THE APPRENTICE -FAUSTO


Utilicemos el manido símil del accidente de tráfico para describir la figura de Donald Trump: algo terrible que, sin embargo, no puedes dejar de mirar. Partiendo de esta idea se puede cuestionar la necesidad de llevar su historia convertida en una ficción 
a la gran pantalla. La intención de The Apprentice (2024) es, claramente, la denuncia. Pero ¿No es evidente quién es Trump? Nunca ha ocultado su verdadera cara y cada día aparece en las noticias de todo el mundo con una nueva declaración aberrante -en el momento de escribir estas líneas acaba de prohibir las pajitas de papel para volver a las de plástico-. Sus seguidores seguirán siéndolo pase lo que pase, está demostrado, y es difícil que sus detractores cambien de opinión. La ficción que escribe Gabriel Sherman como guionista y que dirige Ali Abbasi nos muestra a Donald Trump -estupendo Sebastian Stan, al borde de la imitación- como un tipo simple que alcanza el sueño americano al transformarse en un sujeto sin escrúpulos. Igual de ignorante, pero con una desbordante confianza en sí mismo que, incomprensiblemente, le permite salirse (casi) siempre con la suya. La clave de esta transformación es un oscuro personaje, el abogado corrupto Roy Cohn, al que da vida un hipnótico Jeremy Strong. Este estupendo actor es el que conecta The Apprentice con la serie Succession (2018), estupenda comedia de la vergüenza ajena sobre la clase privilegiada de Estados Unidos, retratada como unos 'hijos de papá' de escasa inteligencia y peor catadura moral, cuya máxima ambición es hacerse con los 'juguetes' heredados de sus padres. Algo de eso hay en el Donald Trump que vemos en The Apprentice, en la que lo realmente interesante es la figura mefistofélica del mencionado abogado Roy Cohn. La película nos introduce en los ambientes en los que se mueven los hilos del poder, y nos presenta personajes que se comportan como los dueños del mundo y que están dispuestos a todo para enriquecerse y ganar influencia, todo bajo la ridícula excusa de un supuesto patriotismo que pretende salvar su país de una decadencia que no es más que el progreso. La hipocresía está en la defensa de unos valores conservadores por unos personajes entregados a los placeres mundanos, al alcohol y las drogas, al sexo con prostitutas, o a una homosexualidad que niegan en público. Pero si Fausto acaba recuperando su alma a cambio de un sacrificio por amor, aquí el que sucumbe es el propio diablo, Roy Cohn, consumido en este caso por una epidemia que muchos vieron como un castigo divino. El posible problema de The Apprentice es que, inevitablemente, como espectadores, acabamos empatizando con los protagonistas de cualquier ficción, desde Taxi Driver (1976) pasando por Los Soprano (1999-2007) y hasta Breaking Bad (2008-2013), por inmorales que sean. Aquí, no deja de ser curioso que podamos llegar a desear el triunfo de Trump, como cuando en Psicosis (1960) Alfred Hitchcock nos obligaba a temer que Norman Bates fuese descubierto. Y, desde luego, sentimos pena por el destino de Roy Cohn, a pesar de que antes le hayamos visto comportarse como un corrupto. Un efecto perverso que puede incomodar, claro, a esos sujetos sensatos que se horrorizan ante los desmanes de los individuos retratados en la película. Pero, quizás, dejar de ver a estos tipos como villanos de tebeo, nos hace también más humanos.

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