Spider-Man: Homecoming tiene la fórmula del éxito: comedia adolescente, épicas escenas de acción entre superhéroes y la dosis justa de drama para que podamos identificarnos con la historia. Si a esto le añadimos el uso del Blitzkrieg Bop de los Ramones como himno, estamos ante el blockbuster más ligero y divertido en mucho, mucho tiempo. Esta nueva versión cinematográfica del héroe arácnido eleva la dosis de humor, le da prioridad a los ambientes estudiantiles y rebaja el peso dramático al mínimo: no vemos morir al tío Ben, ni escuchamos la consabida máxima de un "gran poder conlleva una gran responsabilidad". Aunque hay ecos de esta idea, que siempre ha sido el núcleo dramático del personaje, no se nos cuenta la génesis del héroe: esto es una continuación directa de lo ocurrido en Capitán America: Civil War (2016), un nuevo episodio que demuestra que el Universo Marvel Cinematográfico funciona como una serie de televisión (o de cómics) antes que como obras individuales. Estamos ante un amanecer optimista de las aventuras del trepamuros. Tom Holland -el niño de Lo imposible (2012)- es un Peter Parker inocente, entusiasta, inmaduro y adorable. Spider-Man es un superhéroe en prácticas como lo fue El gran héroe americano (1981-1983) con un mentor inmejorable: Tony Stark/Iron Man, interpretado por un Robert Downey Jr. que tira de carisma sin hacer ningún esfuerzo. El reparto de secundarios es el más joven visto nunca en una de Spider-Man, empezando por una tía May, a la que diera vida Sally Field, que ahora es una mujer joven y atractiva como Marisa Tomei. Los compañeros de Peter Parker se han diversificado para reflejar la realidad multirracial de Estados Unidos y también son niños. Y es que esto es prácticamente una película de los 80: un chaval inseguro -un nerd- sin figura paterna, al que le ocurre algo extraordinario que le cambia la vida. Incluso tiene el típico mejor amigo -con algo de sobrepeso- que comparte su secreto, Ned (Jacob Batalon). Como tiene que ser en una historia de Spider-Man, los superpoderes serán un problema más que una ventaja. Los supervillanos que entorpecen la vida personal del protagonista son para mí uno de los grandes aciertos. El talón de Aquiles de las películas Marvel suele ser el antagonista, de poca entidad debido a la gran cantidad de tiempo que se le dedica al héroe. Aquí, en lugar de luchar contra esta tendencia, se hace virtud de ella: el Buitre y sus secuaces aparecen lo justo. Sus motivaciones son tan sencillas como efectivas, dejando todo el peso de la caracterización en estupendos actores como Bokeem Woodbine -visto en la serie Fargo- o Michael Mando -visto en Better Call Saul- y por supuesto, como el casi oscarizado Michael Keaton -está fantástico en el reducido tiempo que tiene-. El Buitre representa la brecha generacional: el principal conflicto de Peter Parker es convertirse en adulto y el de Spider-Man el de ser un superhéroe -y acceder a Los Vengadores-. Hay un giro de culebrón fantástico que une estas dos situaciones, pero, además, el guión se las arregla para inyectar un subtexto sobre la lucha de clases. El Buitre y Spider-Man son personajes de clase obrera contrapuestos al lujo de Iron Man y el Capitán América. Tiene Homecoming un doble significado: por un lado se refiere al baile de fin de curso estudiantil que viene a ser el clímax de la historia adolescente. Pero también podemos interpretarlo como el regreso a casa del superhéroe a los estudios dirigidos por la editorial en la que fue creado y que, desde luego, tienen las ideas muy claras sobre cómo debe ser representado. Lo dicho: la fórmula del éxito.
Nos ha sorprendido la segunda temporada de Master of None con un salto de calidad que, si bien se podía intuir tras una estupenda primera entrega, resulta una de las propuestas más estimulantes y originales del panorama actual de un género tan estadounidense como la sitcom. Empezando por The Thief y Le Nozze, los dos primeros episodios situados en Italia, destierro sentimental del protagonista tras su ruptura con Rachel (Noël Wells). Una situación que le acarrea al protagonista, Dev -interpretado por el cómico Azis Ansari, autor, guionista y director- comparaciones con Diane Lane en Bajo el sol de la Toscana (2003), evidenciando la tendencia de Master of None hacia la comedia romántica, sin dejar de ser el vehículo de un cómico con un estilo muy personal. En este breve díptico italiano hay una deliciosa utilización de las diferencias culturales y del idioma (siempre desde un punto de vista estadounidense), pero hay que destacar sobre todo el hermoso homenaje -¡en blanco y negro!- al clásico Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948), con una idea muy afortunada: un teléfono móvil robado sustituye a la bicicleta, medio de vida del protagonista en el film neorrealista. Aquí el smartphone es el McGuffin, tan vital como la mencionada bicicleta, por ser enlace imprescindible con lo que nos rodea, por las fotos almacenadas que son nuestra memoria reciente y por los vínculos que nos permiten relacionarnos con amigos y con el ser amado/deseado. De vuelta en Nueva York, Religion es una divertida reflexión sobre lo religioso, llevado a lo mundano -comer cerdo, beber alcohol- y con el atrevimiento -en los tiempos de Trump- de hablar de lo musulmán. First Date versa sobre el amor en los tiempos de aplicaciones como Tinder, con un giro ingenioso al entremezclar varias citas románticas, con sus respectivas diferencias, en una sola trama para agruparlas y comentarlas todas en un episodio que toca un tema también abordado en Love de Judd Apatow.
The dinner party incide también en el tono romántico para contarnos una nostálgica historia sobre los caminos no tomados, sobre la amistad que pudo convertirse en algo más, a la vez que desarrolla una trama más funcional acerca del progreso profesional del protagonista. New York, I Love You es una maravilla, con un título que recuerda a Woody Allen -a pesar de ser el de una película de episodios de 2008- y aunque creo que su inspiración es más bien la magistral Seinfeld (1989-1998) -hay una referencia directa en el episodio- por su entrelazado de historias. Lo mejor es su retrato humanista de los invisibles de la gran manzana, inmigrantes que se dedican a ser porteros de edificios o taxistas. Sin olvidar el fantástico segmento sobre una chica sordomuda, en el que ha sido eliminada la pista de sonido. Algo decepcionante, sin embargo, resulta Door #3, por el predominio de una trama meramente funcional en el argumento general de la temporada -Dev debe decidir su futuro profesional-. El gag con el mago fracasado (Cedric the Entertainer) es flojo y predecible y la subtrama sobre el padre de Brian (Kelvin Yu), Peter (Clem Cheung), es graciosa pero quizás de relleno, aunque el personaje se enfrente a un dilema asimilable al de Dev: debe decidir su futuro sentimental. Thanksgiving tiene una idea muy afortunada, la de contar la historia de una familia, la de Denise (Lena Waithe), a través de las reuniones anuales de acción de gracias. Con el acento puesto en la lucha por la igualdad racial, sexual y de género -Denise es mujer, afroamericana y lesbiana- es digno de alabanza cómo llegamos a conocer a esta familia en apenas 34 minutos. Esta duración se extiende en la siguiente entrega hasta los 75 minutos, en Amarsi Un Po, otro homenaje al cine italiano con cita incluida a La aventura (Michelangelo Antonioni, 1960). Hay que destacar el romanticismo de las situaciones -preciosa la visita al museo al aire libre, el Storm King Art Center- y cómo se lleva al límite de lo soportable la tensión sexual entre Dev y Francesca, una adorable Alessandra Mastronardi. El final de la temporada, Buona Notte, cierra la trama sobre el ascenso profesional de Dev, cayendo, quizás, en el estereotipo del macho italiano (Bobby Cannavale). Pero el capítulo vuelve a brillar cuando nos cuenta el clímax de la historia romántica. Para mí, el principal valor de la historia de amor que proponen Aziz Ansari y Alan Yang es su punto de vista masculino -poco habitual en la comedia romántica- muy de agradecer ya que a veces parece que la ficción no está interesada en reflejar que los hombres también podemos ser sensibles. En este sentido me gustaría resaltar la sensación de verdad que transmite la relación entre Dev y Francesca: los sentimientos y las inseguridades que vemos en los personajes tienen el peso de lo vivido. Para mí, la función más importante de la ficción es consolarnos, al mostrarnos situaciones con las que podamos identificarnos.

No me cabe duda de que Midnight Special acabará siendo una película "menor" en la filmografía de Jeff Nichols. Tras pisar fuerte con films que han sido nominados al Oscar como Mud (2012) y consagrarse con la soberbia Loving (2016), es probable, pero sería una pena, que Nichols deje de lado la vertiente sci-fi de películas como esta que nos ocupa, o Take Shelter (2011). Si en aquella no descubríamos hasta el final si el Apocalipsis estaba solo en la cabeza de su protagonista, Curtis -interpretado por su actor fetiche Michael Shannon-, aquí aparecen elementos fantásticos desde el principio, que nos sitúan rápidamente en el género de la ciencia ficción. Tiene Midnight Special una textura muy específica, como la de los tebeos de los ochenta que lee el extraño niño con gafas de natación, que es el personaje principal de la historia. Hay también un ritmo de road movie, por esa huida hacia lo desconocido que emprenden los protagonistas, sorteando todo tipo de obstáculos. Los referentes están claros, sobre todo me parece que John Carpenter está muy presente por su Starman (1984), sin olvidar al primer Steven Spielberg, el más experimental de Encuentros en la tercera fase (1977), aunque también el humanista de E.T., El extraterrestre (1982). Pero no he podido evitar pensar en clásicos como Scanners (David Cronenberg, 1981) y sobre todo en El hombre con rayos X en los ojos (1963) de Roger Corman. Todo esto insertado en las carreteras de esa América profunda que ha marcado la filmografía de Nichols -nacido en Arkansas- gran cultivador del género Americana. El director y guionista recupera la temática religiosa -el culto que lidera Sam Shepard-, el referido advenimiento del Apocalipsis, y lo mezcla todo sin explicar nada, manteniendo acertadamente el misterio hasta el final, como debe ser. Nichols nos permite imaginar lo que ha ocurrido realmente. El plano final de Michael Shannon confirma esa incertidumbre, esa procesión que va por dentro de un hombre, de un padre. Precisamente, creo que la película se habría beneficiado, y mucho, desarrollando más la relación entre padre e hijo, que parecía tener un mayor potencial.
Me ha resultado imposible no pensar en George A. Romero, padre del género zombie, fallecido el 16 de julio de 2017, durante el visionado de Llega de noche. ¿No es este segundo largometraje del director y guionista Trey Edward Shults una versión actualizada y depurada de la seminal La noche de los muertos vivientes (1968)? En mi opinión estamos ante una de zombis, pero sin muertos vivientes. Con elementos de terror -los sueños del joven Travis (Kelvin Harrison Jr.)- pero predominando el género de la supervivencia postapocalíptica, en la línea de Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y Calle Cloverfield 10 (Dan Trachtenberg, 2016). Los protagonistas, una pequeña familia, se han encerrado en su casa, parapetados y temerosos ante la visita de cualquier extraño. No es un zombi el que puede aparecer, sino infectados -mucho más reales que los de 28 días después (Danny Boyle, 2003)- o, peor, otros supervivientes de un cataclismo mundial que solo intuimos. Shults -nacido en Houston, Texas- prefiere jugar con conflictos humanos, con la desconfianza en el otro, lo que parece una radiografía del clima actual de su país. La lectura política de esta película es sin duda lo más interesante. Si la de Romero se atrevió a proponer un protagonista afroamericano -Duane Jones- en los años sesenta, aquí tenemos una pareja interracial, formada por la actriz Carmen Ejogo -Selma (2014)- y Joel Edgerton, una decisión de casting interesante tras su rol en la magnífica Loving (2016). Si bien el argumento, que pone a prueba la solidaridad humana en una situación extrema, ha sido explorado ya, con más o menos fortuna, en la serie The Walking Dead, aquí lo más sugerente es la pertenencia de los personajes enfrentados a clases sociales distintas: unos son progresistas y pertenecen a la élite intelectual; los otros son de raza blanca, clase obrera, y quizás, votantes de Trump. El mayor valor del film es su apuesta por sugerir, antes que mostrar, decisión motivada por su reducido presupuesto, seguramente, pero que llevada hasta sus últimas consecuencias ofrece un final abierto a interesantes interpretaciones.
Dunkerque solo se puede calificar como un gran logro cinematográfico. Un prodigio técnico que nos hace vivir un evento histórico de cualidades épicas. Christopher Nolan -ya sabéis, autor de El caballero oscuro (2008)- utiliza una pantalla enorme -ha rodado en 70 mm- sobre la que ordena los elementos de su film en composiciones simétricas de líneas de fuga perfectas. Imposible no pensar en el storyboard de Eisenstein para Alexander Nevsky (1938) cuando vemos la multitud de soldados uniformados con sus cascos verdes, agrupados en la playa o alineados en el muelle que se levanta horizontal sobre un mar que se confunde con el cielo; los barcos gigantescos que se mueven pesadamente entre las olas; los nerviosos aeroplanos que surcan un azul muy limpio. Las imágenes que fabrica Nolan son magníficas y encima se mueven, introduciéndonos en los hechos narrados, la evacuación de más de 300.000 soldados británicos de Francia, antes de que sea invadida por los nazis. Nolan parte de la secuencia en primera persona del desembarco de Normandía de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998) y la extiende durante toda la película: nos hace sentir que una bala nos puede alcanzar en cualquier momento, nos mete a codazos entre los soldados desesperados por escapar, nos introduce en la cabina de un caza Spitfire y nos sumerge bajo el agua para que sintamos que el oxígeno se nos escapa. El realismo es apabullante: aquí no parece haber cromas ni efectos digitales. Todo tiene la presencia física de lo real -se habla de excesos como estrellar un auténtico avión de la Segunda Guerra Mundial-. Todo esto contribuye a que, como experiencia en una sala de cine, Dunkerque sea simplemente perfecta.
Otra cosa es que podamos pedirle a Nolan un discurso relevante como autor cinematográfico que se atreve con un tema universal como la guerra. Su film consigue emocionar utilizando solo las imágenes -casi no hay diálogos- y la música -crispada, enervante, del habitual Hans Zimmer que acompaña y potencia-. La propuesta es casi abstracta porque el hecho histórico tiene una escala tan enorme, que visualmente adquiere una textura onírica. A esto contribuye que nunca veamos a los enemigos, unos nazis ausentes que solo se hacen sentir por el efecto de los disparos que impactan de improviso, o de las bombas anónimas que estallan al caer desde el aire. Nolan consigue emocionar casi sin personajes, sin recurrir a héroes o víctimas individuales, aunque tenga que echar mano de un inflamado discurso final. Precisamente, las imperfecciones de su película aparecen cuando no le queda más remedio que apoyarse en la muleta de la palabra -algo que Stanley Kubrick no necesitó en la obra maestra 2001: Una odisea del espacio (1968)-. Esta obra cojea cuando la cámara se detiene en los rostros de sus grandes estrellas para recitar diálogos tremendamente explicativos o cuando la función de los personajes no parece clara. Los protagonistas de Dunkerque están dibujados con poquísimos trazos. Caras poco conocidas -Fionn Whitehead, Damien Bonnard- apoyadas en actores muy famosos en papeles reducidos: Kenneth Branagh, James D'Arcy y un Tom Hardy siempre enmascarado, como piloto de la RAF -ya se lo hizo Nolan cuando le convirtió en el malvado Bane en El caballero oscuro: la leyenda renace (2012)-. Solo el personaje de Mark Rylance tiene algo más de desarrollo y sobre él recae casi toda la humanidad del film y su principal mensaje de solidaridad humana. Se dice que toda película es el documental de su propio rodaje y eso parece cierto en Dunkerque. Es fácil imaginar a Nolan, con un megáfono, ordenando sobre una playa infinita a cientos de figurantes, con la sonrisa de un niño que juega con el tren eléctrico más caro del mundo. Con esta película Nolan se postula como un "súper director", capaz de hacer lo que le da la gana y aún así con el poder de convocar grandes masas de espectadores. Los estudios de Warner Bros. parecen tener una relación especial con él, como la tuvieron antes con Stanley Kubrick. No sé si podemos esperar grandes películas de Christopher Nolan, pero desde luego, sí que veremos películas grandes.
Tras ver A 47 metros -película sobre dos chicas (una es Mandy Moore) atrapadas en una jaula rodeada de tiburones- he tenido la sensación de que cierto tipo de cine está condenado a extinguirse. Con este comentario no me refiero a la calidad del film del británico Johannes Roberts. Su thriller sobre escualos funciona con una eficacia tan admirable como su falta de pretensiones. Estamos ante una película que solo pretende entretener -no digo esto de forma peyorativa- contando una historia de manera económica y concisa. El film consigue crear tensión, angustia y claustrofobia poniendo a sus protagonistas en una situación de peligro constante. Los personajes están desarrollados mínimamente para que nos preocupen. Destaca sobre todo la fotografía, muy trabajada y preciosista que nos muestra playas mexicanas idílicas de arena blanca -el esquema argumental responde al patrón de turistas estadounidenses que se meten donde no deben- y las profundidades de un mar verde que esconde a los depredadores hambrientos. Steven Spielberg en Tiburón (1975) -referente obvio y necesario- se vio obligado a inquietarnos con lo que no vemos bajo la superficie: no podía rodar escenas submarinas, el tiburón mecánico no funcionaba demasiado bien, por lo que acabó sugiriendo más que mostrando -apoyándose en la música de un genio como John Williams- y quizás eso favoreció una película que hoy es un clásico. En este film, Roberts ha tenido los recursos del cine digital y un enorme tanque, con una capacidad de millones de galones de agua -situado en República Dominicana- para rodar. Así, el director es capaz de convertir el fondo marino en el espacio hostil en el que deben moverse sus protagonistas. Sus tiburones digitales pueden aparecer en cualquier momento con una verosimilitud apabullante, por lo que Roberts se sirve de un truco clásico en las películas de terror: el asesino se esconde "fuera de campo" y aparece de improviso, sorprendiendo a la protagonista y al espectador. Utilizando este mecanismo tan sencillo, A 47 metros resulta muy eficaz. Obviando la inexplicable utilización de un intérprete como Mathew Modine -La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987)- en un papel menor, y sin hablar de la curiosidad de la presencia de un actor de origen colombiano llamado Santiago Segura, vuelvo a mi planteamiento inicial para preguntarme por el papel de películas como esta en el panorama cinematográfico actual. Lo digo porque pareciera que solo vamos al cine para asistir a grandes acontecimientos: franquicias apoyadas en aparatosas campañas publicitarias; falsos filmes de calidad galardonados con Oscars o Globos de Oro; y en menor medida, obras independientes, de autor, que solo son vistas por un reducido público cinéfilo. ¿Dónde quedan entonces trabajos como el que nos ocupa? A 47 metros pertenece a una "serie B" que ha dejado de proyectarse en las pantallas de cine y cuyo hábitat natural es el direct-to-video sustituido hoy por el video bajo demanda. Una pena, porque está planteada y resulta efectiva sobre una pantalla de cine. Películas así se ven obligadas a sobrevivir en refugios naturales como los festivales de cine de género. Pero el éxito sorpresa de A 47 metros en las taquillas estadounidenses tras su estreno en salas, hace pensar que, quizás, muchos echan de menos esta especie en peligro de extinción.

Como espectadores occidentales, una de las mayores virtudes del cine de Asghar Farhadi es su capacidad de transportarnos a otras coordenadas culturales, políticas, religiosas y sociales, mostrándonos con gran realismo los pormenores de la vida cotidiana en la sociedad actual iraní. En El viajante, ganadora de un Oscar a la mejor película extranjera, el autor de Nader y Simin, una separación (2011), narra la historia de una pareja que, tras abandonar su hogar por peligro de derrumbe, se enfrenta a una situación traumática: ella, Rana (Taraneh Alidoosti) sufre la irrupción de un desconocido en su nuevo domicilio, mientras se ducha. Este incidente es el desencadenante de la historia, aunque no quede del todo claro su naturaleza exacta. No sabemos si ha habido una agresión como tal, pero sí que Rana se siente humillada como mujer. Su marido, Emad (Shahab Hosseini), comienza entonces la búsqueda del culpable para restituir el honor de su esposa. Si bien el alcance de este conflicto resulta difícil de valorar, debido a las diferencias culturales entre Irán y Occidente, el film establece un interesante juego de espejos para expresar dicha problemática. Se plantean así situaciones argumentales que luego se reflejan en otras, aportando nuevas lecturas y significados. Propongo aquí un análisis de estos reflejos que, aviso, podría contener spoilers. Farhadi establece varios paralelismos en su película, a veces tan sencillos como la repetición de una situación. Empecemos con una imagen, muy afortunada, que vemos al principio y al final de la película: primero, las luces que se encienden en el escenario donde se llevará a cabo la obra teatral en la que participan los protagonistas -Muerte de un viajante de Arthur Miller- y segundo, las que se apagan en el piso en ruinas de Emad y Rana, convertido en decorado de una representación diferente, la de la trampa que tiende Emad para consumar su venganza contra el hombre que humilló a su mujer. Otra acción, curiosa, que también se repite, es cuando Emad, en el inicio del film, carga sobre sus hombros a un joven (sin peso en la historia) con aparentes problemas psíquicos, evacuándolo del edificio a punto de derrumbarse; acción que se repetirá al final de la trama, de forma similar, cuando el culpable de la afrenta que provoca el conflicto es llevado también en hombros, por las escaleras del mismo inmueble, ahora abandonado. ¿Quiere decirnos Farhadi que ambos personajes están igualmente desvalidos? Las escenas-espejo en El viajante reflejan sobre todo actos morales. Farhadi crea pequeñas situaciones cotidianas, sin conexión directa con la trama principal, que parecen campos de prueba para los temas verdaderamente importantes del argumento. Así, la reprimenda de Emad, como profesor, a un muchacho que le ha grabado con su móvil para burlarse, anticipa la venganza contra el culpable de la afrenta sufrida por su mujer. En ambos casos, la aplicación de la justicia es excesiva, incómoda. Hay también una idéntica invasión de la intimidad: el alumno teme que su profesor mire fotos privadas en su teléfono; Emad investiga la vida del sospechoso de haber atacado a su mujer. Farhadi nos dice también que la realidad acaba eclipsando a la ficción: la agresión de Rana la afecta de tal manera que le impiden seguir con la representación teatral; Emad se salta el texto de Miller para insultar y enfrentarse al que considera culpable de sus males, su compañero de la compañía de teatro e improvisado casero, Babak (Babak Karimi). Por otro lado, la explicación cultural de la gravedad de la afrenta que sufre Rana -un hombre desconocido irrumpe en su baño- no se expresa directamente, pero Farhadi busca una equivalencia en la representación teatral. En la obra de Miller, debe aparecer en escena, semidesnuda, la amante del protagonista, pero la actriz que la interpreta no solo no se quita la ropa, sino que lleva incluso un abrigo, lo que despierta las burlas de uno de los actores y provoca el abandono, al sentirse humillada, de la mujer. Ilustra así Farhadi el tabú cultural con respecto al desnudo (femenino) en su país, lo que nos permite entender mejor el sentir de Rana. En el mismo sentido, ella teme quedarse sola e incluso desconfía de su propio marido, lo que se corresponde con un episodio protagonizado por Emad, en el que una mujer con la que comparte taxi pide cambiarse de asiento por miedo a que este se propase. Actitud que el propio Emad disculpa al explicarle a su alumno que un hombre se portó mal con esa mujer, y por eso ahora desconfía de todos. Esto parece expresar también la idea de una culpa, un pecado original, una desconfianza cultural, que persigue a todos por igual: la mujer del taxi desconfía de Emad por culpa de otro hombre; la reputación "libertina" de la inquilina anterior del nuevo piso provoca la irrupción del desconocido que asalta a Rana. Farhadi parece hablarnos de un conflicto arraigado en la sociedad iraní, que desestabiliza la vida de los protagonistas sin que puedan escapar de él, como las grietas del edificio en el que viven revelan un defecto estructural que no tiene remedio.