Los que tenemos cierta edad sabemos que, si hiciéramos con nuestros hijos lo que hicieron con nosotros nuestros padres, el Estado nos quitaría la custodia. Fuimos niños sobre los que se fumaba, que iban en coche sin cinturón de seguridad, adosados a unos padres que seguían haciendo su vida a pesar de nosotros, negándose quizás a ceder el protagonismo de su existencia a sus vástagos. Recordemos la figura paterna ausente de la mexicana Roma, en la que Alfonso Cuarón recordaba cómo su padre abandonaba a su madre y se desentendía de sus hijos para irse con una amante. Para seguir haciendo su vida. La directora argentina, Ana García Blaya, nos presenta en su ópera prima, Las buenas intenciones a un padre de actitud adolescente, rockero, divertido, sí, pero también irresponsable en lo que se entiende por el cuidado de unos hijos, y que sobre todo no cumple las expectativas de su exmujer. La película es un relato autobiográfico en el que García Blaya escarba en su memoria sentimental e intenta explicarse cómo siendo su padre un completo desastre -fumador, mujeriego, impuntual- pudo tener sobre ella una influencia positiva, dándole una lección de vida quizás más provechosa que si hubiera tenido un comportamiento 'ejemplar'. Narrada desde el punto de vista de la niña protagonista, Amanda Minujín -álter ego de la directora- asistimos a las visitas de los hijos a la casa de su padre (Javier Drolas), que se los llevaba a la tienda de discos en la que trabajaba, se olvidaba de ellos si se pegaba una fiesta, o los hacía testigos de cómo iban pasando sus efímeras amantes por su habitación. Pero no hay reproches en esta película, porque la mirada de Amanda, desprejuiciada, muestra admiración. Está claro que la directora recuerda de esos años una felicidad muy auténtica, de baños en piscinas, de fiestas con amigos, y sobre todo, de canciones de rock argentino. Ambientada en los años 90, Las buenas intenciones es un emotivo viaje nostálgico a la infancia de una prometedora nueva autora, tan comprometida con su tema que incluso mezcla imágenes de vídeos caseros de su propia infancia con la ficción que recrea aquellos años de su vida.
LAS BUENAS INTENCIONES -MEMORIA SENTIMENTAL
Los que tenemos cierta edad sabemos que, si hiciéramos con nuestros hijos lo que hicieron con nosotros nuestros padres, el Estado nos quitaría la custodia. Fuimos niños sobre los que se fumaba, que iban en coche sin cinturón de seguridad, adosados a unos padres que seguían haciendo su vida a pesar de nosotros, negándose quizás a ceder el protagonismo de su existencia a sus vástagos. Recordemos la figura paterna ausente de la mexicana Roma, en la que Alfonso Cuarón recordaba cómo su padre abandonaba a su madre y se desentendía de sus hijos para irse con una amante. Para seguir haciendo su vida. La directora argentina, Ana García Blaya, nos presenta en su ópera prima, Las buenas intenciones a un padre de actitud adolescente, rockero, divertido, sí, pero también irresponsable en lo que se entiende por el cuidado de unos hijos, y que sobre todo no cumple las expectativas de su exmujer. La película es un relato autobiográfico en el que García Blaya escarba en su memoria sentimental e intenta explicarse cómo siendo su padre un completo desastre -fumador, mujeriego, impuntual- pudo tener sobre ella una influencia positiva, dándole una lección de vida quizás más provechosa que si hubiera tenido un comportamiento 'ejemplar'. Narrada desde el punto de vista de la niña protagonista, Amanda Minujín -álter ego de la directora- asistimos a las visitas de los hijos a la casa de su padre (Javier Drolas), que se los llevaba a la tienda de discos en la que trabajaba, se olvidaba de ellos si se pegaba una fiesta, o los hacía testigos de cómo iban pasando sus efímeras amantes por su habitación. Pero no hay reproches en esta película, porque la mirada de Amanda, desprejuiciada, muestra admiración. Está claro que la directora recuerda de esos años una felicidad muy auténtica, de baños en piscinas, de fiestas con amigos, y sobre todo, de canciones de rock argentino. Ambientada en los años 90, Las buenas intenciones es un emotivo viaje nostálgico a la infancia de una prometedora nueva autora, tan comprometida con su tema que incluso mezcla imágenes de vídeos caseros de su propia infancia con la ficción que recrea aquellos años de su vida.
ROUBAIX, UNE LUMIERE -LA COMEDIA HUMANA
Arnaud Desplechin firma un estupendo film policíaco escenificado en su ciudad natal, en Roubaix, une Lumiere, una magnífica obra que escarba en la naturaleza humana, que mira con desencanto el mundo en el que vivimos y que desvela lo complicado que es conocer esa verdad última que persiguen los investigadores policiales. No hay inocentes en esta historia, pero tampoco culpables al 100% en los casos que deben resolver los agentes. Hay una mirada social en el film, basado en casos reales, que evita hablar de buenos y malos, y que tiñe de gris los sucesos que aparecen en la pantalla, delitos y crímenes sin glamour, como robos, incendios, un violador en serie, un asesinato sórdido y sin sentido. Protagonizan dos policías, uno recién llegado a la localidad, Louis (Antoine Renartz), dedicado hasta la obsesión, creyente y que escribe un diario personal que hace pensar en Diario de un cura rural (1951) o quizás, en Taxi Driver (1976). Pero lo mejor de esta película es sin duda el personaje del comisario Yacoub Daoud, un magnífico Roschdy Zem, que interpreta a un veterano, que conoce las calles sobre las que trabaja desde niño, que conoce a cada vecino y sus circunstancias, que sabe lo difícil que es abrirse camino en la Francia tejida por europeos, árabes y africanos, que buscan su sitio a codazos, olvidados todos, castigados por la ley del mercado y condenados a vivir como los miserables. El cine policíaco actual tiene, necesariamente, que ser social. Completan el reparto dos personajes femeninos, dos vecinas a las que dan vida unas estupendas Léa Seydoux y Sara Forestier, que demuestran las complejidades psicológicas que pueden estar detrás de esos hechos que salen en las noticias de sucesos y que intentamos reducir a un veredicto sin demasiado conocimiento de causa. Apoyándose en un realismo sórdido y en el rigor de poner en escena los procedimientos policiales, Desplechin entrega un film seco y desencantado, que sin embargo permite una mirada humanista gracias a ese gran personaje que es el comisario Daoud.
NOMAD: IN THE FOOTSTEPS OF BRUCE CHATWIN -HASTA EL FIN DEL MUNDO
Increíble ver una película como Nomad, de Werner Herzog, sobre el escritor de viajes Bruce Chatwin, estando confinados por el coronavirus. La filmografía del director alemán -ya sea ficción o documental- es una continua búsqueda de la naturaleza en su estado más puro, y la literatura de Chatwin, y su filosofía de vida, se regía por un constante movimiento en un mundo sin fronteras ni límites. Descubrimos aquí la afinidad y la amistad entre ambos autores, almas gemelas en una forma peculiar de entender la vida. Encerrados en los confines de nuestras casas, las imágenes de Herzog nos transportan a los lugares más remotos, desde la Patagonia hasta Australia, en un recorrido tanto por los libros de Chatwin como por las películas de Herzog, que a duras penas evita que el film se centre, de alguna manera, en sí mismo. Tanta es la identificación del alemán con el inglés. Con su marcado acento de villano de película, el director nos guía por un trayecto mágico en busca de animales prehistóricos, fuerzas magnéticas bajo la tierra, las ultimas tribus nómadas y canciones que son guías de viaje. Nomad es un documental fascinante, que puede ser el inicio de un viaje para el espectador, no hacia los escenarios naturales extremos que vemos en pantalla, que ya eran inaccesibles antes de la pandemia -y quién sabe cuándo volveremos a recorrer el mundo- sino hacia la literatura de Chatwin y cómo no, hacia la obra de Herzog.
LITTLE JOE -NATURALEZA HUMANA
Alabada por la crítica, Little Joe, a pesar de su título juguetón, es un ejercicio angustioso con una puesta en escena radical. La directora austriaca Jessica Hausner hace gala en su quinta película de un rigor en la puesta en escena digno de un maestro como David Cronenberg. De una forma absolutamente coherente con su premisa argumental, Hausner utiliza planos prácticamente fijos, limitando al máximo los movimientos de cámara, cuidando mucho los colores -básicos pero apagados- de cada imagen, en lo que casi parecen las viñetas de un cómic. Mantiene sus planos Hausner hasta el extremo de permitir, en más de una ocasión, que los personajes humanos desaparezcan de delante del objetivo, en una clara metáfora de las intenciones de su historia. En el mismo sentido, las interpretaciones de sus actores -Emily Beecham, Ben Whishaw- se mantienen hieráticas, bressonianas, precisamente para evitar que el espectador resuelva el enigma de la cinta. Los personajes de Little Joe mantienen la distancia social, usan guantes, mascarillas y batas de laboratorio, como anticipándose a lo que será la 'nueva normalidad' tras el coronavirus. Se besan como robots. Y es que el argumento, del que todavía no he hablado, propone un experimento genético, una pequeña flor capaz de propagar un virus que podría modificar las emociones. Hausner propone algo así como una revisión abstracta de La invasión de los ladrones de cuerpos (1966), que lo mismo invita al terror, que insinúa un humor soterrado -del que da pistas el propio título- y que puede hacernos pensar, por qué no, en una versión minimalista de La pequeña tienda de los horrores (1960). Con estos elementos, Hausner se permite hablar de temas como la normalidad, el individualismo, la imposibilidad de la felicidad plena y los terrores de la maternidad.
STAR WARS: THE MANDALORIAN -PENSANDO EN LOS FANS
En la raíz de Star Wars (1977) de George Lucas estaba también el western, además de la ciencia ficción, la fantasía, la aventura y el cine bélico. Solo hace falta fijarse en Han Solo (Harrison Ford) antihéroe pícaro y de gatillo fácil, su peludo compañero Chewbacca (Peter Mayhew), moviéndose en la taberna cochambrosa de Moss Eisley; o en el desértico Tatooine, con sus salvajes moradores de las arenas, tan temibles como los apaches de John Ford. El aspecto destartalado -y realista- de la película remite al spaghetti western de Sergio Leone, quien, como Lucas, también se inspiró en los samuráis de Akira Kurosawa. En la galaxia de Lucas, un personaje secundario como Boba Fett parece perfecto para emular al hombre sin nombre que interpretó Clint Eastwood: un cazarrecompensas de pocas palabras, letal y misterioso. Este es el espíritu de The Mandalorian, serie creada por Jon Favreau, sobre un personaje diferente a Fett -es un decir- cuyo rasgo principal es llevar una armadura similar a la del hijo de Jango Fett -guiño al famoso espaghetti western de Sergio Corbucci, Django (1966), emulado hace unos años por Quentin Tarantino-. Aquí, como Juez Dredd, el protagonista nunca debe quitarse el mítico casco diseñado por Ralph McQuarrie.
El primer episodio juega sobre seguro al aprovecharse de todos los elementos que molan de Star Wars, una estrategia que se mantendrá durante toda la temporada. Además de la mencionada armadura de Boba Fett, hay que destacar un look similar al Una nueva esperanza (1977), con la presencia de los icónicos stormtroopers y un repaso de los extraterrestres y droides más entrañables, que hasta ahora no habían gozado de un primer plano, pero que son de sobra conocidos por el fan. El casting es fenomenal, Pedro Pascal -Narcos-, y veteranos que molan como Carl Weathers, Nick Nolte ¡Y Werner Herzog!, además de Taika Waititi -que dirige un episodio- poniéndole voz a un droide, nada menos que un IG-11 -nunca habíamos visto en acción al IG-88 de El imperio Contraataca-. Eso por no hablar de la sorpresa mayúscula del final del capítulo.
La segunda entrega revela una de las claves de la serie: el humor. El enfrentamiento con los jawas es pura comedia -además de aventura y acción- con estos humanoides convertidos en algo muy parecido a los Minions, y sobre todo vaporizados sin piedad por el héroe. Desde el primer momento, a pesar del tono épico de los enfrentamientos y los tensos duelos de western, el guión de Favreau se ríe de todo: recordemos del primer capítulo que la excusa de Mythrol (Horatio Sanz) para escapar al cazarrecompensas es ir al baño -Luego acabará congelado en carbonita-. El tercer capítulo, The Sin, es puro éxtasis lúdico: actitudes heroicas, el descubrimiento de la liturgia de los mandalorianos, escenas de acción espectaculares y una huida que deja con ganas de más. No se queda atrás, esa mezcla de Los siete samuráis (1954) -y Los siete magníficos (1960)- con El retorno del Jedi (1983) que es el cuarto capítulo, Sanctuary, que introduce a Gina Carano como una veterana de la batalla de Endor. O la aportación de Dave Filloni, con experiencia en The Clone Wars, en ese regreso a Tatooine que es The Gunslinger. O esa aventura de piratas espaciales, muy en la línea de Guardianes de la Galaxia, con actores invitados divirtiéndose como Clancy Brown, Natalia Tena o Richard Ayoade. El desenlace, dividido en Reckoning y Redemption, tira la casa por la ventana demostrando que el Imperio galáctico no está del todo desactivado.
La segunda entrega revela una de las claves de la serie: el humor. El enfrentamiento con los jawas es pura comedia -además de aventura y acción- con estos humanoides convertidos en algo muy parecido a los Minions, y sobre todo vaporizados sin piedad por el héroe. Desde el primer momento, a pesar del tono épico de los enfrentamientos y los tensos duelos de western, el guión de Favreau se ríe de todo: recordemos del primer capítulo que la excusa de Mythrol (Horatio Sanz) para escapar al cazarrecompensas es ir al baño -Luego acabará congelado en carbonita-. El tercer capítulo, The Sin, es puro éxtasis lúdico: actitudes heroicas, el descubrimiento de la liturgia de los mandalorianos, escenas de acción espectaculares y una huida que deja con ganas de más. No se queda atrás, esa mezcla de Los siete samuráis (1954) -y Los siete magníficos (1960)- con El retorno del Jedi (1983) que es el cuarto capítulo, Sanctuary, que introduce a Gina Carano como una veterana de la batalla de Endor. O la aportación de Dave Filloni, con experiencia en The Clone Wars, en ese regreso a Tatooine que es The Gunslinger. O esa aventura de piratas espaciales, muy en la línea de Guardianes de la Galaxia, con actores invitados divirtiéndose como Clancy Brown, Natalia Tena o Richard Ayoade. El desenlace, dividido en Reckoning y Redemption, tira la casa por la ventana demostrando que el Imperio galáctico no está del todo desactivado.
The Mandalorian tiene para todos: guiños frikis a las películas clásicas -apariciones de individuos de la especie de Salacious B. Crumb- o el atrevimiento de sacar el arma que usaba Boba Fett en el repudiado especial navideño televisivo; ideas que molan como que el alemán Werner Herzog sea un villano que echa de menos los tiempos -fascistas- del Imperio; que la historia ocurra en ese sector más sucio y oscuro -de nuevo, más spaghetti western- de la Galaxia de Lucas, y que salgan speedbikes, tusken raiders, la cantina original en Moss Eisley, los dewbacks y un montón de frikadas más. Todo esto, sabiamente mezclado con personajes que son puro marketing, pero también irresistibles, como el ya famoso Baby Yoda -en la tradición de los Ewoks, del fallido Jar Jar Binks, de BB8 o de los Porgs-. Jon Favreau consigue cumplir con todos los requerimientos industriales, complacer al fan y dar con una historia atractiva. The Mandalorian es el mejor Star Wars posible.
ADAM -TODO EL ESPECTRO DEL ARCOIRIS
En el año 2006, una comedia adolescente como Ella es el chico -dirigida por Andy Fickman- nos mostraba como una chica (Amanda Bynes) se hacía pasar por chico para jugar al fútbol, en una historia que pasaba de puntillas sobre cualquier elemento incómodo de la identidad de género o de una posible atracción homosexual: porque la protagonista, evidentemente, acababa ligándose al guapo de turno (Channing Tatum). En 2019, Adam es una comedia indie que sitúa su acción precisamente en el año 2006. Su premisa, como uno de los personajes de la película llega a reconocer, es retorcida: Adam (Nicholas Alexander) es un adolescente, tímido, virgen y salido, que se hace pasar por un chico trans para ligarse a la pelirroja -y lesbiana- Gillian (Bobbi Salvör Menuez). Esto ocurre cuando Adam entra en contacto con el entorno LGTBI de su hermana, también lesbiana, Casey (Margaret Qualley). Ópera prima de Rhys Ernst, la película es una comedia de enredo costumbrista entrañable, un coming of age imposible en el que el protagonista no solo se inicia en el sexo y la vida, sino en la problemática de todo el espectro LGTBI: desde los gays y lesbianas hasta la transexualidad, pasando por todas las opciones posibles de follar con quien nos dé la gana. Un auténtico baño de consciencia, de tolerancia y de diversidad para Adam (y para el espectador). Lo más interesante de esta pequeña y disfrutable película, es la sana mirada irónica del director sobre el activismo LGTBI, y cómo esta comunidad puede ser también una cerrada y desconfiada con el 'otro', en este caso, el individuo cisgénero.
HABITACIÓN 212 -LA VIDA NO VIVIDA
La nueva película del director y guionista francés, Christophe Honoré, Habitación 212, podría ocurrir antes, después, o incluso durante el confinamiento. Se trata de una comedia dramática de aliento teatral, pero también de gran inventiva visual y cinematográfica: Honoré tiene ideas de puesta en escena atrevidas y preciosas, que se aprovechan de que la historia ocurre seguramente en la mente de su protagonista. María es una mujer madura que se ve obligada a revisar su vida sentimental cuando su marido descubre, por casualidad, una infidelidad. Protagoniza Chiara Mastroianni, divertidísima y espectacularmente atractiva, que por este papel se llevó premio en Cannes, a la mejor actriz en la sección Un Certain Regard. María desencadena toda la historia con su desliz y decide mudarse, al menos por una noche, a una habitación de hotel justo enfrente del piso que comparte con su marido, Richard (Benjamin Biolay), que poco a poco gana terreno en el relato, para hacer repaso también de su trayectoria vital. Así la película se va llenando de recuerdos y de personajes; los pisos y las habitaciones, las puertas que se abren y se cierran, se convierten en metáforas de la memoria. Comedia divertida, sexy, muy francesa, Habitación 212 es una refrescante fantasía sobre el amor, algo nostálgica. Una historia sobre el pasado, sobre los caminos no tomados, sobre la vida no vivida y sobre las frustraciones que acompañan a las relaciones de pareja, a las que seguramente no se les debe pedir la felicidad plena, si es que eso existe realmente.
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