GLOW -LAS CHICAS SON GUERRERAS



Es fácil menospreciar la lucha libre, en inglés wrestling (también conocida en España como pressing catch) como un entretenimiento infantil (o de paletos). Pero es probablemente el único espectáculo que convierte al público en un actor más de la representación: sus abucheos y vítores son tan necesarios como las acrobacias sobre el ring. En Estados Unidos la lucha libre es un negocio millonario; en México, una tradición entrañable. Un forma de entretenimiento que toma prestada la idea de la gloria y el esfuerzo del boxeo, el colorido de los superhéroes, los giros de los culebrones y el sensacionalismo de la prensa amarilla. Una mezcla irresistible cuyo disfrute depende de algo tan bonito como dejarse llevar por el niño que llevamos dentro. Glow, disponible en Netflix, es muy consciente de todo estoSu planteamiento es francamente original: una actriz fracasada se apunta al casting de una liga de lucha libre femenina, cuyos combates serán emitidos por televisión, y de cuya gestación seremos testigos. Sin embargo, el desarrollo se corresponde con lo que podemos llamar el arquetipo de una 'película ochentera': un grupo de perdedoras, marginadas, inadaptadas y frikis luchan por cumplir su versión del 'sueño americano'. El modelo sería el de El pelotón chiflado (Ivan Reitman, 1981), La revancha de los novatos (Jeff Kanew, 1984), o Loca academia de policía (Hugh Wilson, 1984). La historia está ambientada precisamente en la década de los 80, con sus colores chillones, sus neones, pantalones de licra, peinados cardados, hombreras y una banda sonora de temas pop de la época. Todo estnos transporta con bastante efectividad a las comedias de esa década. Glow tiene la inocencia, pero también el encanto de aquellas películas.

El segundo elemento importante en Glow es el feminismo. La serie ha sidcreada por Liz Flahive -guionista con experiencia en Nurse Jackie y Homeland- y Carly Mensch -WeedsNurse JackieOrange is the New Black- y producida por Jesse Peretz -Girls- que dirige algunos episodios. No debe ser casualidad que la historia transcurra en la conservadora y machista era Reagan. Debbie (Betty Gilpin) es una ama de casa perfecta, que ha dejado su exitosa carrera como actriz de culebrones para dedicarse a la maternidad, mientras el padre de su hijo la mantiene. El problema es que su mejor amiga, Ruth (Alison Brie), protagonista de la serie, le ha puesto los cuernos con su marido. Este, Mark (Rich Sommer) es retratado como el típico machista condescendiente, incapaz de apoyar a su pareja y muy capaz de ponerle los cuernos en cuanto ella le presta algo menos de atención (además, no parece demasiado apto para cuidar a su hijo). La serie establece como conflicto inicial si vale la pena que Ruth y Debbie rompan su amistad por semejante sujeto. Además, la historia presenta continuamente situaciones discriminatorias: en una audición, Ruth lee un papel masculino, porque el femenino no tiene ninguna enjundia. Eso por no hablar de los comentarios acerca de su físico, que le impide acceder a mejores papeles. Glow aborda además la solidaridad entre mujeres -las luchadoras acabarán por unirse para lograr sus objetivos-, pero también toca temas espinosos, comel aborto. En general, la serie expresa la idea del derecho de cualquier mujer a salirse del molde de esposa, ama de casa y madre perfecta

El tercer elemento para construir Glow son unos conflictos personales cercanos al melodrama: ya hemos hablado de infidelidades, pero también hay enamoramientos varios y hasta paternidades secretas. El guión no esconde la relación entre la lucha libre y la soap opera. Creo que estas tramas personales son lo más débil del argumento, mientras que todo lo que tiene que ver con la creación del espectáculde lucha libre femenina resulta fresco, interesante y divertido. Por último, el otrpunto fuerte de la serie son sus actores y personajes. Ruth es la típica heroína de comedia romántica (aunque aquí el amor no sea su objetivo) pero está deliciosamente interpretada por una estupenda Alison Brie -Mad Men, Community- que se permite derrochar comicidad: su imitación del acento ruso es adorable, como también lo patosa que resulta al principisobre el cuadrilátero. Y hasta canta por Barbra Streisand. El otro gran hallazgo de la serie es Sam Sylvia (Marc Maron) un director de cine de bajo presupuesto, en la línea de Russ Meyer, de ideas progresistas, pero borde, cocainómano y con tendencia a los líos de faldas. Con todos estos elementos, Glow construye una primera temporada tan original como simpática.

Si la primera temporada de Glow se puede considerar como la preproducción del programa de lucha libre, en la segunda entrega nos muestran el día a día del show en emisión. Cada episodio de la segunda temporada intenta equilibrar los elementos de comedia, feminismo y melodrama ya comentados. Además, se añaden temáticas sobre las minorías: raciales y homosexuales (hay un personaje en el armario y una nueva luchadora lesbiana). El primer capítulo, Viking Funeral -cuyo título es un spoiler- propone a Sam Sylvia como el nuevo antagonista de la historia: más borde, machista y amargado, se enfrentará a Ruth y a su exceso de entusiasmo, que la lleva a grabar una cabecera, buen ejemplo de esa inocencia chorra ochentera, en un lugar muy de la época: un centro comercial. 

Candy of the year propone que Glow ha dejado de ser el sueño de un grupo de chicas para convertirse en un producto sujeto a las reglas de una cadena de televisión. Sam decide que las chicas tendrán que competir para salir en el programa -puro capitalismo- y Debbie, que ha utilizado su poder como estrella para convertirse en productora, choca de frente con el machismo: no la dejan participar en las reuniones por ser mujer, y madre. 

Concerned Women of America se refiere a otro escollo para el programa, la censura de un lobby femenino y conservador que pone el grito en el cielo por el sexo, la violencia ¡y el ocultismo! Esto le da una oportunidad a Debbie de producir y dirigir un anuncio de educación sexual que propone que la mejor forma de evitar un embarazo adolescente es mantenerse virgen. Además, Ruth descubre que el cámara que le ha estado tirando los tejos, no respeta la importancia de su trabajo.

Mother of all matches es para mí el mejor episodio de la serie hasta ahora, al introducir el tema de la discriminación y la falta de oportunidades de los afroamericanos. La luchadora Wellfare Queen representa la mentalidad liberal que culpa a los desfavorecidos de su propia situación: no es que tengan menos oportunidades, sino que no se esfuerzan lo suficiente. Esa imagen del afroamericano vago que se aprovecha de los subsidios que pagan con sus impuestos los blancos, contrasta con la realidad de Tammé Dawson (Kia Stevens) cuyo hijo ha conseguido acceder a una prestigiosa universidad, mientras ella se dejaba la vida en trabajos precarios. Apuntemos también la lógica elección de John Cameron Mitchell -How to talk to girls at parties (2017)- como co-director de un capítulo que además ofrece el mejor combate de la serie. 

Perverts are people too se refiere a los frikis que suelen apoyar shows como Glow -o Star Trek-, esos fans que se disfrazan de sus personajes favoritos, pero que también hacen posible la existencia de contenidos diferentes y de mayor calidad en la conservadora televisión. Pero la verdadera clave del capítulo es que Ruth se enfrenta a una situación de acoso por parte de un ejecutivo de la cadena y no recibe el apoyo de Debbie -cuyo arco de personaje esta temporada consiste en superar su divorcio y ser independiente-. Debbie se ha pasado toda la vida haciendo creer a los hombres que se acostaría con ellos para conseguir lo que quiere. 

En Work the Leg, las luchadores reciben la mala noticia de que han sido sustituidas por un programa de lucha libre masculina, por lo que deciden esforzarse al máximo para recuperar su espacio en la parrilla y de paso probar que pueden ser luchadoras tan hábiles como ellos. Esto da pie a las clásicas escenas de aprendizaje y entrenamiento, con su correspondiente tema musical, Far From Over, canción escrita nada menos que por el hermano pequeño del mismísimo Rocky, Frank Stallone, para el film La fiebre continúa (1983). Esta fórmula funciona y el capítulo es francamente divertido: los entrenamientos y combates molan; Sam Sylvia asiste al pase de una de sus películas de terror y se redime como personaje; Debbie toca fondo por su divorcio y eso, sumado al consumo de cocaína, no es bueno. El cliffhanger de este episdio, con Ruth chillando de dolor, marca el punto más alto de Glow. A partir de aquí, la serie va cuesta abajo.

Nothing Shattered ocurre en un hospital, escenario en el que los conflictos personales de los personajes afloran. Pero todo parece de cartón piedra, en el mal sentido. Destaquemos la secuencia en la que las luchadoras intentan animar a Ruth con gracietas varias -más inocencia ochentera- que no me parecen ingeniosas. 

A continuación, The Good Twin es una idea estupenda: simula ser una emisión completa de Glow, del programa en sí. En tono de parodia veremos sketches con risas enlatadas de sitcom, un videoclip, una referencia al famoso We are the World, y, lo mejor, un par de combates, enteros, de wrestling. La idea es buena, pero no aguanta la duración de un episodio completo y acaba agotándose. 

Rosalie es un episodio francamente innecesario que se ocupa de la paternidad de Sam sobre Justine. Incluye una decisión desastrosa -que por suerte no va a más- entre los personajes de Sam y Ruth. Además, una subtrama bastante pobre en la que Debbie y Bash (Chris Lowell) intentan vender su programa a otros productores. En sus peores momentos, esta serie parece Salvado por la campana. Además, estos últimos capítulos introducen, como subtexto, la epidemia del SIDA y la discriminación hacia los homosexuales. 

Por suerte, el final de temporada, Every Potato Has a Receipt vuelve a la esencia de esta ficción, a la lucha libre. Una boda sobre el escenario y la resolución de varias tramas sentimentales confirman la vocación de comedia romántica de Glow.

SMALLFOOT -DESOBEDIENCIA CIVIL



Smallfoot es la historia de un joven yeti, Migo -Channing Tatum en la versión original-, que es completamente feliz en una aldea en lo alto de una montaña en el Himalaya. Una felicidad que se verá trastocada por su encuentro con 'el otro', el 'pie pequeño' del título, cuya mera existencia pondrá en peligro todas las creencias de los Yeti. De entrada hay que decir que el planteamiento es bastante complejo para un público infantil, pero el mensaje es maravilloso: hay que pensar por uno mismo, buscar la verdad por encima de todo, y luchar contra esas mentiras, supuestamente protectoras, que solo buscan el conformismo. Luchar incluso si lo que nos han dicho es un dogma de Fe o una Ley (injusta). El film habla también de cosas tan importantes como la dificultad de comunicarse con ese 'otro', el desconocido, el extranjero, el diferente, el monstruo, y de como, con esfuerzo, se puede llegar a un valioso entendimiento. Necesaria idea en los tiempos que corren. Con este trasfondo, creo que apreciable, la película se puede leer al mismo tiempo como el reverso de King Kong (1933) -uno de los personajes se llama nada menos que Gwangi (Lebron James)- o como una versión infantil de El bosque (Night M. Shyamalan, 2004). Para darle cuerpo dramático a estos conceptos, la película construye un guion cargado de humor, como suele ser habitual en este tipo de producciones. Los personajes no están mal, pero sobre todo hay que resaltar los varios giros que da la trama, de una complejidad no demasiado habitual, y con varias sorpresas escondidas. El guión es francamente entretenido, e incluso inteligente en algunas de sus ideas y propuestas: ese padre -nada menos que Danny DeVito- que se ha dado literalmente de cabezazos toda su vida para no cuestionar su propia existencia, no tiene precio. Pero además, la animación es sobresaliente. No solo porque técnicamente está a la altura de cualquier cinta animada actual -el realismo del pelo de los yetis, de la nieve, de los efectos de luz- sino porque en los momentos de humor slapstick -bastante afortunados- los animadores consiguen recrear la plasticidad cartoon de los viejos dibujos animados en 2 dimensiones. Por si todo esto fuera poco, la película ofrece varias canciones para los simpatizantes del cine musical. Smallfoot tiene para todo el mundo.

MAMÁ Y PAPÁ: OBSOLESCENCIA PROGRAMADA



Mamá y papá es una comedia negra, negrísima, sobre un tema inconfesable: ¿Qué padre no ha tenido ganas de "matar" alguna vez a sus hijos? Utilizando a unos desatados Nicolas Cage y Selma Blair como villanos, el director Brian Taylor fabrica una película inclasificable y cargada de mala leche. Coautor de las macarras Crank: veneno en la sangre (2006), su continuación, Crank: alto voltaje (2009) y una secuela imposible como Ghost Rider: Espíritu de venganza (2011) se puede decir que la mayor virtud de Brian Taylor como cineasta es que nunca se ha tomado sus películas en serio. Ahora sin su socio Mark Neveldine, en Mamá y papá volvemos a encontrar al director chuleta al que le gusta arrojar la cámara sobre los actores y al que monta sus planos al ritmo frenético de la música electrónica. Solo que en esta ocasión cambia su género habitual, la acción, -aunque hay hostias- para desarrollar un argumento que parece una variación del cine de epidemias zombies: todos los padres del mundo se contagian de una furia asesina dirigida contra sus hijos. Como si en el hotel Overlook se hubieran vuelto locos Jack Nicholson y también Shelley Duvall. Estamos ante una propuesta sci-fi de derribo, sobre unos padres que dejan de ser 'muertos vivientes', por las horas de sueño perdidas por culpa de sus retoños, para convertirse en asesinos despiadados de su propia descendencia biológica. Esto da pie a escenas de tensión en las que los adolescentes Carly y Josh (Anne Winters y Zackary Arthur, respectivamente) deben escapar de sus progenitores para salvar la vida. Semejante argumento terrorífico aquí se toma completamente a chufla, por lo que pueden esperar todo tipo de chistes sobre lo que significa la paternidad. La idea de fondo es una obsolescencia programada biológica: en cuanto nacen nuestros hijos, somos el penúltimo modelo de Iphone. Habla también esta película de cómo tener descendencia significa, muchas veces, el fin de nuestras carreras profesionales, de las relaciones de pareja y el tener que aparcar los placeres personales más mundanos. Nicolas Cage parece un absoluto demente en el papel de padre asesino -repite con Brian Taylor tras la película del Motorista Fantasma, en la que también se dejaba llevar por el exceso histriónico-. Además, el veterano Lance Henriksen hace un pequeño, pero hilarante papel. Mamá y papá es una película hecha con un argumento imposible, que no se toma en serio a sí misma, y cuya única intención es divertir. Lo hace de la forma más original posible.

HERIDAS ABIERTAS -HISTORIA DE UN PUEBLO



Probablemente te suene la historia: un periodista, detective o policía, hundido por un trágico pasado, con problemas de alcoholismo, recibe un nuevo caso que, evidentemente, hará aflorar todos sus traumas. En la serie que nos ocupa, tenemos, además, el regreso de ese protagonista al pequeño pueblo de su niñez y el reencuentro con una familia conflictiva. Añadamos un elemento macabro, el de un asesino en serie de adolescentes. La historia de Heridas abiertas ha sido contada mil veces. Camille Preaker (Amy Adams) es una periodista en el peor momento de su carrera -y de su vida- que debe volver a su pueblo natal, Wind Gap, para cubrir una serie de crímenes. Allí deberá enfrentarse a su madre, Adora Crellin (Patricia Clarkson) matriarca absoluta de una casa de muñecas congelada en el tiempo. La herida abierta del título, traducido al castellano, es la muerte de un ser querido. Los objetos afilados del título, en inglés, son los utilizados por Camille para llenar su cuerpo de cicatrices buscando aliviar su dolor. Lo mejor de esta serie es precisamente ese cuerpo, el de Amy Adams, que tras ser ninguneada por sus interpretaciones en La llamada (2017) y Animales nocturnos (2016), vuelve a demostrar su talento componiendo un personaje verdaderamente atormentado. Su Camille fue una "niña perdida", aunque no se la llevase un asesino en serie. La interpretación de Adams se apoya en un director como Jean-Marc Vallée -Big Little Lies- que rueda esta serie, sé que es un lugar común decirlo, como si fuera cine. Su narrativa y sus soluciones formales no tienen nada que ver con la realización estándar de otras ficciones catódicas. La cámara de Vallée, primero, se interesa por los gestos de Adams, cuyo punto de vista reina sobre el relato, mezclándose con flashbacks en los que vemos a Camille de niña, interpretada por Sophia Lillis -la Beverly Marsh de It (2017)-. La planificación de Vallée busca imágenes sensoriales: que cada sorbo de alcohol -y hay muchos- que cada cigarrillo, que la luz del sol tras la resaca, que las cicatrices de la piel, se sientan a través de la pantalla. Esas sensaciones y esos flashbacks sustituyen la narración literaria de la novela original de Gillian Flynn. Otro elemento importante es la banda sonora: una gran cantidad de canciones aparecen solo en el primer episodio, capturando y reflejando el estado de ánimo de Camille.

El otro ingrediente que hace interesante la serie es su decidido carácter femenino. La novela de Flynn ha sido llevada a la televisión por Marti Noxon -productora de Buffy, Cazavampiros- con la complicidad en la producción de Amy Adams, y con un director que ha demostrado su sensibilidad para el retrato femenino como Vallée. Esta visión femenina -y feminista- aporta un hilo subterráneo a esta ficción, en la que todas esas chicas del ficticio pueblo de Wind Gap se rebelan ante lo que se espera de ellas. Desde las niñas asesinadas por no obedecer a unos padres excesivamente estrictos; pasando por la adolescente Amma (Eliza Scanlen), obligada a llevar una doble vida que ni Laura Palmer -dice ser "la muñeca que a su madre le gusta vestir"-; y hasta la propia protagonista, empeñada en escapar de la sombra de su progenitora y de la esclavitud del 'qué dirán'. No es casualidad que el castigo a esa rebelión sea el peligro de ser secuestradas, asesinadas y violadas en un pueblo machista y conservador. El miedo juega contra ellas: la policía, los padres, utilizarán la carta de que su seguridad está en peligro para obligarlas a actuar según las normas.

En el mismo sentido, hay una imagen que no debe ser casual y que se repite desde la misma cabecera de la serie: una araña teje su tela para atrapar a su presa. La imagen de este artrópodo depredador, de esa ley de la selva que se esconde lejos de la vista, en los rincones, entre la hierba, remite a Terciopelo azul (1986) y sus insectos pululando bajo el césped recién cortado en una ciudad estadounidense aparentemente ideal. Un concepto que David Lynch desarrolló en la famosa Twin Peaks, referente aparentemente ineludible cuando hablamos del retrato de un pequeño pueblo. Aquí, Wind Gap, como suele decirse, es un personaje más, que esclaviza a sus habitantes: el 'qué dirán' que preocupa tanto a la todopoderosa Adora; el comisario Bill Vickery (Matt Craven), presionado por no defraudar a los que debe proteger; esos jóvenes que sueñan con escapar de allí y esos maduros frustrados por haberse quedado; el coro de mujeres cotillas -destaquemos a la veterana Elizabeth Perkins como Jackie-, envidiosas, insidiosas -antes fueron las animadoras, las cheerleaders- que se convierten en la auténtica "voz" del pueblo, en lo peor de ese lugar de cuyas memorias -de pérdida, de violación, de sueños perdidos- intenta escapar Camille. Las banderas estadounidenses de las fachadas, los comentarios conservadores, racistas y homófobos susurrados, la celebración y representación de un episodio heroico del ejército sudista -en el capítulo Closer- buscan dibujar el retrato de una parte de Estados Unidos, la de la América profunda, la del sur, la de esa mayoría blanca que se siente discriminada y que sueña con hacer realidad el eslogan de "Make America Great Again".

Heridas abiertas se compone de 8 capítulos. Los seis primeros son morbosamente apasionantes, pero, se resienten por cierta redundancia narrativa. El argumento vuelve una y otra vez sobre las mismas cuestiones. Los dos últimos episodios, electrizantes y agobiantes, son todo un ejercicio de tensión y claustrofobia. Lamentablemente, creo, personalmente, que el final se resiente por dos o tres momentos algo forzados, especialmente el giro que descubre el gran secreto de esta historia. Lamento que el desenlace de esta miniserie se deba más a la sorpresa y al impacto -que los tiene- que a fabricar un cierre dramático acorde a estos personajes. Pero esa es, simplemente, una opinión personal.

CARMEN Y LOLA -EL CINE NECESARIO



El amor imposible es uno de los temas más recurrentes en la ficción. Pero algo estaremos haciendo bien cuando este tema es cada vez más difícil de situar en nuestra sociedad -occidental- actual. Hoy en día, el que no está con la persona amada es un cobarde, o no es correspondido. Ahora mismo no hay demasiadas barreras que impidan a dos personas que se quieren, estar juntas: ni morales, ni de raza, ni de clase, ni religiosas. Superado todo esto, el cine se ha vistobligado a situar sus amores imposibles en colectivos que todavía luchan por sus derechos -como el homosexual- y aún así, en escenarios como un tiempo pasado -Call me by your name (2017)- o en comunidades cerradas y lastradas por el fundamentalismo religioso -Disobedience (2017)-. Es también el caso de Carmen y Lola, engañoso debut, porque Arantxa Echevarría tiene una amplia experiencia audiovisual en televisión, publicidad y en el cortometraje. Y eso se nota, sobre todo, en el brillante manejo de actores no profesionales y en la mirada, madura, sobre el conflicto de sus protagonistas, dos adolescentes de etnia gitana, que se enamoran en un entorno cerrado e intolerante que nunca verá su amor con buenos ojos.

Basada en una historia real, Echevarría dibuja a una comunidad gitana sin caer en dañinos estereotipos. No veréis aquí robos ni asuntos de drogas, sino trabajo duro, discriminación, racismo y una ausencia de oportunidades que niega cualquier aspiración de futuro. Pero la mirada de Echevarría es también crítica: con el machismo de los gitanos, con la homofobia del extremismo religioso evangélico, con rituales primitivos de matrimonios concertados. La clave de la película está en su capacidad de plasmar esta sociedad con realismo, tarea complicada de la que la directora sale airosa a pesar de la dificultad de tener que recrear los ambientes. Se nota cómo la cámara se aferra a los pequeños detalles en breves insertos que buscan enriquecer la sensación de realidad. Pero lo que realmente funciona es el elenco de actores no profesionales, que son verdad pura y los que sostienen el conjunto. Especialmente bien están las protagonistas, Zaira Morales y Rosy Rodríguez, que consiguen que nos creamos y que nos importe su historia de amor. 

Al retrato realista, la directora y guionista agrega un reproche: el miedo. El que tiene Carmen a enamorarse de una chica, pero también el de la comunidad gitana a salir de su ambiente, a formarse para mejorar su situación, a cambiar sus tradiciones, a enfrentarse al racismo de los 'payos'. A esta idea se opone una esperanza, la de la libertad -no exenta de sacrificios- muy presente en las imágenes, como la de ese avión que despega y que le da miedo a Carmen; o sobre toden esos pájaros que pinta Lola, cuyos sueños, por cierto, guarda celosamente en una cajaCarmen y Lola es el cine -español- que hace falta, el que, personalmente, quiero ver -también- en las salas de cine.

(DES)ENCANTO -MÁS ALLÁ DE SPRINGFIELD


El famoso creador de la inacabable Los Simpson, Matt Groening, propone en (Des)encanto una extensión de su humor paródico, referencial y mordaz. Los tres elementos están de nuevo presentes en esta nueva serie para Netflix, que se postula como una mirada divertida de la fantasía medieval, desde El señor de los anillos a Juego de tronosRecordemos que, en sus inicios, la serie sobre la familia de Springfield comenzaba siendo la versión animada de una sitcom costumbrista y Futurama se aprovechaba de todos los tópicos posibles de la ciencia ficción, parodiando, sobre todo, a Star Trek. Los Simpsons abandonó -tras varias temporadas- la obligación de contar una historia en cada episodio, dándole prioridad al sketch, con constantes guiños a la cultura popular -mecanismo copiado y llevado al límite en Padre de familia-; Futurama aprovechaba que su historia se desarrollaba en el futuro para comentar la actualidad estadounidense. Esta tercera serie de Groening plantea, entonces, una ficción que exige al espectador un conocimiento menor de lo que pasa en EE.UU, al desarrollarse en un universo de ficción fuera del tiempo y con menos posibilidades para generar referencias sobre la vida real. Rápidamente podemos detectar el espíritu desmitificador de Monty Python y los caballeros de la mesa cuadrada (1975), de La princesa prometida (1987), pero sobre todo de la soez Caballeros, bestias y princesas (2011). Groening y Josh Weinstein se permiten aquí algo más de manga ancha en los chistes en cuanto a sexo y violencia. La historia está protagonizada por dos personajes "desencantados", una princesa que no quiere casarse, Bean (Abbi Jacobson) y Elfo -en español en el original- (Nat Faxon), un elfo que está harto de ser feliz. Así, el rasgo principal de estos 'héroes' es sentirse fuera de lugar, lo que los emparenta con Lisa Simpson y Phillip J. Fry. Ambos están acompañados por un demonio, Luci (Eric André) -de interesante diseño bidimensional-, que se supone maligno, pero que no acaba de funcionar. Le falta mala leche. (Des)encanto comienza fría, pero capítulo a capítulo va calentando motores, encontrando su tono y desarrollando a unos personajes que pueden dar mucho más. Estos 10 primeros episodios no están mal, acaban en la mejor parte, y queda la promesa de mejorar, según se vaya desarrollando la serie. Habrá que esperar.

El primer episodio, A Princess, an Elf, and a Demon Walk Into a Bar, es sin duda divertido, tiene el ritmo de chistes constantes de Los Simpson y Futurama, pero sigue fielmente un argumento: se presenta la novia a la fuga que es Bean, su encuentro con el malvado demonio Luci y el cruce de destinos con Elfo, quien huye a su vez del reino feliz de sus congéneres y descubre un nuevo mundo de miseria e injusticia. Esta primera entrega, además, queda abierta en un cliffhanger que promete su continuación en el siguiente episodio, por lo que Groening pisa un terreno diferente, el de una historia de mayor extensión. Hay que decir que la duración, algo superior, a la de Futurama y Los Simpsons, se nota cuando el relato acusa cierto agotamiento. Los chistes están bien, pero parece que a la serie le falta rodaje para afinarse del todo. Apuntemos sorprendentes momentos como la vida sexual de Elfo, cómo sus piernas se estremecen cuando está a punto de ser ahorcado, cuando clava un cuchillo en el ojo de un troll, el que boxee con los testículos de un hombre con kilt, la referencia sutil a Juego de Tronos, y el mejor chiste: esos campesinos aplastados por el sistema feudal que llevan muy mal recibir cumplidos. 

El segundo episodio continúa la historia y se centra en la boda de Bean con el príncipe Merkimer -un muy gracioso Matt Berry-, que ella intenta evitar a toda costa, organizando una despedida de soltero mortal con sirenas. Siendo el humor un asunto meramente subjetivo, los chistes no me parecen especialmente afortunados, aunque se suceden sin descanso: lo mejor, las perrerías que sufre Elfo por la idea de que su sangre tiene poderes mágicos. El tercer capítulo tiene algo más de interés al contarnos cómo Bean se entrega a una vida disipada de alcohol, drogas y crimen que lleva al rey Zog (John DiMaggio) a pedir ayuda a un exorcista. Hay buenas ideas, pero el tono de cada capítulo no está del todo claro y, sobre todo, los personajes no acaba de definirse. Este defecto queda claro en la cuarta entrega, Castle Party Massacre, que parte de una premisa estupenda: la princesa Bean aprovecha la ausencia del rey para montar una juerga en el castillo con el único fin de pillar cacho. El planteamiento se desperdicia porque el argumento no se decide entre apostar por los personajes o por el gag. La primera vía habría sido explorar la soledad que Bean intenta ahogar en alcohol y sexo, o desarrollar a Elfo, quien, enamorado de la princesa, encarna al clásico nerd incapaz de ligar; la segunda opción era acumular chistes costumbristas sobre el ocio nocturno, y parodiar películas sobre el tema: hay una referencia a las orgías de Eyes Wide Shut (1999), lamentablemente estirada, y sin cargar las tintas; en Los Simpson habríamos escuchado la Musica Ricercata de György Ligeti para apuntalar el guiño. Como he dicho, el argumento se queda entre dos aguas y la subtrama, la cura que recibe el rey Zog, parece muy poco trabajada. 

El primer episodio redondo de la serie se acuerda de Russ Meyer, Faster, Princess! Kill, Kill! funciona mucho mejor centrándose en el personaje de Bean y en un conflicto claro: la chica no tiene arreglo. El prólogo en el convento es estupendo -brillante la idea de que Bean no puede seguir el ritmo de las monjas-, la escena en la casa de los pobres tiene mala leche, que la princesa se convierta en aprendiz de verdugo nos hace pensar en Berlanga y Azcona, y por último, una versión malvada de Hansel y Gretel da lugar al humor más negro de toda la serie. El mejor episodio. A continuación, otro capítulo soso, pero que al menos sigue la tendencia del anterior: el argumento se enfoca en el personaje de Bean y en la búsqueda de su lugar en la  vida, en su familia y en el reino de Dreamland. Lo mejor es verla como embajadora en un país extraño y la escena en la que todo se va al garete porque la princesa vuelve a emborracharse. Hay un guiño, además, a The Wicker Man (1973). El siguiente capítulo, Love´s Tender Rampage, sin embargo, elige no seguir un hilo de acción, sino que va cambiado de escenario: los protagonistas están primero en un bar, luego duermen la borrachera en la calle, aparecen en una fosa común, prueban drogas alucinógenas en un local, Bean envía a un grupo de caballeros en una peligrosa misión, un cerdo necesita ayuda para ligar, etc. Todo esto funciona porque cada situación es divertida y el constante salto de una a otra nos mantiene entretenidos. Pero sobre todo brilla un nuevo personaje, verdaderamente entrañable, el de la giganta Tess (Jeny Batten).

The Limits of Inmortality propone una incursión en el género de aventura fantástica, cuando los protagonistas deben viajar para rescatar a Elfo, que ha sido secuestrado por los poderes mágicos de su sangre. Un frasco mágico sirve de McGuffin y se recuperan lugares y personajes de otros capítulos, como las brujas o el exorcista. Este planteamiento de aventura -se vienen a la cabeza varios momentos de las películas de Indiana Jones- funciona bastante bien, mezclándose con chistes ingeniosos: la madre que acompaña a uno de los caballeros; la tienda de souvenirs para ser arrojados por el precipicio del fin del mundo; o ejemplos del humor típico de Los Simpson, como ese caballo que ríe, convertido en running gag. La historia continúa en el siguiente episodio, The Thine Own Elf Be True, que explora el pasado de Elfo y plantea un misterio sobre su verdadero origen. Todo un acierto regresar al pueblo de los elfos, parodia de los duendes de Papa Noel y de los personajes infantiles más ñoños. Se descubre también un secreto del pasado de Bean que tienen bastante interés, que acaba en sorpresa y en otro cliffhanger. La historia continúa en el siguiente -y último- episodio de esta primera parte. Dreamland Falls se centra en un personaje que vuelve del pasado en una historia de secretos, traiciones e intrigas palaciegas. Más allá de los chistes, el interés del argumento es plantear una serie de incógnitas sobre los personajes, pero también sobre el futuro de la historia: ¿Qué ha sido de Elfo? ¿Quién es el misterioso personaje del pasado? ¿Quién es Bean? ¿Caerá Dreamland? Habrá que esperar a la segunda parte para saberlo. Por cierto, atención al frame de este capítulo en el que aparecen los personajes de otra serie de Groening en una máquina del tiempo.