BODYGUARD -NO CONFÍES EN NADIE



La mayor virtud de Bodyguard es su extraordinaria voluntad de mantener al espectador en una tensión continua durante sus seis episodios. La ficción disponible en Netflix parece seguir la estela de un thriller político de inmenso éxito, como fue Homeland -con la que tiene puntos en común- que se aprovecha de ese gran miedo que atenaza a la sociedad occidental -Estados Unidos y Reino Unido- como es el terrorismo. Ambas series, además, llegan a idénticas conclusiones: el terrorismo, el mal, no existe como un agente exterior, sino que es el reflejo de nuestras propias debilidades, defectos y errores. Nominada a dos premios Emmys como mejor serie dramática y por el guión de su creador, Jed Mercurio (para el electrizante primer episodio) esta serie británica nos presenta a David Bud -Richard Madden, ganador de un Globo de Oro, lo recordaréis de Juego de Tronos- un veterano de la guerra en Oriente Medio, convertido en policía y con la misión de proteger a la ministra con aspiraciones Julia Montague (Keeley Hawes). A partir de este planteamiento, la estrategia narrativa es no dar tregua, pero también, distraer nuestra atención. Bodyguard alterna situaciones de máxima tensión -como un atentado suicida en un tren de pasajeros- con el drama sentimental sobre la relación entre un guardaespaldas y una mujer política que se convierte en blanco de sus numerosos enemigos. El argumento se desarrolla como una película de espías post guerra fría, en la que ya no hay un enemigo claro como fueron los soviéticos. Políticos, policías, y servicios de inteligencia aparecen representados por funcionarios sombríos, de los que no podemos fiarnos. Incluso llegamos a sospechar del propio protagonista, un individuo traumatizado por la guerra y el 'héroe' de acción que más veces he visto llorar en una película o serie de los últimos años. El nudo central argumental de Bodyguard que teje Mercurio puede llegar a desorientarnos, en una maraña de nombres, pistas y sospechas que exigen bastante atención por parte del espectador. Pero luego el argumento se va desenrollando sobre sí mismo hasta desembocar en un clímax emocionante que, sin embargo, cede a la espectacularidad Hollywoodiense. Un epílogo más largo de lo necesario se encarga de clarificar cada aspecto de la trama, algo que muchos espectadores seguramente agradecerán, pero que lima las asperezas del discurso inicial sobre la ambigüedad moral de los tiempos que corren. El último plano, en mi opinión, resulta decepcionante por conservador y forzado. 

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