ARTEMIS FOWL -EL MUNDO DE LAS HADAS



Perdonen ustedes si me equivoco, pero creo que Artemis Fowl es el enésimo intento de generar una franquicia juvenil en la línea de la exitosa Harry Potter. Desconozco la calidad de la novelas que Eoin Colfer comenzó a escribir en el año 2001, pero esta adaptación cinematográfica me ha resultado francamente insatisfactoria. Producida por Disney y dirigida nada menos que por Kenneth Branagh -que ha hecho La Cenicienta, Thor y ha sido actor en la saga de Harry Potter- esta película vuelve a presentarnos a un joven elegido para la aventura, que descubre un mundo oculto de magia, en este caso, el de las hadas. Para mí, el principal problema de la cinta es su protagonista, Artemis Fowl (Ferdia Shaw), pobremente construido para ser el héroe del film y que no acaba de despertar mi simpatía. Esto se debe a una decisión que creo que viene heredada de las novelas, cuya narrativa va saltando de un personaje a otro. Así, el joven que da título a esta saga debe compartir protagonismo con el hada Holly Short (Lara McDonell), que acaba resultando mucho más simpática. Eso por no hablar de que el narrador sea el 'enano' Mulch Digumms (Josh Gad), suerte de alivio cómico, antihéroe sucio y desaliñado, que debería molar, pero, por alguna razón, no lo consigue. Creo que la ausencia de carisma en los personajes define un film que, por otro lado, cumple con los requisitos de una superproducción que busca entretener: grandes escenas de acción, un diseño de producción cuidado, y muchos efectos especiales. Actores conocidos, como Judi Dench y Colin Farrell, aparecen para darle algo de prestigio al producto, pero también para que sus personajes no tengan que estar demasiado desarrollados, con su fama, basta. Sin brillo y prácticamente sin villano, pensando desde el primer momento en una secuela, la película firmada por Brannagh no se detiene en ningún momento, no ofrece calor humano y desperdicia el posible color local que podría haber aportado que el escenario, la mitología, el autor y el director, sean irlandeses. En definitiva, un poco de Harry Potter, algo de El señor de los anillos y algunos toques de Men in Black y Star Wars se suman para construir una película que ya hemos visto. Eso sí, a los más pequeños, los puede sorprender.

HOLLYWOOD -LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ


La atroz muerte de George Floyd ha provocado una sana, necesaria y emocionante reacción antirracista en todo el mundo. Uno de esos efectos, la decisión, muy criticada, de HBO Max de retirar de su catálogo el clásico Lo que el viento se llevó (1939) por su contenido racista. El gesto, en realidad, no fue tal: la película no fue eliminada del catálogo de una plataforma -decisión, quizás, exagerada, pero, al fin y al cabo, legítima, en cuanto una empresa privada puede hacer lo que le dé la gana- sino que el film protagonizado por Vivien Leigh era retirado temporalmente, con la promesa de ser restituido, eso sí, con un mensaje aclaratorio sobre el contexto histórico en el que fue rodada. Pues bien, lo cierto es que Lo que el viento se llevó siempre tuvo esos elementos racistas y siempre fue criticada por ello: su retirada temporal no es una consecuencia de la muerte de Floyd, ni un capricho de un nuevo clima de corrección política -por otro lado, innegable- que muchas veces roza la censura. La película tiene elementos racistas y sigue siendo un clásico del cine, por el que, paradójicamente, la actriz Hattie McDaniel se convirtió en la primera afroamericana en ganar un Oscar. Tampoco dejan de ser importantes El nacimiento de una nación (1915) o El triunfo de la voluntad (1935) por mucho que las ideologías que expresan nos resulten repugnantes. En este clima resulta muy pertinente ver la serie Hollywood, disponible en Netflix. La ficción de Ryan Murphy establece un diálogo directo con Lo que el viento se llevó -Hattie McDaniel y Vivien Leigh aparecen interpretadas por Queen Latifah y Katie McGuinness- para hablar de la meca del cine y de su lado oscuro, conservador, racista y homófobo. Murphy, como show runner, siempre se ha empeñado en imprimir en sus series un subtexto progresista y crítico con la marginación y discriminación de los afroamericanos, de los homosexuales y de las mujeres, véase desde American Horror Story, pasando por American Crime Story: El asesinato de Gianni Versace y hasta, por supuesto, Pose. Aquí, Murphy mezcla esos elementos reivindicativos con otro de sus temas favoritos, la trastienda del Hollywood clásico, y mítico, ya revisados en Feud. Así, utilizando el melodrama como género dramático base, la serie propone una serie de personajes -actores, directores, guionistas, productores- que buscan triunfar en el mundo del cine y cumplir sus sueños. Pero detrás de esos deseos de fama y fortuna, se esconde la búsqueda de la igualdad, la lucha contra el racismo, la homofobia y el machismo. La historia mezcla personajes de ficción, con personajes reales: Rock Hudson, Henry Wilson, o George Cukor y juega con ellos para hablarnos de cómo los negros no tenían derecho a nada, las mujeres estaban relegadas a un rol secundario y los gays no podían caminar de la mano con el amor de su vida. Hollywood nos habla de hipocresía -todos los personajes tienen una doble faceta- y de cómo nacer en la época equivocada impidió la felicidad personal de muchas personas que fueron víctimas de los prejuicios. La serie es también una fuente apasionante de cotilleos: la historia real de Peg Entwistle que narra la película dentro de la serie; las fiestas de George Cukor llenas de jovencitos guapos; la homosexualidad de una gran estrella como Rock Hudson -que no se desveló hasta que murió de SIDA-; la falta de humanidad del representante Henry Wilson, al que da vida Jim Parsons. Con estos elementos de injusticia social, Hollywood podría haber sido un drama con elementos trágicos, pero Murphy nos sorprende. Lo que comienza siendo una historia sórdida de sexo, prostitución y encuentros clandestinos, se mantiene siempre ligera, con el fin máximo de entretener, para acabar convirtiéndose en cuento de hadas digno de una película de, lo habéis adivinado, de Hollywood, pero rescribiendo el mensaje conservador de la gran industria del cine para proponer una historia alternativa de inclusión e igualdad.

MI FINAL. TU COMIENZO -ESTRUCTURA NARRATIVA


Mi final. Tu comienzo es la ópera prima de la directora alemana Mariko Minoguchi, en la que desarrolla un drama romántico que juega con la percepción del tiempo. En la película, en una clase universitaria, un joven científico expresa una teoría: que el tiempo no es lineal, sino que solo lo percibimos de esta manera. Por lo tanto, así como conocemos el pasado, podemos conocer el futuro. Esta breve y estimulante escena es un aviso a los espectadores de que las escenas que vamos a ver no necesariamente aparecen ordenadas cronológicamente. Así, el relato nos presenta a una pareja, Nora y Aron -Saskia Rosendahl y Julius Feldmeier- que mantienen una relación casi perfecta, de armonía y buen rollo. Por otro lado, conoceremos a Natan (Edin Hasanovic) un padre de clase trabajadora que pronto tendrá que preocuparse seriamente por su pequeña hija. La clave de cómo se relacionan estas dos historias contadas en paralelo es la película, que se apoya en la estructura narrativa desordenada antes mencionada. Minoguchi desarrolla las situaciones entre sus personajes con frescura, pero pronto empezaremos a preguntarnos demasiado de qué va lo que estamos viendo. Lamentablemente, hasta que no descubramos el mecanismo argumental -que acaba siendo predecible- la cinta tiene un interés relativo. Mi final. Tu comienzo es de esas obras en la que la apuesta es el final, en el que todo cobra sentido. Aunque la experiencia pueda ser satisfactoria y la propuesta, interesante, no se puede obviar que durante el desarrollo, nos hayamos perdido un poco.

UN PAÍS LIBRE -LA ISLA MÍNIMA


En Un país libre (Free Country) el director Christian Alvart -Pandorum (2009)- ejecuta un efectivo remake de la estupenda La isla mínima (2014) de Alberto Rodríguez. Inteligentemente, la acción que tenía lugar en España durante la Transición, ocurre aquí en la Alemania recién unificada. Son períodos en los que las libertades todavía no han sido suficientemente ejercidas y los usos y costumbres de la represión y el fascismo siguen presentes. Aquí son los abusos autoritarios del estado comunista los que persiguen y ensombrecen a la pareja protagonista de policías -Felix Kramer y Trystan Pütter- encargados de investigar la muerte de dos chicas jóvenes y que acaban destapando una trama criminal de mucho mayor alcance. Con numerosos puntos en común también con True Detective -producida al mismo tiempo que la Isla mínima-, este thriller utiliza un sórdido escenario rural como marco para unos macabros asesinatos en una trama policial con trasfondo político. El asunto central es el lado oscuro del poder y de la autoridad, que quizás pueda mutar a formas democráticas, pero no por ello renunciará a su naturaleza depredadora. El mal seguirá existiendo, aunque tenga que camuflarse bajo nuevas formas. Creo que Alvart no alcanza la hondura del material original, ni dibuja tan bien a sus personajes, pero sí que consigue un film atmosférico y opresivo, aunque le falte algo de tensión.

EL INMORTAL HULK -NUEVA CARNE


Cuando en 1962 Jack Kirby y Stan Lee crearon al increíble Hulk en Marvel Comics, reflejaron, primero, su experiencia creando monstruos en cómics de ciencia ficción, en cabeceras como Strange Tales. Hulk era una actualización del monstruo de Frankenstein en clave radioactiva, al que Kirby dibujaba con una frente pronunciada que recuerda el maquillaje de Jack Pierce para Boris Karloff en la Universal. Y, obviamente, la otra influencia es El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde de Robert Louis Stevenson, notable en la dualidad entre la criatura y el doctor Bruce Banner, quien, como el hombre lobo, se transformaba cada noche en una bestia incontrolable. Pero, recordemos, Hulk era también un superhéroe, aunque conflictivo, que en cada episodio, a pesar de la destrucción que provocaba su inmensa fuerza, acaba salvando al mundo, sin causar ninguna baja civil. Reclutado en los Vengadores y en Los Defensores, y enfrentado a todo tipo de supervillanos, Hulk vivió todo tipo de aventuras, más bien inocentes, hasta que, a finales de los años 80, el cómic cayó en las manos de Peter David, fantástico guionista que convirtió la colección, quizás, por primera vez, en algo interesante. David exploró, al principio de su andadura de 12 años con el personaje, nuevos y originales conceptos, profundizando en la mitología de Hulk, explorando su doble personalidad desde una perspectiva psicológica y convirtiendo la colección, en algo mucho más oscuro. Un par de décadas después, un nuevo guionista ha vuelto a hacer del coloso verde un personaje atractivo. Al Ewing, en El inmortal Hulk, parece acordarse de aquella etapa de David y convierte las aventuras del coloso verde en un relato de horror. Lo primero, explota el lado oscuro del monstruo, que aparece más terrorífico que nunca: nada que ver con el gigante incomprendido que en el fondo no quería hacer daño a nadie. Ewing utiliza la imagen del reflejo en el espejo para explorar el lado oscuro y los traumas de Banner, que se convierte en un recipiente de múltiples personalidades en conflicto, que son una expresión de todas las etapas del personajes durante sus 60 años de historia. Así, Ewing se muestra tremendamente innovador, pero, al mismo tiempo, capaz de recoger la trayectoria de Hulk, tomando elementos de toda la historia del personaje. Es notable cómo mezcla en la psique del protagonista las personalidades de Banner, y de los diversos Hulks -desde el primitivo remedo del monstruo de Frankenstein hasta el retorcido Joe 'Fixit' creado por Peter David-, haciendo algo que creo que nunca se había hecho: que la personalidad de un Hulk aflore en el cuerpo de Banner, convirtiéndolo en algo verdaderamente aterrador. No hace falta ser un lector experto de Marvel Comics para entender todo, pero lo importante es que Ewing no parte de cero, sino que se muestra respetuoso con la continuidad, recuperando a los secundarios de la cabecera, como Betty Ross, Rick Jones y el general Ross, o Doc Samson, todos juguetes rotos tras tanto años de uso y abuso, que el guionista aprovecha a su favor. Ewing asume la ciencia ficción de la serie, pero no tiene reparos en entrar en el terreno de la fantasía y la magia -presentes también en diversas etapas del personaje- para multiplicar los significados del conflicto del protagonista escindido, explorando temas existencialistas y trascendentales. Los 24 números que he podido leer de El inmortal Hulk se benefician además de la presencia y la constancia del dibujante Joe Bennet, que se aleja plásticamente del tebeo superheróico para acercarse a la nueva carne de David Cronnenberg o Brian Yuzna, revolucionando las transformaciones de Banner en Hulk para acercarlas a los diseños de Rob Bottin en La Cosa (1982) de John Carpenter, homenajear los diseños biomecánicos de H.R. Giger para Alíen (1979) y hacer gala de un gore cercano al de una película de zombies de George A. Romero o incluso, Lucio Fulci. Los primeros dos años editoriales de El inmortal Hulk son un lectura sugerente, adictiva y muy recomendable para los fans el terror. En España están editados por Panini Comics -la serie sigue publicándose- o pueden leerse en digital, en inglés, en la app de la propia Marvel.

AFTER LIFE -COMEDIA DEL DOLOR


Ricky Gervais y Stephen Merchant revolucionaron la comedia con The Office, una anti-sitcom que hacía de la vergüenza ajena y de lo incómodo, su bandera. Más o menos al mismo tiempo que Larry David con Curb your Enthusiasm, Gervais nos invitaba a ¿reír? con oficinistas antipáticos haciendo el ridículo. Tras esta, otras series como Extras o Life´s Too Short fueron sumando a una obra cómica que se complementaba con las intervenciones de Gervais como presentador en los premios Globos de Oro, en los que se ganaría la antipatía de Hollywood y de los espectadores ansiosos de glamour y buen rollo, que consideran sus comentarios incorrectos e innecesarios. Con esos antecedentes, puede sorprender After Life, en la que Gervais da un paso de madurez con respecto a su obra anterior, que buscaba sobre todo la provocación, pero que se atreve, aquí, a mostrar un lado sensible, humano y hasta cursi, del cómico conocido por su procacidad. En realidad, Gervais simplemente continúa la línea de Derek, manteniendo a varios actores del reparto y hablando, de nuevo, de personajes rechazados, en los márgenes de la normalidad. La premisa de After Life es sencilla: Tony (Ricky Gervais) ha perdido a su mujer, Lisa (Kerry Godliman), víctima del cáncer, y no consigue sobreponerse a su pérdida. Albert Camus diría que Tony ha despertado al absurdo de la existencia, y al sinsentido de una vida que necesariamente ha de acabar en la decadencia física y en la muerte. Como propone Camus en El mito de Sísifo, Tony se enfrenta diariamente a la gran cuestión de si debe suicidarse, o no. Ante la confianza de que puede quitarse la vida en cualquier momento, Tony decide hacer y, sobre todo, decir, lo que le da la gana. Lo que le convierte en un tipo bastante antipático, que siempre dice 'la verdad' -tema presente en el film de Gervais, Increíble pero falso (2009)-. Con esta simple premisa, Gervais compone una serie sobre la idea de que, en la vida, hay más razones para estar triste, que para ser feliz: la enfermedad, la muerte, la soledad, la prostitución, las drogas, los desengaños amorosos, el machismo, y sobre todo, la estupidez humana. Vamos, que Gervais reúne todos los temas tabú, esos de los que nadie se debería reír, y los convierte en comedia. Coge los 'límites del humor' y los convierte en el punto de partida de su serie, en la que siempre termina ganando la tristeza a la risa. Si antes he mencionado el mito de Sísifo, en la serie, Tony repite en cada episodio el mismo itinerario: ver vídeos de su mujer fallecida, sacar a pasear a su perro, cruzarse con su cartero, ver a su sobrino en el colegio, trabajar en la redacción de un periódico local, cubrir alguna noticia absurda, visitar a su padre en la residencia, visitar la tumba de su mujer, emborracharse y llorar. En cada episodio de los 12 que componen las dos temporadas de esta serie disponible en Netflix, ocurre exactamente esto. Todos los episodios son iguales, repetitivos y tristes, en un ejercicio suicida por parte de Gervais, que, en mi opinión, se dedica a reflexionar sobre la vida y la muerte de forma brillante. Gervais, ateo feroz, no ofrece consuelo, pero busca en los diálogos con los otros personajes, una salida a sus desesperación, una forma de darle sentido a una vida de sufrimiento. Un empeño inútil, aunque en el esfuerzo encuentre algunos instantes fugaces de alegría, que no de felicidad. En esta estructura inamovible de After Life, en la que siempre pasa lo mismo, en la que la evolución de las situaciones es mínima -Tony compara su vida con Atrapado en el tiempo (1993)- me recuerda Gervais a Penauts, la tira de cómics de Charles M. Schulz, presuntamente infantil, en la que los niños son adultos frustrados, nostálgicos, atrapados en una infancia sin fin: Charlie Brown nunca podrá patear el balón de football que le coloca Lucy, como Tony no termina de olvidar a su amada Lisa. After Life es sobre todo una reflexión acerca de la vida... en pareja. Sobre si vale la pena amar, cuando sabemos que, tarde o temprano, nos veremos separados del ser amado, por el divorcio, por las infidelidades, o finalmente, por la muerte. Gervais explora todas las variantes de las relaciones de pareja. El ejemplo extremo es el psiquiatra (Paul Kaye), un cerdo que construye una falsa masculinidad utilizando a las mujeres como objetos sexuales, y un buen ejemplo del genio de Gervais: los chistes grotescos de adolescente salido del psiquiatra, le sirven para una reflexión muy profunda sobre la psicología del machista, un tipo cobarde que teme enamorarse y ser rechazado. Que teme acabar tan triste como Tony.

¿CUÁL ES EL MEJOR DRÁCULA?


Cada generación tiene su Drácula, y cada época su forma de entender e interpretar al vampiro ideado por Bram Stoker en 1897. El personaje literario expresa terrores tan primarios como universales, como el miedo a la muerte, a la vejez y a la decadencia física, o la idea, en el fondo cristiana, de que la sangre es la fuente de la vida. Pero sobre esa base, el cine de cada época ha interpretado al conde según los miedos de cada momento. Desde un monstruo que expresa el mal en el cine mudo, pasando por el atractivo exótico de un acento extranjero, hasta el frenesí sexual del rojo intenso de la sangre, que permitió el color. Drácula ha sido una criatura de la noche, un seductor que revoluciona a mujeres encorsetadas por una moral machista, también el símbolo de una aristocracia venida a menos, y hasta el amante inmortal atormentado y eternamente separado del objeto de su deseo. Aquí propongo a los condes clásicos, protagonistas de las adaptaciones más importantes. Empezando por uno que ni siquiera pudo llamarse 'Drácula'; recordando a otro que fue vampirizado por el personaje; o al que más veces se puso los colmillos. Propongo 5 vampiros pero también 5 películas ¿Cuál es la mejor? ¿Y cuál es el mejor conde Drácula?



Nosferatu (1922) es presumiblemente la mejor película que se haya hecho sobre la novela de Bram Stoker, si apelamos a su condición de clásico absoluto del cine. Joya del cine mudo y del expresionismo alemán, la película de F.W. Murnau tiene una narrativa visual mucho más fluida y depurada que la sonora Drácula de Browning. Aunque no consiguió los derechos de la viuda de Stoker -fallecido en 1912- la adaptación es bastante fiel a la peripecia de la novela, explotando su tono de melodrama y de aventura, aunque cambiando el desenlace para darle protagonismo a la heroína femenina, cuya pureza es la que acaba destruyendo al monstruo -idea que recoge la versión de Coppola- y con la ayuda de la luz solar, que a partir de aquí sería letal para cualquier vampiro. El horrendo maquillaje de Max Shreck, se aleja de la idea de Stoker, aunque este no describa en la novela a un conde precisamente atractivo. En lo que no tiene rival Nosferatu es en su capacidad de crear imágenes que son historia del cine: el espanto levantándose de su tumba verticalmente; la sombra del vampiro subiendo las escaleras que le llevarán a su víctima; la silueta de sus garras cerrándose sobre el corazón de Ellen, oprimiéndolo.


Drácula (1931) es teatral en su origen y en sus planteamientos dramáticos: la acción se desarrolla básicamente en interiores, a través de los diálogos de los personajes, sobre todo en la secuencia del castillo del conde y también cuando el vampiro acecha a sus víctimas femeninas en Londres. Tod Browning, buen conocedor del cine de terror -La casa del horror (1927)- autor de un clásico de culto como Freaks (1932), compensa este defecto con movimientos de cámara que pueden parecer impropios de una película en los comienzos del sonoro. Aunque algo tosca, este Drácula tiene todavía el poder del cine mudo, especialmente en las miradas de Bela Lugosi, que marcarán la carrera del actor húngaro, siempre en relativo declive tras el gran éxito de su personaje más famoso. Asociaremos su elegancia y su exótico acento al personaje creado por Bram Stoker, para siempre. Suya es la versión canónica. A favor de la película, todos los recursos de la Universal y su equipo de artistas para crear una estética importada del expresionismo alemán: la dirección artística de Charles D. Hall, los decorados del oscarizado Russell A. Gausman -sin acreditar-, la fotografía del alemán Karl Freund -que firmó la de Metrópolis (1927) y luego dirigió La momia (1932)-. Todo a favor de una historia en la que tenemos una concepción clásica del monstruo, como una amenaza externa, extranjera -el otro- que aparece para poner en peligro el orden establecido -el matrimonio de Mina (Helen Chandler) y John Harker (David Manners)- y que debe ser destruido. Los enemigos de lo transgresor -el sexo y la muerte- son la inocencia de Mina, la fe en el crucifijo, y la ciencia de Van Helsing (Edward Van Sloan). La película evita los detalles más escabrosos de la novela, las alusiones sexuales, la imagen de la sangre, de los colmillos, de estacas clavándose en el pecho del vampiro. Todo lo que pierde en impacto visual, lo gana en sugerencia.


Si en las películas de la Universal no vimos un colmillo ni una gota de sangre, el Drácula (1958) de Hammer Films nos muestra un manchurrón muy rojo sobre el ataúd del vampiro cuando ni siquiera ha empezado la cinta. Si el film de Tod Browning resultaba teatral, Terence Fisher dirige aquí con brío una vertiginosa persecución contrarreloj: el doctor Van Helsing debe evitar que Drácula vuelva a su ataúd antes del amanecer. Si Bela Lugosi era un aristócrata envarado y de movimientos casi robóticos, Christopher Lee es un animal salvaje que se mueve, corre y salta como un felino, los colmillos manchados y los ojos inyectados en sangre. No es menos hábil el doctor Van Helsing, un Peter Cushing con la elegancia y la dignidad de un gentleman, pero capaz de moverse como un espadachín en una película de aventuras. El guión de Jimmy Sangster se mantiene fiel a la novela -más o menos- pero se deja llevar por el espíritu pulp -aquí Harker es directamente un cazador de vampiros y no un agente inmobiliario- por el sensacionalismo del gore y la violencia, y sobre todo convierte los ataques del vampiro en una revolución sexual que libera a las víctimas femeninas -Lucy y Mina- casadas con burgueses, reprimidas de pelo recogido que se sueltan el moño tras el primer mordisco. ¿La mejor adaptación de la novela de Stoker?




Frank Langella es el Drácula de la estupenda película de 1979, dirigida por John Badham. Quizás la menos conocida de las grandes adaptaciones, estamos ante una versión que simplifica la trama en personajes y escenarios -nunca veremos Transilvania- pero en estas decisiones radica la singularidad de la propuesta, que vuelve a tener una adaptación teatral como base. Mina (Jan Francis) y Lucy (Kate Nelligan) intercambian sus roles en la trama, más no sus personalidades. La conservadora Mina es aquí la primera víctima del vampiro, mientras que Lucy, más abierta desde la novela, se convierte en la novia deseada por el vampiro -como en la posterior versión de Gatiss y Moffat para la BBC-. Esto no es gratuito ya que la trama recoge el subtexto de las películas de la Hammer -y asume su estética- y lo hace explícito: aquí Lucy es una feminista adelantada que desea elegir al hombre con el que quiere compartir su vida y este es Drácula, al que podemos considerar un hombre 'de los de antes', va a caballo, mientras Harker (Trevor Eve) es un absoluto pusilánime, que representa al progreso y a las nuevas generaciones, va en coche. Hacer de Lucy la hija del doctor Seward (en la novela este es un joven que la pretende) y que Mina sea la del profesor Van Helsing -estupendo Laurence Olivier- establece un claro choque generacional, siendo este Drácula -como el de Christopher Lee- un elemento transgresor, de revolución (sexual). Aquí también se refleja la atrevida escena de la novela en la que el Conde se hiere el pecho para que su 'prometida' beba de su sangre. Pero si el vampiro de Lee es pura pulsión animal, el de Langella es romántico y seductor -como el de Oldman-, y conseguirá que Lucy lo siga voluntariamente. Ni tan siquiera veremos sus colmillos, aquí las que muerden son ellas. Con una elegante dirección de Badham, presupuesto suficiente para dar espectáculo, efectos especiales realistas para su época y la magnífica música de John Williams, estamos ante el Drácula blockbuster de los 80, en la línea de grandes adaptaciones de la época como King Kong, Superman o Conan el bárbaro.




El guión de James V. Hart para Drácula de Bram Stoker (1992), convierte al conde en un héroe romántico, condenado por una maldición y casi avergonzado de su condición de monstruo. Gary Oldman es el único Drácula capaz de llorar, nada que ver con la alimaña de Nosferatu. Irónicamente, la película de Coppola lleva en el título el nombre de Bram Stoker como dando a entender una fidelidad al original, falsa, pero que se justifica solamente porque es quizás la única película que abarca la novela en toda su extensión. Drácula es convertido en el prólogo en Vlad Tepes -el héroe rumano que se supone inspiró a Stoker, algo que no está comprobado- y se convierte en el típico héroe de Coppola fuera de su época: ‘he cruzado océanos de tiempo’, le dice a Mina (Wynona Rider), en la única encarnación cinematográfica que se enamora verdaderamente del conde. Además de su originalidad argumental, lo más interesante del film es su poderosa imaginería de murciélagos gigantes, peludos hombres lobo y siniestras estampas como la del castillo antropomorfo en Transilvania. Coppola introduce el nacimiento del cinematógrafo en la historia -Drácula fue publicado en 1897 y recordemos que Zoetrope es el nombre de su compañía- y aprovecha para hacer todo tipo de guiños a las sombras chinescas, al cine mudo, y por supuesto a Murnau.