LOS PROFESORES DE SAINT-DENIS -LA CLASE



En Paso a paso (2016) los directores Mehdi Idir y el músico Grand Corps Malade debutaban en el largometraje cinematográfico adaptando el relato autobiográfico del segundo, en una película que les valió 4 nominaciones a los premios César. En ella, conjugaban el relato de un hecho traumático -el protagonista se queda tetrapléjico y debe pasar un año en rehabilitación- con una mirada social que plasmaba la realidad multicultural francesa. Pero en esta notable película acababa imponiéndose también un optimismo forzado impuesto a través del humor -y de la música- que hacía que la historia pasara de puntillas sobre cualquier momento incómodo, a veces con el riesgo de trivializar ciertos dramas. Los profesores de Saint-Denis es la segunda cinta del dúo y vuelve a apoyarse en experiencias autobiográficas para extraer su materia dramática. La acción transcurre en el instituto de la infancia de Idir, que regresa a su antiguo barrio para comprobar que nada ha cambiado con respecto a su infancia. Los chavales de ahora tienen el futuro tan complicado como lo tuvo él. La clase que muestra Idir refleja también esa Francia multicultural, multirracial, y de tremendas desigualdades. Entre los alumnos destaca Yanis (Liam Pierron), un joven inteligente, quizás demasiado, que se da cuenta de las dificultades que tendrá para salir adelante y justamente por eso, no encuentra la suficiente motivación vital para esforzarse. Del lado de los profesores está la recién llegada Samia (Zita Hanrot), enfrentada al desafío de ayudar a los alumnos, mientras debe manejar su propia y complicada vida personal. Con estas dos tramas principales, la película dibuja un escenario social complicado, pero, como en Paso a paso, desactiva su capacidad de denuncia recurriendo a un sentido del humor que evita que el espectador sufra realmente ante las dificultades que se le presentan. O quizás, la estrategia de Mehdi Idir y Grand Corps Malade es llegar al público más amplio posible, y que este, por lo menos, preste atención, aunque sea mínimamente, a una realidad. Film bien narrado, con personajes bien dibujados -aunque algunos caigan en la simpleza, como ese docente que siempre come- Los profesores de Saint-Denis no busca la profundidad ni el rigor, por ejemplo, de La clase (2008), sino una tercera vía, al estilo del cine estadounidense, menos comprometida pero rentable, como Mentes peligrosas (1995), influencia reconocida en el uso -creo que desafortunado- de una versión del conocido tema Gangsta's Paradise. El gran hallazgo de esta película, en mi opinión, es la reflexión que hace sobre la escasa diferencia que hay entre los adolescentes y los profesores, en una secuencia que entrelaza las fiestas de unos y otros.

ASAMBLEA -SOBRE LA DEMOCRACIA


Asamblea es la ópera prima de Álex Montoya, premiado cortometrajista que adapta una obra teatral, La Gent, colaborando con los propios autores de la misma, Juli Disla y Jaume Pérez. No se esconde ese origen ya que la historia mantiene la unidad del espacio y se apoya sobre todo en el texto y en las interpretaciones. El planteamiento es sencillo: un grupo de personas se reúnen para votar acerca de una propuesta, la implantación del 'concierto'. Este concepto se mantiene en el misterio y en la abstracción, es un mcguffin, ya que lo que importa realmente es el retrato social de los diferentes caracteres que asisten a la asamblea: el divorciado, el 'cuñado', la perro flauta, la pija, la parejita, etc. Con diálogos costumbristas, y con buen ojo para definir personajes reconocibles, Asamblea acaba metiéndonos en su dinámica y haciéndonos reír. Es verdad que la indefinición de la naturaleza de la reunión y del grupo, resta fuerza a la propuesta: creo que ese mecanismo funciona mejor en el teatro -más intelectual- que en el cine, que tiende a ser más realista y concreto. Pero como he dicho ya, según se va desarrollando la trama nos olvidamos del asunto y entramos en el juego. Precisamente, esa indefinición voluntaria permite una de las mayores fortalezas de Asamblea: que lo que ocurre entre sus personajes sea el reflejo satírico de cualquier tipo de reunión: de vecinos, de consumidores, de activistas, de políticos o incluso de un chat o hasta de un hilo de Twitter. El texto refleja con gracia las polémicas absurdas, la desinformación, los bulos y las teorías de la conspiración, la dificultad para llegar a cualquier acuerdo y la facilidad para distraerse de lo importante, o para caer en el insulto. No faltan, por supuesto, los flipados, y también, los que pasan de todo. El elenco es sólido y destacan sobre todo Francesc Garrido y Greta Fernández. Asamblea es una película sencilla, pero inteligente y efectiva, que va de menos a más, y que permite algo tan necesario como una buena conversación tras su visionado.

LE DAIM -EL HÁBITO HACE AL MONJE


No sé si Quentin Dupieux ha hecho su cinta más redonda en Le Daim o si somos nosotros los que nos hemos hecho a su extraño y peculiar cine. Me parece una cosa maravillosa lo que consigue en esta película: un argumento absurdo, con su propia lógica interna, que sin embargo funciona como un film ‘convencional’. La historia de un hombre de mediana edad, Georges -interpretado por un Jean Dujardin fondón, más señor que nunca- y su ambición de ser el único que lleva chaqueta, es un argumento imposible que parece reflejar asuntos como la crisis de la mediana edad, o la dificultad -económica- de cumplir nuestros sueños artísticos -en el personaje de la camarera encarnada por Adèle Haenel, impagable su chiste sobre Pulp Fiction (1994) del 'otro' Quentin-. También estamos ante otro ejercicio de meta ficción de Dupieux, que adopta el lenguaje de los vídeos caseros, del falso documental y hasta del slasher. Si la descripción de estos elementos puede hacer pensar que esta película no tiene ni ‘pies ni cabeza’, su valor es, como he dicho al principio, que funciona absolutamente bien, que nos ponemos de parte del protagonista, y que incluso nos genera cierta  intriga por conocer su desenlace. Pero sobre todo, Le Daim funciona como una estupenda comedia, cuya comicidad, una vez más, funciona únicamente desde sus códigos internos y gracias al rigor de la puesta en escena de Dupieux. Una experiencia original y fresca muy de agradecer en una sala de cine... o en cualquier pantalla disponible, en los tiempos que corren.

KILLING EVE -DOS MUJERES


Dos personajes, tradicionalmente masculinos, un agente del servicio de inteligencia del MI5 y un asesino a sueldo, se convierten en mujeres y todo cambia. Creada por Phoebe Waller-Bridge -autora de Fleabag-, Killing Eve apuesta por desmitificar, como si darle el protagonismo a dos mujeres significara, necesariamente, reírse de las fantasías machistas de poder que solemos encontrar en la ficción protagonizada por este tipo de personajes, desde James Bond hasta John Wick. La agente de inteligencia Eve Polastri (Sandra Oh) tiene poco del glamour de un espía, se muere por desayunar un bollo en mitad de una reunión y ha trasnochado tras celebrar el cumpleaños de un compañero en un karaoke. Es una funcionaria corriente y aburrida, hundida en la mediocridad, pero muy inteligente y deseosa de ser relevante. No por casualidad, Eve es la primera en reconocer que la persona que ha asesinado a un político ruso es, también, una mujer. Esta es Villanelle (Jodie Comer) una asesina letal -lo demuestra la escena en la que clava una aguja del pelo en el ojo de su víctima- que sin embargo puede picarse jugando a hacer caras con una niña y que tiene la crueldad de estropearle el helado que comía. El primer episodio de la serie, Nice Face, nos presenta a estos dos personajes y nos deja con unas ganas locas de verlas juntas.

Killing Eve puede ser la ficción más desconcertante que he visto. Funciona como una intriga de espionaje, con sus tramas enrevesadas, sorpresas, dobles lealtades y traiciones. Pero los personajes principales sorprenden con sus reacciones a lo que les ocurre, auténticas salidas de tiesto que cambian las reglas de lo que podemos esperar. Por describir algunos rasgos de Villanelle, hay que destacar su forma de mantener relaciones (bi)sexuales, que le gusten los himnos nacionales, que utilice un tampón como subterfugio para infiltrarse en territorio enemigo -todos son sus enemigos-, o los gritos que intercambia con una niña a la que ha secuestrado, demostrando que el personaje es básicamente, un ser inmaduro. Por otro lado, señalemos la naturalidad con la que Eve le cuenta a su pareja su nueva misión -¡cazar a una asesina internacional!- y el estallido violento que experimenta en el piso de Villanelle, un exabrupto de destrucción sin sentido que es sin duda una catarsis del estrés vivido tras varias situaciones de vida o muerte pero sobre todo, tras toda una existencia gris. Lo más interesante de la primera temporada de Killing Eve es el extraño juego que se establece entre los dos personajes principales, dos mujeres, que en principio tienen poco en común, separadas por distancias internacionales, pero unidas en un juego del gato y el ratón, entre la admiración y el odio, de una atracción con connotaciones lésbicas. Cada encuentro entre las dos es tan tenso como impredecible, y su enfrentamiento/reunión al final de la primera temporada, absolutamente sorprendente, nos mete en el terreno de lo irracional.

Es quizás en la segunda temporada de Killing Eve cuando descubro una gran serie. Primero, comprendo que estoy ante una ficción de personajes, en la que lo importante es el desarrollo de sus protagonistas, y la trama de espías resulta más bien secundaria. Villanelle es un gran hallazgo. Un personaje atractivo, divertido, pero también aterrador cuando aparecen sus rasgos psicópatas, en los que Jodie Comer se luce. Villanelle lleva al límite la capacidad del espectador para identificarse con su personaje. Los guiones tienen un punto sádico porque nos engatusan primero con actitudes divertidas de la asesina -sobre todo sus muchas excentricidades- para luego golpearnos con momentos de crueldad que nos hacen sentir horrorizados, sobre todo por haber simpatizado con ella. Villanelle es un personaje completamente impredecible y nos identificamos plenamente con el temor que siente Eve frente a ella. Si al inicio de la segunda entrega se reproducía la dinámica de la primera temporada en la que Eve seguía los pasos a Villanelle, quien, a su vez, acechaba a la agente, en los siguientes capítulos esta situación cambia -ojo spoilers- cuando las dos comienzan a colaborar juntas, lo que aumenta el interés de la trama -y también la tensión en todo lo que ocurre-. El guión profundiza en las protagonistas y en los personajes que las rodean. Así, gana importancia la relación de Eve con su marido, Niko Polastri (Owen McDonald), deteriorada por el trabajo de Eve y sobre todo por la maligna influencia de Villanelle. Este conflicto es lo más interesante de la serie: Eve, aburrida por la rutina de su vida cotidiana se siente atraída por Villanelle, un personaje misterioso, aventurero y sexy. Lo fácil sería que Eve abandonara a su marido, pero el guión es inteligente haciendo de éste una buena persona, un tipo soso, pero razonable y entrañable, lo que aumenta la tensión del conflicto interior de la agente. La asesina, por otro lado, es una fantasía de poder materializada: en sociedad, hace lo que quiere, sin atender a ningún tipo de norma o convención. Villanelle ejecuta los deseos ocultos de Eve en más de una ocasión, sobre todo -atención spoiler- cuando elimina a su posible rival por el amor de Niko. Pero claro, cada acción de Villanelle tiene un coste moral para Eve, que se irá acercando poco a poco a una oscuridad aterradora, en una pérdida gradual de su humanidad. Villanelle expresa, además, un vacío existencial, un hastío, que refleja las preocupaciones de nuestra sociedad en la que la cada vez es más complicado establecer relaciones humanas reales, lazos afectivos verdaderos en un mundo cada vez más individualista y marcado por las comunicaciones online. Buen ejemplo es el entusiasmo infantil con el que Villanelle quiere meterse en la vida de Eve, tras conocerla a distancia. Quizás, si queremos entender el mensaje de Killing Eve -si es que queremos buscar uno- hay que fijarse en el otro gran hallazgo de la segunda temporada: el personaje del millonario Aaron Peel (Henry Lloyd-Hughes), diabólico cruce del genio y la soberbia de Steve Jobs con la capacidad de inmiscuirse en nuestra vida privada de David Zuckerberg. El personaje es un comentario -divertido- sobre la falta de ética de los poderosos, la pérdida de la intimidad de pueden conllevar las redes sociales, todo ello contenido en un sujeto retorcido, sádico y sin límites en su necesidad de control sobre los que lo rodean. Hasta que conoce a Villanelle.

VIVARIUM -EL SÍNDROME DEL NIDO VACÍO




El cuco es un pájaro que pone sus huevos en un nido ajeno para que otra ave los cuide y los alimente. Esto se llama parasitismo de puesta. Consiste en eliminar a los polluelos del ave huésped. Este hecho de la naturaleza es la metáfora elegida por Lorcan Finnegan -Without Name (2016)- para expresar lo que ocurre en una hermética película en la que una pareja joven -Imogen Potts y Jesse Eisenberg- se ven atrapados en una misteriosa urbanización de casas idénticas. Cinta abstracta de atmósfera de pesadilla, Vivarium comienza casi como una comedia excéntrica que pasa a convertirse gradualmente en un film de terror surrealista con aires kafkianos, y acaba en un tono triste sobre la fugacidad de la vida y el sinsentido de la existencia ante un ciclo natural despiadado, mecánico y brutal. Con aires de episodio de The Twilight Zone, Vivarium agota quizás su premisa demasiado pronto, o tal vez su fuerza y su capacidad para generar desasosiego consiste precisamente en esa sensación de repetición, de callejón sin salida, que lamentablemente se parece mucho a la vida que tenemos hoy en tiempos del confinamiento por el coronavirus. Una propuesta interesante que sobre todo puede generar debate sobre sus posibles significados.

SESIÓN SALVAJE -CINE ESPAÑOL


Hay espectadores de cine que necesitan que se lo den todo hecho. Buscan la obra maestra en cada película -eso sí, que no le sobre media hora-. Son espectadores exigentes que quieren verosimilitud, que son muy listos detectando agujeros de guión, que consultan las calificaciones de Filmaffinity antes de arriesgarse a perder el tiempo viendo una película que no conocen. Esos espectadores que hacen rankings, que valoran la nueva película de un autor comparándola con su filmografía anterior. Se sintieron estafados con el final de Perdidos, fans que quieren saber cómo resucitó el Emperador Palpatine, cinéfilos para los que un final abierto es un signo inequívoco de que los guionistas no se lo curraron. Todos conocemos a estos espectadores -hacen mucho ruido en Twitter- y, en el fondo, todos lo hemos sido alguna vez. De estos espectadores se habla indirectamente en el documental Sesión Salvaje de Julio César Sánchez y Paco Limón, que recoge la verdadera historia del cine español a través de lo que estos 'cinéfilos' llamarían malas películas. Sesión Salvaje es una reivindicación de un cine denostado, despreciado e injustamente olvidado por el que ni siquiera hay nostalgia. Géneros que nadie respeta como el spaghetti western, el fantaterror, el cine quinqui, el destape, las comedias de Pajares y Esteso, y la españolada. Ese cine español que llenaba las salas de los cines de barrio, en el que actores, guionistas, y directores tenían trabajo regularmente, aunque contaran con presupuestos escasos y nadie se hiciese rico. En el documental hablan los supervivientes de aquella época, centrándose en algunos autores capitales como Eugenio Martín, Chicho Ibáñez Serrador, Jess Franco, Paul Naschy, Jordi Grau, Eloy De la Iglesia, Juan Piquer Simón, y Mariano Ozores. Una generación que hoy se mira por encima del hombro, con un cariño paternalista, pero que aquí reivindican Álex De la Iglesia, Nacho Vigalondo o Enrique López Lavigne. Porque ese cine español puede que no esté en las listas de ningún cinéfilo, pero era mucho más libre, arriesgado, sorprendente y loco que todo lo que vemos ahora. Un cine perdido, que, no por casualidad, pertenece al terreno de la infancia, cuando mirábamos de forma inocente y todo nos maravillaba; o de la adolescencia, cuando queríamos ser rebeldes. Cuando veáis las imágenes de las diferentes películas que aparecen en Sesión Salvaje, os aseguro que os vais a sorprender por lo extremo de sus propuestas, inviables hoy en un mundo que se ofende fácilmente. Ahora, que somos adultos, que queremos que nos tomen en serio, hablamos de directores maravillosos como Ford, Bergman, Coppola o Truffaut. Pero los que solo hayáis visto 'cine de calidad', que sepáis que os falta esa locura que echa de menos Álex De la Iglesia, esa capacidad de imaginar, de rellenar con fantasía los agujeros de guión, de perdonar unos efectos especiales primitivos, de aceptar una interpretación diferente a la de Al Pacino o Robert De Niro. Sesión Salvaje es amor por el cine, por las películas buenas y malas, para espectadores dispuestos a participar, a entregarse, a mojarse. La gran decepción es que solo dura 84 minutos. No sé cuánto material se quedó fuera de este documental, pero está claro que Sesión Salvaje debe convertirse urgentemente en una serie en la que cada capítulo esté dedicado a un autor, a un subgénero, en el que se puedan extender esas fantásticas anécdotas que se escuchan en el documental, de una época irrepetible del cine español.

EL TRAIDOR -LA COSA NOSTRA



Marco Bellocchio, nacido en 1939, todavía más veterano que Martin Scorsese, también habla de un ‘soldado’ mafioso en El traidor y como se hace en El irlandés, a partir de contarnos una historia del crimen organizado, habla de su país, y hace además el relato de una vida. Estamos ante un film crepuscular que traza el final de una forma de hacer en la Mafia -un invento periodístico según el protagonista- cuyos ‘valores’ se pierden tras comenzar la Cosa Nostra a traficar con heroína -tema que aparece también en el gran clásico del género, El padrino (1972). De hecho, aquí también aparece el apellido Corleone. Basada en hechos reales, el protagonista es un enorme Pierfrancesco Favino, al que vemos durante todo el recorrido vital de su personaje, Tomasso Buscetta, y ojo, sin necesidad de recurrir a los trucajes digitales que rejuvenecieron a Robert De Niro. Bellocchio utiliza una narrativa fragmentada que fluye como la memoria, que salta de un tiempo a otro, de Sicilia a Brasil y a Estados Unidos. Los recuerdos se contradicen, se matizan, se apagan en un film de interrogatorios judiciales y asesinatos de una violencia tremenda en el que los criminales, comparados con hienas, hablan de honor y de moral constantemente. El traidor, por supuesto, como El irlandés, habla de lealtades y sobre todo de la soledad que significa sobrevivir a todos los demás.