias al famoso monólogo de Hamlet y que en la película se interpreta a sí mismo. La fuerza de este actor es todo un hallazgo, así como la humanidad que transmiten el resto de miembros del reparto, también encarnados por las personas reales detrás de esta emocionante historia. Las vidas de Sing Sing es una película-homenaje al teatro y a los actores que te conquista desde el momento en el que vemos a sus personajes haciendo audiciones para los papeles del montaje que preparan. Es una película casi siempre en primer plano, para permitir que la cámara capte la fuerza y la honestidad de estos actores no profesionales que emocionan de una forma desarmante desde la verdad. Colman Domingo está magnífico y el contraste entre su interpretación profunda y elegante con la de los otros actores resulta muy estimulante. Y sí, en esta película nos cuentan la historia de un grupo de criminales encerrados, pero sus preocupaciones y frustraciones, la falta de sentido que encuentran en su existencia limitada por las rejas, quizás no esté tan lejos de nuestras vidas supuestamente libres. Quizás a la misma distancia que la de un príncipe de Dinamarca.
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