EL SEGUNDO ACTO -CINE, FICCIÓN Y CINE


Es el travelling, quizás, el movimiento de cámara que mejor representa el arte cinematográfico, el que mejor expresa que su esencia es el tiempo y, por tanto, el movimiento. Pero creo que nunca había visto que un director decidiese girar la cámara que realiza el travelling para mostrarnos los rieles por los que se mueve la misma, desnudando el truco, o, más bien, convirtiendo este recurso en un fin en sí mismo, en un bucle entre realidad y ficción. Esta es la esencia de la película El segundo acto (2025) del francés Quentin Dupieux. Si el autor de la reciente Daaaaaalí! (2024) suele jugar al metacine, aquí más que romper directamente derriba la cuarta pared: los personajes que nos presenta son actores muy conocidos del cine francés interpretando a actores muy parecidos a sí mismos -más no iguales- que se encuentran rodando una película. Léa Seydoux, Vincent Lindon, Louis Garrel y Raphaël Quenard entran y salen de sus personajes constantemente en una película que cuestiona directamente el cine en todos sus aspectos: la actual dictadura de lo políticamente correcto -¡Y el Me Too!- que puede ser necesaria pero esconde una tremenda hipocresía que acaba desactivando sus beneficios y convirtiendo el cine en algo muy falso; la vacuidad de las estrellas de cine, vistos como seres humanos inseguros y algo ruines; lo que sigue deslumbrando Hollywood -aunque esté representado por el muy independiente Paul Thomas Anderson-; la degradante transformación del cine como forma artística en 'contenidos' para plataformas, cuyos ejecutivos sueñan con utilizar la IA para abaratar costes y, sobre todo, para eliminar cualquier atisbo de alma, arte y humanidad -esta es la broma más corrosiva de la película, si tenemos en cuenta la participación de Netflix en la misma-. Sobre estos temas, 
Dupieux se despacha sin piedad, se permite ser muy incorrecto, y construye sus habituales sketches de humor para construir una película, como siempre, muy arriesgada. Lo más sorprendente de El segundo acto es cómo Dupieux se permite abandonar poco a poco la comedia para entrar en disquisiciones existencialistas -aunque siempre con humor- que dejan a un lado la crítica del cine como industria para reflexionar sobre cómo nuestra vida puede convertirse también en una ficción y a nosotros en espectadores de nuestra propia historia, lo que supone, ojo, una apuesta por la amoralidad.

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