Voy a pasármelo bien es una película necesaria. Y con este término no me refiero a esa acepción algo antipática que se suele usar para ensalzar obras que denuncian alguna problemática social. Soy de la opinión de que necesitamos más películas familiares, que permitan la reunión de padres, hijos y hasta abuelas en las salas de cine. Tenemos las demoledoras películas de superhéroes, las deslumbrantes cintas de animación, y el nuevo cine familiar del siempre taquillero Santiago Segura, pero hacen falta todavía más excusas, y más diversas, para acudir a las salas. Para que nuestros hijos no crezcan pensando que el cine es solo 'eso' que ven en Netflix. Voy a pasármelo bien es la propuesta perfecta: los niños son los protagonistas, pero su historia -de amor- es la memoria de unos personajes adultos -Raúl Arévalo, Dani Rovira, Karla Souza, Jorge Usón y Raúl Jiménez- que todavía no han resuelto sus conflictos -sentimentales-. Dos historias que se entrelazan, en realidad, dos comedias románticas canónicas, para el disfrute de los espectadores de cada edad. Y para unirlo todo, está la música de Hombres G: pueden gustar o no, pero sus canciones marcaron una época y se las sabe -casi- todo el mundo. ¿O no? Temas pegadizos que son el material perfecto para un musical divertido, que dirige con solvencia David Serrano -guionista de El otro lado de la cama (2002)- y en el que -creo yo- se capta perfectamente la esencia del grupo de David Summers: actitud rebelde, supuestamente canalla, que se diluye en inocencia -en venganzas con polvos 'pica pica'- y en letras cargadas de humor. Hay una canción que, para decir 'te quiero', repite una y otra vez, 'te quiero'. ¿Quién necesita metáforas? De esto va Voy a pasármelo bien, otro tema del grupo que no esconde su mensaje y que deviene en el himno perfecto para la España de finales de los años 80 y principios de los 90. Eran tiempos más inocentes y optimistas y ese es el espíritu de la película, que ofrece nostalgia -los diálogos recopilan todas esas frases hoy desfasadas de los 80-, risas, aventuras infantiles y una historia sobre el primer amor que, en realidad, debe ser un poco la de todos. Voy a pasármelo bien tiene dos puntos fuertes: los niños actores están muy bien y la película tiene corazón. El relato del primer amor entre dos adolescentes es tierno y honesto, la amistad entre los chavales emociona y el puntito justo de rebeldía, de no conformarse, redondea los valores de una película que habla directamente a una generación de españoles y que puede provocar un divertido intercambio de anécdotas entre padres e hijos. Estáis avisados: he tenido que esquivar la pregunta sobre si de niño me escapaba yo también del instituto.
VOY A PASÁRMELO BIEN -CINE FAMILIAR
Voy a pasármelo bien es una película necesaria. Y con este término no me refiero a esa acepción algo antipática que se suele usar para ensalzar obras que denuncian alguna problemática social. Soy de la opinión de que necesitamos más películas familiares, que permitan la reunión de padres, hijos y hasta abuelas en las salas de cine. Tenemos las demoledoras películas de superhéroes, las deslumbrantes cintas de animación, y el nuevo cine familiar del siempre taquillero Santiago Segura, pero hacen falta todavía más excusas, y más diversas, para acudir a las salas. Para que nuestros hijos no crezcan pensando que el cine es solo 'eso' que ven en Netflix. Voy a pasármelo bien es la propuesta perfecta: los niños son los protagonistas, pero su historia -de amor- es la memoria de unos personajes adultos -Raúl Arévalo, Dani Rovira, Karla Souza, Jorge Usón y Raúl Jiménez- que todavía no han resuelto sus conflictos -sentimentales-. Dos historias que se entrelazan, en realidad, dos comedias románticas canónicas, para el disfrute de los espectadores de cada edad. Y para unirlo todo, está la música de Hombres G: pueden gustar o no, pero sus canciones marcaron una época y se las sabe -casi- todo el mundo. ¿O no? Temas pegadizos que son el material perfecto para un musical divertido, que dirige con solvencia David Serrano -guionista de El otro lado de la cama (2002)- y en el que -creo yo- se capta perfectamente la esencia del grupo de David Summers: actitud rebelde, supuestamente canalla, que se diluye en inocencia -en venganzas con polvos 'pica pica'- y en letras cargadas de humor. Hay una canción que, para decir 'te quiero', repite una y otra vez, 'te quiero'. ¿Quién necesita metáforas? De esto va Voy a pasármelo bien, otro tema del grupo que no esconde su mensaje y que deviene en el himno perfecto para la España de finales de los años 80 y principios de los 90. Eran tiempos más inocentes y optimistas y ese es el espíritu de la película, que ofrece nostalgia -los diálogos recopilan todas esas frases hoy desfasadas de los 80-, risas, aventuras infantiles y una historia sobre el primer amor que, en realidad, debe ser un poco la de todos. Voy a pasármelo bien tiene dos puntos fuertes: los niños actores están muy bien y la película tiene corazón. El relato del primer amor entre dos adolescentes es tierno y honesto, la amistad entre los chavales emociona y el puntito justo de rebeldía, de no conformarse, redondea los valores de una película que habla directamente a una generación de españoles y que puede provocar un divertido intercambio de anécdotas entre padres e hijos. Estáis avisados: he tenido que esquivar la pregunta sobre si de niño me escapaba yo también del instituto.
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: BRUNO REIDAL -¿ASESINO NATO?
¿Qué es el mal? La película francesa Bruno Reidal: Confesión de un asesino indaga en ello a través de la figura del asesino psicópata, arquetipo recurrente en el cine de terror moderno que permite, además, explorar los rincones más oscuros del alma humana. La historia, basada en hechos reales, nos lleva a comienzos del siglo XX, cuando el protagonista, Bruno (Dimitri Doré) comete el sangriento asesinato de un niño de 12 años. Lo que sigue es la exploración de las posibles razones genéticas, psicológicas o sociales, por las que se comete dicho crimen, a través de la confesión de los hechos frente a un tribunal de investigación. La película, escrita y dirigida por Vincent Le Port, narra la infancia y adolescencia de Bruno -a través de su propia voz- hasta llegar al momento del asesinato. Los impulsos homicidas del joven parecen innatos, pero se mezclan con una historia de maltrato y sobre todo, de una ausencia casi total de amor y cariño familiar. Con la aparición del impulso sexual adolescente, las fuerzas de Eros y Tánatos actúan sobre el alma confundida de Bruno, quien es un simple y pobre campesino, que además recibirá una educación religiosa y crecerá con el rencor hacia sus compañeros seminaristas, todos con más recursos económicos que él. Si a todo esto añadimos una posible homosexualidad reprimida, tenemos en el personaje de Bruno Reidal todos los ingredientes para fabricar un asesino en serie. Será el espectador el que tenga que decidir cuál de estos elementos mencionados ha sido decisivo para empujar al protagonista al crimen, o si se trata de una mezcla de todos, y sobre todo si Bruno tiene alguna posibilidad de redención. La película se desarrolla con interés y rigor, la voz en off de Bruno nos obliga a identificarnos con sus preocupaciones, y Le Port nos cuenta, además, el marco social en el que se desenvuelve Bruno: cómo los que lo juzgan parecen más interesados en cuántas veces se masturbaba el protagonista que en las razones de sus impulsos homicidas; o cómo Bruno cree que el suicidio es un pecado mayor que el asesinato.
PREDATOR: LA PRESA -CAZADORES Y CAZADORAS
La franquicia de Depredador puede ser el mejor ejemplo de la encrucijada -o el callejón sin salida- en la que se encuentra el cine comercial estadounidense, el blockbuster, más allá de los superhéroes de Marvel Studios. El fan quiere revivir las sensaciones experimentadas al ver Depredador, dirigida por John McTiernan, en 1987, y sueña con una secuela que debe ser muy parecida al original, pero al mismo tiempo diferente y fresca. ¿Cómo se consigue eso? Por otro lado, el cazador alienígena al que se enfrentó Arnold Scwharzenegger no es un personaje con suficiente entidad para generar nuevas aventuras por sí mismo: es un monstruo atrapado en la estructura del film original, algo así como una variación del mito de Jasón y los argonautas, en el que los héroes deben enfrentarse al dragón para robar el vellocino de oro. No hace falta decir lo complicado que debe ser crear algo con esa misma estructura que, al mismo tiempo, parezca original. El primer intento de recrear el éxito de esa primera cinta fue cambiar el entorno selvático por el urbano, en Depredador 2 (1990), una secuela discreta que ha ido creciendo en simpatía con los años; mucho más tarde llegaría otra variación como Predators (2010), estupenda secuela que convertía a los humanos en alienígenas en el mundo del Depredador. Por último, El Depredador (2018) apostaba por la aventura fantástica al estilo ochentero, en una mezcla de acción y comedia que no encontró a su público. Mencionemos también la muy pulp Alien vs. Predator (2004) y su secuela en plan slasher juvenil, Alien vs. Predator 2 (2007), cuyos planteamientos son muy diferentes ante la necesidad de enfrentar a los dos monstruos extraterrestres. Ahora, a través de Disney Plus -¿Quién lo hubiera dicho en 1987?- llega Predator: la presa, una secuela que intenta, una vez más, contar lo mismo de forma diferente. Tiene a su favor el que han pasado 35 años desde Depredador, por lo que repetir la jugada se justifica en la búsqueda de un público nuevo. Dirige el interesante Dan Trachtenberg, que debutó con Calle Cloverfield 10 (2016) y que aquí se muestra bastante efectivo. La película juega con la sugerente idea de que los depredadores han visitado la Tierra desde hace siglos y nos sitúa en el siglo XVIII en unos todavía salvajes Estados Unidos habitados por nativos americanos. Si la cinta original de 1987 exudaba testosterona gracias a su musculado reparto de héroes de acción, aquí la protagonista es Naru (Amber Midthunder), una joven que quiere demostrar a su comunidad que es capaz de cazar como los hombres y que se niega a ser una recolectora como su madre. Con este argumento étnico feminista, la película se desarrolla, sin embargo, de forma clónica a Depredador (1987), por lo que no podemos esperar demasiadas sorpresas. Más allá de esto, el guión -firmado por Patrick Aison- se empeña en expresar visualmente la metáfora que encierra la figura del depredador sobre la supervivencia, la ley del más fuerte y la ley de la selva -el papel del ser humano en el orden natural-. Para ello, nos muestra a animales salvajes -creador por ordenador- enfrentándose y comiéndose unos a otros, siguiendo la cadena alimentaria hasta el ser humano, una idea que se quedaba en el subtexto en la cinta original, y que hacerla explícita es un buen testimonio de lo que los autores actuales piensan de los espectadores. Y es que, si no era suficiente con ver a una hormiga comida por un roedor que luego es devorado por una serpiente en una secuencia que parece sacada de El libro de la selva, hacia la mitad de la cinta un personaje nos explica claramente cuáles son las intenciones del Depredador. Por si alguien no se había enterado. A pesar de esto, Predator: La presa, con sus texturas digitales, su carencia de fisicidad y aunque a sus personajes les falta un pelín de carisma, es una secuela estimable, con tono de tebeo o de novela juvenil de aventuras, que nos hace pasar un rato agradable.
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: SOFTIE -INFANCIA ABANDONADA
Aunque casi siempre asociamos la infancia al momento más feliz de nuestras vidas, la vulnerabilidad de los niños los convierte en víctimas fáciles para todo tipo de desgracias. La ficción ha dado buena cuenta de ello con obras tan conocidas como Oliver Twist (1837) de Charles Dickens o Los 400 golpes (1959) de François Truffaut y hasta la reciente The Florida Project (2017) de Sean Baker. En esta línea se inscribe Softie, dirigida por el francés Samuel Theis y merecedora del premio a la mejor película en el Atlàntida Mallorca Film Fest. La película descansa sobre los pequeños hombros del actor Aliocha Reinert, convincente en el papel de Johnny Jung, un niño de 10 años enfrentado al abandono de su padre, a la irresponsabilidad de su madre y a la rebeldía de su hermano mayor. Así, Johnny es un niño que debe cuidar de sí mismo, sin adultos como referentes y que encima debe encargarse de su hermana pequeña. Un niño-adulto que se enfrenta al complicado trance hacia la adolescencia con una dificultad añadida: se ha enamorado de su profesor (Antoine Reinartz). Softie es una película que se ve con el corazón en un puño: el desamparado Johnny se gana nuestra simpatía enseguida y su sensibilidad -que esconde a casi todo el mundo- nos hace temer por lo que le pueda pasar. La cinta de Theis es un retrato social que no carga las tintas en lo melodramático, ni se conforma con personajes 'buenos' o 'malos', sino que nos habla de las dificultades que tiene un niño para escapar de las etiquetas que diferentes grupos sociales le irán colocando: por no tener recursos económicos, por ser el favorito del profesor, por ser buen estudiante o por su orientación sexual. Una película humana y emocionante que habla de la infancia, de las desigualdades, del sistema educativo y hasta de cómo cada vida puede decidirse, para bien o para mal, durante la complicada adolescencia.
MEN -EVA Y LA CAJA DE PANDORA
Las intenciones de la película Men de Alex Garland quedan claras nada más empezar: la protagonista, Harper Marlowe -la siempre estupenda Jessie Buckley- coge una manzana de un árbol y la muerde. Una acción significativa en la que debe ser la película más simbólica de Garland, que, en mi opinión, peca -nunca mejor dicho- de dejar demasiado claro el tema de su film. Harper es una mujer atormentada por la pérdida -tema recurrente en la filmografía de Garland- y la culpa. Su expareja, James (Paapa Essiedu) ya no está por razones que se descubren enseguida en la historia. Para superar el trauma, Harper decide tomarse unas vacaciones alejada de todo, pero enseguida comenzará a sentirse acosada por los hombres que dan título a esta obra. Garland expresa el dolor de Harper y su drama íntimo de forma efectiva, apoyándose en la interpretación de Buckley para luego fabricar secuencias terroríficas que son un catálogo de los miedos femeninos a la violencia machista: el maltrato, volver sola a casa de noche, el no ser tomada en serio cuando dice encontrarse en peligro, etc. No sé si es un spoiler, pero la decisión más importante de la película es que todos esos hombres que atemorizan a Harper tienen el mismo rostro, el del actor Rory Kinnear. Una opción artística que nos sitúa en el terreno de la pesadilla y lo simbólico. Garland recurre al mito -el pagano y el católico- para hablar del miedo de la mujer a ser atacada por un hombre -un miedo muy actual- pero todavía más del miedo del hombre a una mujer fuerte e independiente. Esa mujer que decide por sí misma morder la manzana para acceder al conocimiento o abrir la caja de todos los males, que no acepta ser sumisa y que decide poner fin a una relación tóxica. Garland ya habló de la bíblica Eva en Ex Machina (2014) que se rebelaba a su creador, en una variación femenina del mito de Frankenstein. También recupera aquí Garland esa estupenda visión de la naturaleza como un ente casi inteligente, o que al menos opera con intenciones misteriosas para el ser humano, como ya hizo en Aniquilación (2018). En Men también hay algún instante de horror cósmico: la película está llena de imágenes poderosas, hermosas e inquietantes, y el clímax final es una extraña pesadilla que recuerda al Takashi Miike más retorcido, con momentos de body horror. Sin embargo, se le puede achacar a Men que no tenga una narración más sólida como vehículo de sus temas y que estos sean casi transparentes. Aún así, estamos ante una de las películas imprescindibles del año.
VORTEX -EL FINAL DE TODO
Gaspar Noé es ese director del exceso, de la experiencia límite, de la polémica, que en cada película somete al espectador a una prueba de resistencia. Todo eso está en Vortex, creo yo, pero al mismo tiempo poco tiene que ver esta cinta con títulos como Irreversible (2002) o Clímax (2018). Aquí, Noé renuncia a lo espectacular y a los artefactos narrativos y opta por una narración tan lineal como despiadada. La cámara -más bien, las cámaras- se hacen sentir: Noé divide en dos la pantalla para seguir, de forma agobiante, en largos planos secuencia en tiempo real, todos los movimientos de sus protagonistas, una pareja de ancianos que vive en un pequeño y abarrotado piso de París. Interpreta al padre nada menos que el director italiano Dario Argento, padre del giallo, autor de obras tan notables como Rojo oscuro (1975) y Suspiria (1977). Argento es presentado a sus 81 años como un hombre rodeado de libros, revistas y carteles de viejas películas, que se dedica a escribir un libro sobre el cine y los sueños en una máquina de escribir. A su mujer la interpreta la actriz Françoise Lebrun, que si se hizo inmortal por su capacidad para el monólogo a cámara, aquí Noé la condena al balbuceo propio de la desorientación psíquica de la vejez. Solo hay un par de personajes más en este drama claustrofóbico, el hijo de la pareja, al que da vida Alex Lutz y que tiene sus propios problemas, y su hijo, el nieto de nuestros protagonistas. Y lo que nos muestra Noé es el final de los tiempos. El último tramo de decadencia física y mental, de soledad y de incertidumbre ante un futuro que, en realidad, no existe. Como Amor (2012) de Michael Haneke, que nos enfrentaba al mismo tema -aunque con recursos diferentes-, Vortex es una película notable que no querrás volver a ver. Noé rebaja su espíritu lúdico en cuanto al cine como medio -no renuncia a sus citas y referencias- pero se muestra más maduro y serio que nunca, en una película que invita a la reflexión sobre la decadencia física, sobre cómo acabaremos dejando todo atrás, con inevitables cabos sueltos, proyectos inconclusos. ¿Qué quedará de nosotros y de nuestras posesiones que tanto atesoramos en vida? ¿Qué pasará con nuestros libros, discos y películas? Vortex nos dice que, en realidad, todo eso no importa demasiado.
ATLÀNTIDA MALLORCA FILM FEST: MAGNETIC BEATS -AMOR Y CINTAS DE CASETE
Las historias sobre el paso de la juventud a la madurez suelen ser irresistiblemente atractivas. Mejores o peores, inevitablemente nos sentimos identificados porque, al fin y al cabo, todos hemos vivido esas experiencias -o, si tienes la suerte de ser joven, estarás deseando vivirlas-. El primer amor, el difícil trance de cortar el cordón umbilical que nos une a la familia -padres, hermanos- y el descubrir a los que serán nuestros amigos de toda la vida son la materia de Magnetic Beats, primer largometraje dirigido por el actor francés Vincent Maël Cardona. Ambientada en los años 80 en Bretaña, el protagonista es el solitario, retraído y silencioso Phillipe (Thimotée Robart) que se enfrenta a todas esas cosas que he mencionado antes y, además, al servicio militar. La película tiene cierta vitalidad y se apoya en imágenes que buscan ser sensoriales antes que narrativas, que quieren transmitir un estado de ánimo, la idea -nostálgica- de una época de cambios -¿No lo son todas?- y en la que la tecnología analógica adquiere protagonismo ya que Phillipe y su hermano tienen su propio programa de radio, una idea estupenda que, en realidad, tiene menos desarrollo del que me habría gustado. Cardona prefiere seguir los pasos vitales de Phillipe al ritmo de temas de Joy Division o Iggy Pop, pero acaba cayendo -creo yo- en clichés repetidos en decenas de películas similares -esa escena en la Phillipe baila con un walkman- por no hablar del manido recurso de la narración mediante una voz en off que me parece demasiado explicativa. Hay sin embargo, momentos que creo que valen la pena: la emoción de ese padre, de los de antes, al ver a su hijo marcharse, y que no se atreve a expresar sus sentimientos; la voz grabada de forma secreta en una cinta para confesar un amor prohibido. Pero quizás a Magnetic Beats abarca demasiadas situaciones: la relación del protagonista con su hermano, su capacidad para expresarse con la música creando sonidos, o su experiencia en el servicio militar. El argumento pasa de una cosa a la otra sin conseguir que cada episodio sea suficientemente significativo, lo que acaba lastrando el conjunto.
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