De alguna forma, lo mejor y lo peor de Darren Aronofsky es su ambición artística. Una vocación de trascendencia que resultaba promotedora en Pi (1998) y que ha dado pie a una carrera tan irregular como interesante. Así, sin mucho ruido, se estrena en cartelera Bala perdida (2025) en la que el autor de ¡Madre! (2019) parece abandonar sus ínfulas de autor para entretenernos con un thriller que mezcla violencia y risas partiendo de un planteamiento hitchcockiano: un hombre común, un simple barman llamado Hank (Austin Butler), se ve envuelto por casualidad en una trama criminal que pone en grave peligro su vida y la de todos los que lo rodean. El escritor Charlie Huston adapta su propia novela en una historia que puede resultar inverosímil -¿y qué más da?- pero que es ciertamente divertida: Aronofsky es un buen narrador y sabe hacer uso de la planificación y del montaje para mantener el motor en marcha. Bala perdida parece una película de los 90 y de hecho está ambientada en Nueva York en 1998: diálogos ágiles, personajes cool, situaciones extremas y referencias a la cultura popular -en este caso, el béisbol, el punk rock-, violencia, algo de sexo y mucho humor (negro), en la línea del primer Tarantino o Guy Ritchie. La clave del éxito son los personajes: Butler se deja querer, pero, además, está Zoë Kravitz como la novia que cuaqluiera querría tener, además de actores de reparto con tanto carisma como Matt Smith, Regina King -y hasta un caricaturesco Bad Bunny- y en papeles menores unos estupendos Vincent D'Onofrio, Liev Schreiber y Carol Kane -por no hablar del cameo de Laura Dern, esperad hasta el final- y un Griffin Dune que parece haber sido elegido en el casting para decirnos que esto es una versión punk de Jo ¡Qué noche! (1985) de Martin Scorsese. Hay que aplaudir entonces que Aronofsky se tome la molestia de entretenernos durante 90 minutos, algo que tampoco resulta sencillo de hacer, pero sí hay que reconocer que esta puede ser su película más convencional -ese trauma que debe superar el protagonista-. Después de todo estamos hablando del director de cintas fallidas tan interesantes como La fuente de la vida (2006) o la inclasificable Noé (2014). Lo comido por lo servido.
BALA PERDIDA -STRIKE ONE
De alguna forma, lo mejor y lo peor de Darren Aronofsky es su ambición artística. Una vocación de trascendencia que resultaba promotedora en Pi (1998) y que ha dado pie a una carrera tan irregular como interesante. Así, sin mucho ruido, se estrena en cartelera Bala perdida (2025) en la que el autor de ¡Madre! (2019) parece abandonar sus ínfulas de autor para entretenernos con un thriller que mezcla violencia y risas partiendo de un planteamiento hitchcockiano: un hombre común, un simple barman llamado Hank (Austin Butler), se ve envuelto por casualidad en una trama criminal que pone en grave peligro su vida y la de todos los que lo rodean. El escritor Charlie Huston adapta su propia novela en una historia que puede resultar inverosímil -¿y qué más da?- pero que es ciertamente divertida: Aronofsky es un buen narrador y sabe hacer uso de la planificación y del montaje para mantener el motor en marcha. Bala perdida parece una película de los 90 y de hecho está ambientada en Nueva York en 1998: diálogos ágiles, personajes cool, situaciones extremas y referencias a la cultura popular -en este caso, el béisbol, el punk rock-, violencia, algo de sexo y mucho humor (negro), en la línea del primer Tarantino o Guy Ritchie. La clave del éxito son los personajes: Butler se deja querer, pero, además, está Zoë Kravitz como la novia que cuaqluiera querría tener, además de actores de reparto con tanto carisma como Matt Smith, Regina King -y hasta un caricaturesco Bad Bunny- y en papeles menores unos estupendos Vincent D'Onofrio, Liev Schreiber y Carol Kane -por no hablar del cameo de Laura Dern, esperad hasta el final- y un Griffin Dune que parece haber sido elegido en el casting para decirnos que esto es una versión punk de Jo ¡Qué noche! (1985) de Martin Scorsese. Hay que aplaudir entonces que Aronofsky se tome la molestia de entretenernos durante 90 minutos, algo que tampoco resulta sencillo de hacer, pero sí hay que reconocer que esta puede ser su película más convencional -ese trauma que debe superar el protagonista-. Después de todo estamos hablando del director de cintas fallidas tan interesantes como La fuente de la vida (2006) o la inclasificable Noé (2014). Lo comido por lo servido.
THE SMASHING MACHINE -EL HOMBRE BLANDENGUE
Parece necesario ver The Smashing Machine (2025), primera película en solitario de Benny Safdie, en el espejo de otros films que han abordado, por un lado, los deportes de lucha y, por otro, el tema de la violencia. Esta es la historia (real) de Mark Kerr (Dwayne Johnson), un excampeón de la lucha libre que se apunta a un deporte todavía en pañales, las artes marciales mixtas. Esto es importante, porque se hace hincapie en que los protagonistas del relato -real y ficticio- son pioneros en una disciplina en la que no tienen referentes, no hay récords que romper ni campeones históricos a los que derribar como sí le ocurría a Rocky Balboa (Sylvester Stallone) ante el inalcanzable Apollo Creed (Carl Wheathers) en la mítica Rocky (1976) y sus secuelas. Digamos que aquí Mark Kerr se enfrenta a sí mismo, a sus propias dudas, a su adicción a los medicamentos para el dolor y, sobre todo, a una tormentosa relación sentimental con su pareja, Dawn (Emily Blunt). En su guión, Safdie explora la masculinidad de su luchador como lo hace Martin Scorsese en su obra maestra, Toro salvaje (1980), en la que vemos el auge y caída de otro personaje real, Jake LaMotta (Robert DeNiro), el típico héroe de la filmografía del director -y de la de Paul Schrader-, un tipo atormentado por la culpa, en busca de redención e incapaz de controlar sus impulsos violentos con su pareja o con su propio hermano y entrenador. Pero Safdie nos habla de un personaje opuesto a LaMotta, que puede ejercer la violencia dentro del ring pero en su vida privada es un tipo amable, controlado e incapaz de hacerle daño -físicamente- a nadie. Safdie explora así las nuevas masculinidades y nos muestra a hombres musculosos y de una fuerza física tremenda, capaces sin embargo de mostrar sus emociones, que van desde las lágrimas al cariño más sincero -la relación de amistad entre Kerr y el luchador Mark Coleman (Ryan Bader) es otro eje central del film- mientras el único personaje femenino del relato, una estupenda Blunt, parece desorientada ante la vulnerabilidad de su pareja, e incluso llega a pedirle, en varios momentos, que la maltrate físicamente, como si eso fuese sinónimo de hombría. Quizás el núcleo temático de The Smashing Machine es esa escena en una feria en la que Mark Kerr no se atreve a subirse a una atracción giratoria, mientras su chica no tiene problemas en hacerlo -lo que lleva al homenaje más inesperado a Los 400 golpes (1959)-. Safdie despliega una eficaz puesta en escena impresionista que se basa en colocar la cámara en lugares realistas, con un estilo documental, pero también como si viéramos los combates a través de imágenes grabadas por un espectador con el móvil, que luego han sido subidas a la red. Una puesta en escena inmersiva sobre todo gracias al montaje, que firma también Safdie, y que mantiene la atención del espectador durante un ajustado metraje de dos horas. The Smashing Machine propone una mirada sobre un deporte violento en sus inicios -hoy es tremendamente popular y genera millones de dólares en todos el mundo- y nos enseña a sus combatienes despojados de épica, evitando en todo momento mostrarnos los triunfos del protagonista, esquivando incluso el clímax de la tensión acumulada por la rivalidad -que no enemistad- entre Kerr y Coleman, y tomando una decisión que es una declaración de intenciones al enseñarnos al Mark Kerr de la vida real haciendo la compra como cualquier hijo de vecino.
MASPALOMAS -ARMARIOS
La estupenda Marco (2024) de Aitor Arregi y Jon Garaño planteaba como tema la vida como un relato -que puede ser falso- pero también el choque entre la idea que tenemos de nosotros mismos y la imagen que proyectamos en los que nos rodean. Marco -un inmenso Eduard Fernández- decidía vivir una mentira a riesgo de ser descubierto y crucificado socialmente. En Maspalomas (2025), Arregi y Garaño nos presentan a un personaje en cierta forma inverso: Vicente siempre fingió ser quien no era hasta que decidió dejarlo todo para 'salir del armario', provocando, paradójicamente al contar la verdad, el rechazo de todo su entorno familiar y social. Precisamente, en la película nos presentan a Vicente (José Ramón Soroiz) viviendo en lo más parecido al paraíso: una playa infinita llena de hombres jóvenes y atractivos que se divierten y mantienen relaciones sexuales entre ellos. Poco a poco, ese paraíso de piel y sudor se irá resquebrajando, Vicente será expulsado y descubriremos su pecado original. La vida obliga a Vicente a descender a los infiernos y, desde allí, a enfrentarse a su pasado, a reencontrarse con su hija, Nerea (Nagore Aranburu), y a iniciar un complejo viaje emocional que le pilla ya con 76 años. Con este argumento, Arregi y Garaño construyen minuciosamente una película tan dura como emocionante, optimista a pesar de todo y muy humana. Cinematográficamente la cámara se esfuerza en hacernos sentir el sol quemando en nuestra piel, el sudor de los cuerpos que se frotan, la arena que se ha quedad metida en una zapatilla. La fotografía de Javier Agirre deslumbra: es luminosa en el paraíso y tenebrosa en las profundidades del supuesto infierno de una residencia para la tercera edad. La atrevida música de Aránzazu Calleja imprime un toque original a la película, que en algún momento podría caer en el drama social más convencional y apagado. Pero Arregi y Garaño juegan muy bien sus cartas y desde una sólida construcción de su protagonista, apuntan temas de gran calado para la reflexión del espectador: el drama muy real que supone para las personas mayores del colectivo LGTBIQ+ ingresar en una residencia donde muchas veces se ven obligados a volver a entrar en 'el armario'; pero también se habla del peso de las decisiones vitales, del choque entre el individuo y su familia, de la vejez y el deseo sexual, y de cómo los planes se acaban trastocando casi siempre por la enfermedad, la muerte o una pandemia mundial. En definitiva, la vida. Con una portentosa interpretación de Soroiz, Maspalomas reflexiona sobre la identidad individual y la libertad de ser nosotros mismos. ¿Es Maspalomas, el destino turístico gay, un oasis de libertad para los homosexuales o un gueto y en definitiva un armario gigante? ¿Y debemos reivindicar por encima de todo nuestra identidad cueste lo que cueste? Maspalomas narra una historia emocionante y además plantea preguntas importantes que debe resolver cada espectador.
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