Desde su rompedora primera temporada en 2011, la serie Black Mirror, creada Charlie Brooker, ha pasado de ser un evento con repercusión y un referente en la ficción catódica, a pasar practicamente desapercibida. Sin embargo, la séptima temporada de la serie, sigue atesorando una calidad muy interesante en cuanto a propuestas, guiones y realización. Quizás ya no es una novedad y no pueda competir en el tsunami de nuevos títulos que aparecen cada mes en las plataformas, necesario para atraer la mirada de un espectador con déficit de atención. Pero esto no debe impedir que se valore una serie muy bien producida con cosas que decir sobre estado actual de las cosas y sobre nuestra relación con la tecnología.
El primer episodio de la tanda, Common People, es una inteligintísima sátira que recupera temas de episodios pasados como Be Right Back y San Junipero al abordar de nuevo la pérdida de un miembro de la pareja. En este caso se trata de los adorables Amanda (Rashida Jones), una profesora de infantil, y Mike (Chris O'Dowd) un obrero. Cuando se descubre que ella sufre una enfermedad terminal, Mike decide apuntarse a un tratamiento pionero para salvarle la vida. La gran broma de Charlie Brooker es que la salvación de Amanda funciona de una forma muy parecida a una suscripción a Netflix: cada vez es más cara, y para pagar menos hay que aceptar anuncios publicitarios. Literalmente. Common People es una comedia muy graciosa -dirige el episodio Ally Pankiw- cuyo desarrollo, sin embargo, hiela la sangre. Una reflexión durísima que se vale de la ciencia ficción para hablar de temas como el trabajo precario, la sanidad pública, el consumismo, el capitalismo, el clasismo y, cuidado con el espóiler, la eutanasia. Brooker -y su coguionista, Bisha K. Ali, plantean, básicamente, que, incluso teniendo un trabajo, la vida en la sociedad actual es tan dura, que nos olvidamos, precisamente, de vivir.
El segundo episodio, Bête Noire, es también brillante y algo más divertido. La protagonista es María (Siena Kelly) que se enfrenta al reencuentro en su trabajo de una antigua compañera de instituto, Verity (Rosy McEwen), que sufrió acoso escolar. La presencia de Verity pondrá muy nerviosa a María -es su bestia negra- y desencadenará el conflicto cambiando completamente su vida. Charlie Brooker no solo escribe un guión intrigante y divertido, sino que consigue hablar de la postverdad y las fake news, de su capacidad de cambiar la realidad y destruir vidas -da igual que sean cotilleos escolares o publicaciones en las redes sociales- utilizando como espejo un enloquecido planteamiento de ciencia ficción que remite, nada menos, que al cubo cósmico.
También me parece notable el episodio Hotel Reverie, una romántica historia sobre el cine que gira alrededor de un falso clásico, el del título, que, gracias a la inteligencia artificial podrá tener un remake con actores modernos, en este caso, una estrella llamada Brandy (Issa Rae) que acepta reinterpretar el papel masculino de la película antigua. Algo así como cambiar a Humphrey Bogart por una mujer en Casablanca (1942). El giro que se saca de la manga Charlie Brooker está en que la nueva tecnología permite crear una realidad virtual en la que la actriz moderna podrá interactuar con las imágenes en blanco y negro del cine clásico, y con actores ya fallecidos. El resultado es una historia que juega brillantemente con nuestra relación como espectadores actuales con el cine clásico de Hollywood y sus convenciones completamente fuera de la realidad, pero que siguen teniendo cierto poder en su nostalgia y en la carga que tienen las historias -casi siempre trágicas- de los actores que interpretaron aquellos personajes inolvidables. En este caso, una estupenda Emma Corrin interpreta a Dorothy, un cruce confeso de Ingrid Bergman y la sufrida protagonista de Breve encuentro (1945). Así, estamos ante un episodio que recuerda cosas como El moderno Sherlock Holmes (1924) de Buster Keaton o La rosa púrpura del Cairo (1985) de Woody Allen y que, cuando las creaciones digitales sin verdadera vida permanecen inmóviles en el viejo y lujoso hotel, nos llevan, por qué no, a El año pasado en Marienbad (1961). Palabras mayores.
Dirigido por David Slade, Plaything es otro divertido episodio que gira alrededor de un misterioso personaje, Cameron Walker -un estupendo Peter Capaldi- que es detenido por un asesinato. La investigación llevará a descubrir que se trata de un crítico de vídeojuegos: no sé si existe un precedente en la ficción de un personaje que se dedique a ese oficio, pero es que todo el capítulo es un homenaje nostálgico a la historia de los videojuegos, esos primeros programadores geniales pero zumbados y drogados -aquí, Will Poulter en un cameo- y las revistas especializadas que dan cuenta de todo ello. Una vez más, el argumento de Charlie Brooker gira alrededor de la inteligencia artificial pero lo hace desde la estética de los juegos de 16 bits, con sus personajes pixelados y sus colores brillantes, que me han hecho volver a los tiempos de mi Amiga 500. Lo que nos cuentan es algo predecible, sí, pero muy divertido.
Eulogy vuelve sobre uno de los temas más recurrentes en la serie de Charlie Brooker: la muerte y la pérdida de un ser querido, el fin del amor cuando ya no hay marcha atrás. Una vez más, entra en juego la inteligencia aritifical (Patsy Ferran), las realidades virtuales y la memoria. ¿Qué es real y qué es una simulación o un recuerdo tergiversado? Con un uso plausible de las nuevas teconologías, el protagonista reconstruye una relación sentimental pasada que marcó su vida. Pero lo maravilloso de este capítulo es la prodigiosa interpretación de Paul Giamatti, un actor superdotado que consigue, a través de su gesto, contar toda una historia de amor y, de paso, emocionarnos. Imprescindible.
La séptima temporada de Black Mirror se cierra con la continuación del episodio USS Callister (2017), ahora con el subtítulo de Into Infinity, que con una duración de 90 minutos es un largometraje por derecho propio, dirigido por Toby Haynes. El argumento recupera el personaje de Nanette Cole (Cristin Milioti) y su tripulación abordo de una nave estelar que se mueve por un universo recreado digitalmente, enfrentándose ahora a nuevos peligros. Una vez más estamos antes una parodia turbia de Star Trek, que convierte a uno de sus fans obsesivos -Jesse Plemons- en un peligroso psicópata incel, satirizando de paso a los grandes genios tecnológicos que hoy parecen dominar el mundo y que salieron -presuntamente- de un garaje gracias a su genialidad. El personaje del millonario James Walton (Jimmi Simpson) sirve para desmentir esa leyenda: detrás de cada genio friki suele haber un niño rico con pocos escrúpulos. El argumento, además, sirve para afianzar la idea de la temporada -y de la serie- de que detrás de toda nueva tecnología hay un elemento corruptor, el capitalismo, que solo busca sacar provecho y convertirnos en consumidores. El episodio se ríe cruelmente de la cultura gamer, y aprovecha para parodiar películas como Ready Player One (2018) -también Náufrago (2000)- y hasta se monta una batalla espacial chulísima estilo Star Wars, además de títulos como Viaje alucinante (1966) y una película Pixar que no desvelo porque es espóiler. El trasfondo de ciencia ficción nos habla, claro, de universos virtuales y de clones -digitales-, reincidiendo en la cuestión de si necesitamos, desde ya, una ética que regule la creación de inteligencias artificiales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario