El arranque de Un simple accidente (2025) del iraní Jafar Panahi no puede ser más sugestivo: la casualidad hace que se crucen los destinos de un trabajador, que fue víctima de las torturas del régimen, con su posible torturador. Este hecho fortuito pone en marcha un motor argumental que nunca se detiene y que va acumulando situaciones y personajes, ya que otras posibles víctimas del verdugo se van presentando en la historia sucesivamente. El conflicto central es, claro, un dilema moral: ¿Tienen derecho las víctimas a la venganza? ¿No las deshumaniza eso y las iguala a los torturadores? Esta película, rodada con pulso urgente y de forma clandestina por Panahi, sirve para retratar un país, porque, durante la trama, somos testigos de cómo funciona la sociedad iraní a través de diferentes situaciones que van desde una boda hasta la llegada de una nueva vida al mundo. Y en esas situaciones, los personajes se revelan. El grupo de actores que forma el reparto, todos colocados alrededor de ese hombre que parece un tipo corriente, un padre de familia, pero que podría ser un cruel instrumento del poder, recuerda al elenco de una obra teatral y el propio Panahi cita la célebre Esperando a Godot de Samuel Beckett. Pero la historia ocurre en múltiples escenarios, lejos está de ser estática, y tiene momentos de puro cine, como el uso expresivo del sonido entrecortado de una pierna falsa que señala al sospechoso y que sirve también para una moraleja impactante: la víctima nunca podrá desprenderse del trauma de la tortura. Un simple accidente es una de las películas más importantes del año, aunque su desarrollo sea oscuro y desesperanzado. Panahi demuestra ser un humanista al atreverse a igualar víctimas y verdugo, pero no en el odio, sino en el sufrimiento. ¿Quién es culpable entonces?

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