Gaspar Noé es ese director del exceso, de la experiencia límite, de la polémica, que en cada película somete al espectador a una prueba de resistencia. Todo eso está en Vortex, creo yo, pero al mismo tiempo poco tiene que ver esta cinta con títulos como Irreversible (2002) o Clímax (2018). Aquí, Noé renuncia a lo espectacular y a los artefactos narrativos y opta por una narración tan lineal como despiadada. La cámara -más bien, las cámaras- se hacen sentir: Noé divide en dos la pantalla para seguir, de forma agobiante, en largos planos secuencia en tiempo real, todos los movimientos de sus protagonistas, una pareja de ancianos que vive en un pequeño y abarrotado piso de París. Interpreta al padre nada menos que el director italiano Dario Argento, padre del giallo, autor de obras tan notables como Rojo oscuro (1975) y Suspiria (1977). Argento es presentado a sus 81 años como un hombre rodeado de libros, revistas y carteles de viejas películas, que se dedica a escribir un libro sobre el cine y los sueños en una máquina de escribir. A su mujer la interpreta la actriz Françoise Lebrun, que si se hizo inmortal por su capacidad para el monólogo a cámara, aquí Noé la condena al balbuceo propio de la desorientación psíquica de la vejez. Solo hay un par de personajes más en este drama claustrofóbico, el hijo de la pareja, al que da vida Alex Lutz y que tiene sus propios problemas, y su hijo, el nieto de nuestros protagonistas. Y lo que nos muestra Noé es el final de los tiempos. El último tramo de decadencia física y mental, de soledad y de incertidumbre ante un futuro que, en realidad, no existe. Como Amor (2012) de Michael Haneke, que nos enfrentaba al mismo tema -aunque con recursos diferentes-, Vortex es una película notable que no querrás volver a ver. Noé rebaja su espíritu lúdico en cuanto al cine como medio -no renuncia a sus citas y referencias- pero se muestra más maduro y serio que nunca, en una película que invita a la reflexión sobre la decadencia física, sobre cómo acabaremos dejando todo atrás, con inevitables cabos sueltos, proyectos inconclusos. ¿Qué quedará de nosotros y de nuestras posesiones que tanto atesoramos en vida? ¿Qué pasará con nuestros libros, discos y películas? Vortex nos dice que, en realidad, todo eso no importa demasiado.
VORTEX -EL FINAL DE TODO
Gaspar Noé es ese director del exceso, de la experiencia límite, de la polémica, que en cada película somete al espectador a una prueba de resistencia. Todo eso está en Vortex, creo yo, pero al mismo tiempo poco tiene que ver esta cinta con títulos como Irreversible (2002) o Clímax (2018). Aquí, Noé renuncia a lo espectacular y a los artefactos narrativos y opta por una narración tan lineal como despiadada. La cámara -más bien, las cámaras- se hacen sentir: Noé divide en dos la pantalla para seguir, de forma agobiante, en largos planos secuencia en tiempo real, todos los movimientos de sus protagonistas, una pareja de ancianos que vive en un pequeño y abarrotado piso de París. Interpreta al padre nada menos que el director italiano Dario Argento, padre del giallo, autor de obras tan notables como Rojo oscuro (1975) y Suspiria (1977). Argento es presentado a sus 81 años como un hombre rodeado de libros, revistas y carteles de viejas películas, que se dedica a escribir un libro sobre el cine y los sueños en una máquina de escribir. A su mujer la interpreta la actriz Françoise Lebrun, que si se hizo inmortal por su capacidad para el monólogo a cámara, aquí Noé la condena al balbuceo propio de la desorientación psíquica de la vejez. Solo hay un par de personajes más en este drama claustrofóbico, el hijo de la pareja, al que da vida Alex Lutz y que tiene sus propios problemas, y su hijo, el nieto de nuestros protagonistas. Y lo que nos muestra Noé es el final de los tiempos. El último tramo de decadencia física y mental, de soledad y de incertidumbre ante un futuro que, en realidad, no existe. Como Amor (2012) de Michael Haneke, que nos enfrentaba al mismo tema -aunque con recursos diferentes-, Vortex es una película notable que no querrás volver a ver. Noé rebaja su espíritu lúdico en cuanto al cine como medio -no renuncia a sus citas y referencias- pero se muestra más maduro y serio que nunca, en una película que invita a la reflexión sobre la decadencia física, sobre cómo acabaremos dejando todo atrás, con inevitables cabos sueltos, proyectos inconclusos. ¿Qué quedará de nosotros y de nuestras posesiones que tanto atesoramos en vida? ¿Qué pasará con nuestros libros, discos y películas? Vortex nos dice que, en realidad, todo eso no importa demasiado.
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: MAGNETIC BEATS -AMOR Y CINTAS DE CASETE
LA CIUDAD ES NUESTRA -BALTIMORE 20 AÑOS DESPUÉS
En La ciudad es nuestra se parte del retrato de los personajes -los miembros de la unidad especializada y los funcionarios encargados de la investigación- para luego ampliar la mirada y mostrar las relaciones entre ellos y cómo funcionan en un sistema que dos agentes del FBI -Erika Jennsen (Dagmara Dominczyk) y John Sieracki (Don Harvey)- y una joven abogada -Nicole Steele (Wunmi Mosaku)- investigan con creciente sorpresa. Es una de las cosas más interesantes de la serie, el uso que se hace de estos personajes secundarios -que no son héroes, simplemente hacen su trabajo- que funcionan como punto de vista del relato y espejo del espectador que descubre la historia. Estos investigadores externos son también la mirada periodística, que desde fuera penetra en una situación o institución para descubrir cómo funciona realmente. Con el estupor con el que los agentes del FBI o la abogada van recabando testimonios y descubriendo las irregularidades del departamento de policía de Baltimore nos podemos identificar todos. Son las vergüenzas de cualquier trabajo o incluso, de cualquier familia, que nadie quiere que se hagan públicas, llevadas al extremo. Más humano, imposible.
Para terminar, me gustaría destacar cómo el desenlace desdramatiza los hechos que acabamos de ver: con el relato de cómo acaban los personajes de esta miniserie no se acaba el 'problema'. La vida sigue. El departamento de policía de Baltimore continuará funcionando y seguirá teniendo los mismos defectos -y quizás otros nuevos- con diferentes personas ocupando los cargos. Esta desdramatización me llama la atención ya que el gran hallazgo de La ciudad es nuestra es el personaje del sargento Wayne Jenkins, soberbiamente interpretado por Jon Bernthal, caracterizado de forma excesiva y expansiva, con una conducta reprobable pero con un carisma tremendo, que se gana nuestra compasión a pesar de sus múltiples defectos -corrupción, machismo, brutalidad- de los que no parece ser consciente. Un héroe digno de una tragedia griega, protagonizando un drama realista y social basado en hechos reales. Increíble.
ESPÍRITU SAGRADO -TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN
THOR: LOVE AND THUNDER -LA INFANCIA INTERMINABLE
LA ISLA DE BERGMAN -EL SILENCIO DE DIOS
STRANGER THINGS -TEMPORADA 4 -PARTE 2 -¿Y QUÉ MÁS?
Me resulta caprichosa la forma en la que Netflix ha dividido la cuarta temporada de Stranger Things, que se completa con dos episodios, uno de ellos de dos horas y veinte minutos de duración. ¿Por qué hacerlo así? ¿Por qué estrenar estas dos entregas más tarde? ¿Por qué dividir las tres horas y media que restaban en dos capítulos y no en cinco? Poco importa. Lo cierto es que el último tramo de está ficción resulta al mismo tiempo espectacular, divertido y anodino. Recapitulemos. La serie creada por los Hermanos Duffer comenzó como un simpático remedo de la obra de Stephen King, sobre todo de It (1986). De hecho, aunque el villano de esta temporada esté inspirado en el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street (1984), las situaciones que vemos aquí son también muy parecidas a la forma en la que 'Eso' utilizaba los temores de los protagonistas en la novela de King. A esa base argumental se sumaba una multitud de referencias al cine de los años 80, sobre todo a las películas de Steven Spielberg, tanto las dirigidas por el autor de E.T. el extraterrestre (1982), como a las producidas por este -por ejemplo, Gremlins (1984) o Los Goonies (1985)-. Con este planteamiento, Stranger Things era un divertimento sin más ambición que entretener apelando a nuestra nostalgia -y me imagino que despertando la curiosidad en el público más joven por las obras citadas-. Desde la primera temporada, sin embargo, las virtudes de la serie no ocultaban los defectos de un guión caprichoso, deslavazado, sin rigor, que se fue desarrollando en sucesivas entregas no precisamente satisfactorias, que fueron añadiendo personajes y situaciones sin demasiada coherencia. Llegados a la cuarta temporada nos encontramos con la necesidad de los Hermanos Duffer de atar los cabos sueltos. Así, se crea al mencionado nuevo villano, al que deben enfrentarse los numerosos personajes aparecidos durante las tres temporadas anteriores a los que se suman nuevas creaciones para esta cuarta entrega. Una sobrepoblación que ha llevado a dividir la trama en varios frentes distintos, diluyendo el interés y ralentizando el desarrollo argumental. Por suerte, en esta última recta final de dos episodios, la acción se concentra para dirigirse hacia el enfrentamiento final contra Vecna (Jamie Campbel Bower). Esto, por fin, le da un empujón a la historia -que lo estaba necesitando- para llevarnos a un clímax espectacular, aunque predecible y no precisamente sorprendente. Lamentablemente, la serie adolece de graves problemas de ritmo por la inclusión de escenas dramáticas en las que los personajes desnudan sus sentimientos a través de diálogos no precisamente brillantes. Con una puesta en escena estática, estas escenas constituyen parones en la acción, que, además, no resultan coherentes con lo que ocurre en la ficción: ¿Es el fin del mundo un buen momento para decirle a tu crush que soñabas con ser padre de familia numerosa? Este defecto se amplía en un lamentable epílogo, que nos muestra el ansiado reencuentro de los personajes principales, en una concatenación de momentos lacrimógenos que se suponen emocionantes. Entre los personajes secundarios que no nos han importada nada hasta la cuarta temporada y los protagonistas que han desaparecido en estos últimos capítulos, creo que los Hermanos Duffer han sobrestimado el carisma de sus creaciones y se han metido en el pantanoso terreno del melodrama mal ejecutado. Menciono también sus incursiones en un humor fallido y rancio, como los chistes machistas del ruso Yuri (Nikola Djuricko) o las bromas stoner perpetradas por Argyle (Eduardo Franco), por no hablar de la desperdiciada subtrama sobre ser 'popular' y el acoso escolar -el tema principal de la serie- centrada en el personaje de Jason Carver (Mason Dye), cuyo desarrollo y resolución dejan mucho que desear. Añado, finalmente, que encuentro decepcionante el giro final que elimina del planteamiento inicial de la historia el horror cósmico, para centrar el conflicto en la venganza de un adolescente marginado por ser diferente. Decepcionante.