Loving Vincent es de esas películas cuyo proceso de creación -pintar al óleo, fotograma a fotograma, los 94 minutos del metraje- se adivina mucho más interesante que el resultado que vemos en pantalla. La historia narra los momentos posteriores a la muerte de Vincent Van Gogh, utilizando como personajes a los retratados por el genio del pelo rojo. El protagonista, Armand Roulin (Douglas Booth), realiza una suerte de investigación policial sobre las circunstancias del suicidio del artista, entrevistando a diferentes personajes, indagando en el estado de ánimo de Van Gogh en los últimos días de su torturada existencia. Utilizando como McGuffin una de las famosas cartas a Theo, este personaje se pasea por los escenarios pintados que todos recordamos -algo parecido hizo Kurosawa en uno de sus sueños, proponiendo a Martin Scorsese como el pintor- intentando resolver el misterio de la muerte (y de la vida) del autor de La noche estrellada. Como he dicho al principio, la decisión artística más importante es servirse de la reconocible estética del genio neerlandés para que cada fotograma se convierta fugazmente en uno de sus cuadros. El problema es que esto resulta bastante estático, a pesar de su innegable belleza pictórica. Algo parecido a la aventura conversacional de un videojuego como L.A. Noire (2011). La trama se desarrolla íntegramente a través de los interrogatorios que realiza el protagonista para resolver el misterio, y la sensación es que estamos viendo pinturas con una voz en off. La audioguía más ambiciosa de la historia. Es una pena que el argumento no se interese de una forma más visceral por la torturada vida del que se cortó una oreja. La recreación de los cuadros no consigue emular la hermosa desesperación que se adivina en los trazos del precursor del expresionismo. Eso por no mencionar unos horrendos flashbacks en blanco y negro que afean el conjunto. Loving Vincent es un prodigio técnico y artesanal, sí, pero este se agota pronto. Intuyo que la propuesta se habría beneficiado de un formato más breve en su duración.
LOVING VINCENT -MOTION PICTURES
Loving Vincent es de esas películas cuyo proceso de creación -pintar al óleo, fotograma a fotograma, los 94 minutos del metraje- se adivina mucho más interesante que el resultado que vemos en pantalla. La historia narra los momentos posteriores a la muerte de Vincent Van Gogh, utilizando como personajes a los retratados por el genio del pelo rojo. El protagonista, Armand Roulin (Douglas Booth), realiza una suerte de investigación policial sobre las circunstancias del suicidio del artista, entrevistando a diferentes personajes, indagando en el estado de ánimo de Van Gogh en los últimos días de su torturada existencia. Utilizando como McGuffin una de las famosas cartas a Theo, este personaje se pasea por los escenarios pintados que todos recordamos -algo parecido hizo Kurosawa en uno de sus sueños, proponiendo a Martin Scorsese como el pintor- intentando resolver el misterio de la muerte (y de la vida) del autor de La noche estrellada. Como he dicho al principio, la decisión artística más importante es servirse de la reconocible estética del genio neerlandés para que cada fotograma se convierta fugazmente en uno de sus cuadros. El problema es que esto resulta bastante estático, a pesar de su innegable belleza pictórica. Algo parecido a la aventura conversacional de un videojuego como L.A. Noire (2011). La trama se desarrolla íntegramente a través de los interrogatorios que realiza el protagonista para resolver el misterio, y la sensación es que estamos viendo pinturas con una voz en off. La audioguía más ambiciosa de la historia. Es una pena que el argumento no se interese de una forma más visceral por la torturada vida del que se cortó una oreja. La recreación de los cuadros no consigue emular la hermosa desesperación que se adivina en los trazos del precursor del expresionismo. Eso por no mencionar unos horrendos flashbacks en blanco y negro que afean el conjunto. Loving Vincent es un prodigio técnico y artesanal, sí, pero este se agota pronto. Intuyo que la propuesta se habría beneficiado de un formato más breve en su duración.
TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS -MADRE CORAJE

Tres anuncios en las afueras es la película más sorprendente que he visto en mucho tiempo. Cuando como espectador llegas a cierta edad, es difícil que te pillen desprevenido: más o menos todas las historias están contadas, más o menos podemos predecir lo que va a pasar. Aquí no. La película del británico Martin McDonagh -Escondidos en Brujas (2008) y Siete psicópatas (2012)- tiene una refrescante vocación anárquica en sus giros, originales, bastante impredecibles y hasta gamberros. Y sobre todo, el guión -también de McDonagh- tiene una capacidad increíble para soltar un chiste en el momento más tenso, o para ponerte un nudo en la garganta durante lo que parecía un ingenioso diálogo entre dos personajes. De la comedia a la tragedia y viceversa sin previo aviso. El planteamiento de la historia tiene gancho: una madre cuya hija ha sido violada y asesinada, decide criticar a la policía local cantándoles las 40 en los tres anuncios del título. Pero esto es solo una -magnífica excusa- para hablar de unos personajes, los de Ebbing, Missouri, todos absolutamente encantadores, profundos, inteligentes, divertidos. Ninguno es un simple estereotipo. Y todos son muy diferentes. Creo que el sentido profundo de esta cinta es que, a pesar de los distintos papeles que interpretamos en la vida -madre, policía, racista, maltratador, enano- hay una condición -la mortalidad- que nos iguala a todos, que borra los bandos que nos separan, que nos une como aliados frente a un mismo destino. Una idea existencialista expresada de forma maravillosa. Y si estos personajes tan complejos y cambiantes funcionan es porque están más que justificadas las nominaciones a diferentes premios que han recibido prácticamente cada uno de los actores del reparto. Empezando por Frances McDormand, auténtica one-woman-show a pesar de estar rodeada de gente como Sam Rockwell, Woody Harrelson, Peter Dinklage, John Hawkes y el Lucas Hedges de Manchester frente al mar (2016) con la que esta película haría una buena doble sesión. Ganadora del Globo de Oro -y firme candidata a llevarse más de un Oscar- Tres anuncios en las afueras modula el drama de lo contado con un humor negro e ingenioso. Cuando parece que va a caer irremediablemente en la trampa de lo convencional, vuelve a dar otro giro estimulante hacia un final que te deja queriendo más. No hay que perdérsela.
MOLLY´S GAME- ¿QUIÉN ES TU HÉROE?
Cada uno de los hombres alrededor de Molly Bloom -Jessica Chastain, nominada a un Globo de Oro- es un auténtico imbécil. Empezando por su padre -Kevin Costner ahora siempre hace de padre- y pasando por su jefe y los jugadores de póquer -aficionados, nuevos ricos, profesionales, mafiosos- que conocerá durante su vida. Molly debe luchar contra machirulos que la humillan, la menosprecian, se ofenden si viste demasiado sexy, la golpean si se pasa de la raya, tratan de sacar partido o peor, se enamoran de ella. Molly se mantiene firme en sus principios ante los ataques de todos estos tipos menos inteligentes que ella, inseguros, salidos, alcohólicos, violentos, infieles. La historia de Molly Bloom es probablemente la de cualquier mujer que pretenda tener éxito. Su único defecto es ser demasiado lista, guapa, sexy, y sobre todo, autosuficiente, en un mundo de hombres. Aaron Sorkin -El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006)- escribe y dirige una película absolutamente fantástica, muy "americana", sí, con un ritmo increíble -sus dos horas y veinte minutos pasan volando- inteligente, llena de humor, y en su desenlace, humana y emocionante. Nominado a un Globo de Oro por su guión, Sorkin despliega su arsenal habitual: narración en off absorbente, diálogos que ametrallan, datos propios del Trivial que sorprenden y enriquecen el discurso. Y compromiso. Sorkin no nos cuenta la vida sentimental de Molly ni por qué no ha tenido hijos. Una decisión que hay que aplaudir: habría sido fácil humanizarla de esa manera. Pero al director no le hace falta, porque tiene a una Jessica Chastain inmensa -en un papel que invita a la comparación con Erin Brockovich (2000)-. A ella y a Costner hay que sumarles a Idris Elba -perfecto- y a un inquietante Michael Cera, en un registro completamente distinto al habitual. Sorkin es lo suficientemente inteligente para no dejar a todo el género masculino por los suelos: el abogado de Elba es de esos personajes positivos, idealistas, que solo nos creemos en el cine de Hollywood. Y eso no es un defecto. Por encima de todo, hay que agradecer esos temas que Sorkin se encarga de inyectar en sus trabajos -que tanto echamos de menos en el cine estadounidense actual- esa desconfianza en el sistema, el rechazo a la codicia capitalista, y especialmente esa integridad -aquí feminista- que hay en Molly y que Sorkin hace evidente citando El Crisol de Arthur Miller: a ella también intentarán quemarla en la hoguera, aunque tras la película sepamos que en Salem no quemaron a ninguna bruja.
MR. ROBOT -SERIE DE AUTOR
Elliot Alderson (Rami Malek) entra en un ascensor de Evil Corp -maligna multinacional- y la cámara le sigue a la altura de sus ojos saltones, pero adormilados. Oímos el sonido rítmico de un extraño carraspeo metálico, cuyo origen no distinguimos: forma parte de la hipnótica banda sonora electrónica de Mac Quayle. Escuchamos de repente un coro que pertenece a un tema de Einstein on the Beach, ópera de Phillip Glass, que hace que lo que vemos -Elliot en un ascensor- parezca trascendente. Pero sobre todo, está la voz interior del protagonista, que resume rápidamente lo que ocurre -al menos lo que él cree que ocurre, porque tiene doble personalidad y lagunas de memoria- y la cámara le sigue -¡sin cortes!- por todo el edificio hasta su ordenador. Estamos viendo un episodio rodado íntegramente en (falso) plano secuencia. Es el quinto capítulo de la tercera temporada de Mr. Robot. No hay ninguna serie como esta. La razón principal es Sam Esmail, autor de esta ficción, guionista y sobre todo, director de cada entrega. Su decisión de rodar sin cortes (visibles) ese quinto episodio, no es un mero despliegue técnico: influye en la narración. Nos mete con Elliot dentro de esa multinacional en la que se ha infiltrado. Y eso es importante, porque entendemos tan poco como él de lo que está ocurriendo: el argumento de Mr. Robot es intrincado. Es fácil perderse en las maquinaciones de Evil Corp, Dark Army, Fuck Society y el FBI. Además, Esmail propone como telón de fondo elementos de política ficción, prediciendo el inminente auge de las divisas digitales; la anexión del Congo por parte de China; los oscuros intereses que han conseguido la victoria de Donald Trump; o un acontecimiento histórico -la acción se sitúa en 2015- del que no hablaré para evitar el consabido spoiler. En medio de este barullo a escala mundial, Esmail nos habla de individuos, absolutamente desorientados, fragmentados, temerosos, con los que nos identificamos. En estos conflictos personales el argumento resulta diáfano y emotivo.
En varios momentos de esta tercera temporada de Mr. Robot, Elliot desaparece para convertirse en personaje referencial, cediendo su espacio a otros. Así, Tyrell Wellick (Martin Wallström), ese American Psycho, protagoniza un episodio en flashback que revela lo que ha sido de él durante la segunda entrega. Aprenderemos mucho también de Angela (Portia Doubleday) que experimenta una completa transformación, que obviamente no puedo contar. Esta tercera entrega de Mr. Robot tiene la particularidad de volver constantemente sobre sus pasos, aclarando situaciones, atando cabos sueltos, explicando los motivos ocultos de los personajes y revelando cosas increíbles de su pasado. Con ese mismo espíritu, los giros argumentales -claramente deudores de El club de la lucha (David Fincher, 1999)- se han acabado -bueno, hay una última sorpresa final, realmente hermosa, que redime a un personaje importante-. A cambio, Esmail y sus guionistas plantean un interesante juego con la psique desdoblada de Elliot, que se convierte en su propio antagonista, Mr. Robot (Christian Slater). Alrededor de esta dualidad, se dividen en dos bandos personajes como el misterioso Whiterose, un BD Wong travestido y desatado; la agente Dominique Di Piero, a la que da vida una estupenda Grace Gummer; y el recién llegado Irving, fantástico Bobby Canavale, que nos sorprende casi en cada escena. Todos ellos participan en una historia contada en espiral y situada en un escenario post-apocalíptico: Mr. Robot es pesimista y profunda. Plantea que las revoluciones, que en realidad no hemos vivido, están en manos de los ricos y poderosos. Que son imposibles. Pero como he dicho, a pesar de ese ambicioso telón de fondo, la serie de Esmail nos habla de individuos que buscan respuestas. Las buscan sobre todo en su infancia, lo que da pie a cierta nostalgia ochentera. Los millennial como Elliot y Angela, han perdido la esperanza en uno de los mejores episodios que he visto en cualquier serie, Dont-Delete-Me. En este, el protagonista descubre una nueva generación, que no ha visto Regreso al futuro (1985), pero que tampoco ha perdido la inocencia y que puede ser la razón para cambiar las cosas. Así, la tercera temporada de Mr. Robot parece ser un ejercicio con voluntad de reinicio, de proponer un nuevo comienzo, que deja la historia abierta e incluso se permite un rayo de esperanza.
THE DISASTER ARTIST- EL SUEÑO AMERICANO

Creo haber leído alguna vez que François Truffaut decía que una película mala, pero honesta, era mucho más valiosa que una obra maestra sin alma. Eso podría explicar el inexplicable éxito de The Room (2003), auténtico bodrio en el que todo, absolutamente todo, falla: un guión sin sentido de diálogos absurdos y actores de segunda, mal dirigidos. Convertida en obra de culto, parece que incluso rentable, habría que preguntarse si su éxito se debe a la pasión de su autor, el misterioso Tommy Wiseau, de origen y recursos económicos -para producir su película- desconocidos. Quizás, la honestidad es la razón por la que The Room tiene miles de fans y los telefilmes de sobremesa no los recuerda nadie. The Disaster Artist narra la gestación, rodaje y estreno de esta pésima película. Dirige y protagoniza James Franco -en el papel de Wiseau- quien nos habla del "sueño americano", pero en un sentido inverso: cuando el que persigue el éxito no tiene ningún talento, el resultado no es la gloria, sino la vergüenza ajena. Solo que, esta vez, sabemos que el fracaso estrepitoso ha acabado siendo un logro. ¿Qué quiere decir esto? Quizás que, en una cultura obsesionada con el éxito, hacer "la peor película", también puede significar ser "el mejor". Si Ed Wood (Tim Burton, 1994) hablaba de marginados y de arte, The Disaster Artist, contando prácticamente lo mismo, propone un retrato muy diferente de la sociedad que rodea al autor. Ed Wood murió en la absoluta pobreza y sin ningún reconocimiento, mientras Tommy Wiseau se permite un cameo al final de esta película de Hollywood (no salgáis de la sala hasta el final de los créditos). Vivimos en un mundo de zapping, memes, y vídeos de youtube en el que personajes como Wiseau tienen gracia e incluso son admirados. Una admiración manifiesta en los actores que aparecen al principio de esta película haciendo de sí mismos, o en el cuasi remake que Franco y compañía han hecho de The Room -en una operación de clonación curiosa y similar a la de Gus Van Sant con Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock-. Quizás hay cierta verdad en un film desastroso como The Room, que echamos de menos en los films de Hollywood técnicamente perfectos y trazados milimétricamente por los departamentos de marketing. Quizás con ese espíritu podemos entender la barba falsa, cutre y mal pegada, que lleva el protagonista, Dave Franco, en su papel de Greg Sestero, escudero y víctima de Wiseau, con el que establece una relación de amistad que me hizo pensar en Un loco a domicilio (1996).
WONDER WHEEL-LA RUEDA DE LA VIDA
En Wonder Wheel, Woody Allen convierte las tablas del paseo marítimo del mítico Coney Island en las de un escenario dramático. La nueva película del neoyorquino no esconde sus referencias teatrales al hacer del narrador -y personaje catalizador del conflicto- un socorrista aspirante a dramaturgo. Sin embargo, Mickey, interpretado por Justin Timberlake, no escapa de la condición que Allen ha designado para sus personajes: todos están atrapados e insatisfechos en sus vidas, todos sueñan con escapar y todos tienen una flaqueza que lo impide. Empezando por el carácter enamoradizo del propio Mickey; o la dependencia masculina de Carolina (Juno Temple), casada con la mafia; el alcoholismo latente de Humpty (Jim Belushi); o los fuegos que el pequeño Richie (Jack Gore) provoca para llamar la atención. Y sobre todo, hay que hablar del mejor personaje de este reparto de miserias humanas, Ginny, una magnífica Kate Winslet -como siempre- que da vida a una mujer apasionada, agobiada por la culpa y soñadora. Contradictoria. Sus fallos, muy humanos, son su principal riqueza dramática y Winslet saca todo el provecho posible del material que le sirve Allen. Ginny pasa a formar parte de la galería de grandes personajes femeninos de la filmografía del autor de Annie Hall (1977), desde los que interpretaran Diane Keaton y Mia Farrow hasta la Cate Blanchet de Blue Jasmine (2013). Con Ginny -y con el resto de personajes de Wonder Wheel- Allen elabora un comentario pesimista del amor: todos utilizan la excusa romántica para enmascarar el deseo egoísta de utilizar al otro como tabla de salvación existencial. El director de fotografía, el oscarizado Vittorio Storaro, ilumina las caras de estos personajes reflejando los nubarrones que aparecen sobre la playa del sur de Brooklyn. Storaro ensombrece e ilumina los rostros según pasan estas nubes, en una intermitencia que parece reflejar sus constantes altibajos sentimentales. Allen desarrolla este drama, sin embargo, con el tono ligero de sus mejores comedias, con diálogos chispeantes que casi contradicen la tragedia. Pero los impresionantes monólogos de Winslet no dejan lugar a engaño. Está atrapada sin remedio en una rueda que gira sin variar su trayectoria.
BLACK MIRROR- PESADILLA TECNOLÓGICA
Ya es tradición recibir cada Navidad una nueva entrega de Black Mirror. Su creador, Charlie Brooker, sigue fabricando pequeñas historias de ciencia ficción anticipatoria sobre los horrores que puede desencadenar la tecnología en nuestra sociedad. Brooker se mantiene siempre verosímil, apoyándose en tecnologías existentes y familiares a las que da un giro terrorífico. Esta cuarta temporada en Netflix no decepciona. Paso a comentar sus seis episodios, clasificados del peor al mejor.
6. Empezando por el poco interesante Crocodile, relato irregular y desenfocado sobre los errores del pasado. Dirigido por John Hillcoat -La carretera (2009)- esta entrega utiliza escenarios de novela criminal nórdica y se apoya tangencialmente en una tecnología capaz de visualizar nuestros recuerdos (y nuestros más oscuros secretos). Creo que Brooker no saca todo el provecho posible del tema.
5. Seguimos con Metalhead, rodado por David Slade -Hard Candy (2005)- en un blanco y negro apocalíptico. Estamos ante un ejercicio de tensión cuya mayor virtud es erigir en heroína de acción a una mujer madura -Maxine Peake está muy bien- que debe enfrentarse a un robot de seguridad con forma de perro, inquietante como una cucaracha y persistente como Terminator (1984).
4. Dirigido por Jodie Foster, Arkangel tiene un planteamiento típico de Charlie Brooker, que lleva al extremo una tecnología actual: el control parental -la restricción que podemos aplicar a los dispositivos de nuestros hijos- un término frío para no decir "censura". La madre sobreprotectora (Rosemarie DeWitt) que protagoniza el relato -le prepara diabólicos batidos nutricionales- teme perder a su hija y le implanta un chip en la cabeza, que le permite controlar sus movimientos. El guión destaca por su capacidad para narrar la infancia y la adolescencia de Sara, la hija, con una concreción admirable.
1. La temporada acaba -se ha hecho corta- con el fantástico Black Museum, un homenaje a la propia serie -hay referencias muy pertinentes a San Junípero y a entregas anteriores de la temporada- y a los films de episodios como Torture Garden (1967). Dirige Colm McCarthy -Melanie, The Girl with All the Gifts (2016)- y protagoniza un estupendo Douglas Hodge como Rolo Haynes, maestro de ceremonias que nos presenta tres historias sobresalientes, cargadas de humor negro, todas relacionadas con la muerte y la trascendencia de la conciencia. Un giro sorprendente -aunque anticipable- conectará los relatos en el mejor episodio de esta cuarta entrega de Black Mirror.
3. Uss Callister es al mismo tiempo un bonito homenaje a la serie original de Star Trek y un retrato amargo de los fans inadaptados que se refugian en la ciencia ficción. Sobre todo en la fantasía masculina que representa el capitán James T. Kirk (William Shatner), machista y asexuada -esos besos sin lengua de los años sesenta- al mismo tiempo. La historia convierte al marginado en tirano, inspirándose claramente en el episodio It´s a Good Life (1961) de Twilight Zone (1959-1964) -recreado por Richard Matheson y Joe Dante en En los límites de la realidad (1983)-.
2. La frase Hang the Dj proviene de una canción de The Smiths -Panic- que da título a un episodio que reincide en la vena romántica de Black Mirror y que explora de nuevo uno de sus temas más fructíferos, el de las relaciones sentimentales. La búsqueda de pareja se ha visto modificada por las nuevas tecnologías -Meetic, Tinder, lo estamos viviendo- y el santo grial es un algoritmo que sea capaz de emparejarnos adecuadamente. Brooker da aquí un paso más allá y propone un "programa" que decide todo por nosotros. Esto, por supuesto, se convierte en una pesadilla y en uno de los mejores episodios de la serie.
1. La temporada acaba -se ha hecho corta- con el fantástico Black Museum, un homenaje a la propia serie -hay referencias muy pertinentes a San Junípero y a entregas anteriores de la temporada- y a los films de episodios como Torture Garden (1967). Dirige Colm McCarthy -Melanie, The Girl with All the Gifts (2016)- y protagoniza un estupendo Douglas Hodge como Rolo Haynes, maestro de ceremonias que nos presenta tres historias sobresalientes, cargadas de humor negro, todas relacionadas con la muerte y la trascendencia de la conciencia. Un giro sorprendente -aunque anticipable- conectará los relatos en el mejor episodio de esta cuarta entrega de Black Mirror.
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