NO ESPERES DEMASIADO DEL FIN DEL MUNDO -EL ESTADO DE LAS COSAS


Ángela (Ilinca Manolache) conduce sin parar por las calles de Bucarest en No esperes demasiado del fin del mundo (2023) de Radu Jude. Se trata de una ayudante de producción que busca testimonios para una empresa de publicidad que está realizando un anuncio sobre seguridad laboral. Mientras brega contra el tráfico infernal, Ángela se queja de sus condiciones laborales, insulta a todo el mundo y escucha música hip hop. Cuando hay una pequeña pausa en su apretado itinerario, aprovecha para convertirse en un macarra malhablado, gracias a un filtro de Instagram, y cuelga vídeos satíricos en sus redes sociales. Rubia teñida, los brazos repletos de tatuajes, Ángela mastica chicle y hace pompas que revienta sin cesar mientras se esfuerza por subsistir y resistir. El director Radu Jude nos la muestra en blanco y negro, en formato digital de baja calidad, con mucho grano: son imágenes que marcan el nerviosismo y la inmediatez del día a día en Rumanía. Un país que parece caótico, en construcción, pero incrustado en Europa: el politono del móvil de Ángela es la novena sinfonía de Beethoven, un himno de la alegría que acaba convertido en melodía de acoso, porque las llamadas son siempre laborales. Jude intercala con estas imágenes realistas las escenas de una vieja película rumana de los años 80, Angela merge mai departe (1982), protagonizada por Corina Lazar -no quiero estropear la sorpresa relacionada con esta actriz- que interpreta a una taxista que recorre las calles de Bucarest sobreviviendo -pero también buscando el amor- y enfrentándose al machismo y a la discriminación en tono de comedia dramática. Esas escenas permiten a Jude experimentar con la imagen fílmica, ralentizando y congelando el cuadro en varios momentos. De forma expansiva, sin un hilo narrativo convencional, se van sucediendo escenas de la vida diaria de Ángela: la veremos con su amante, en una reunión con el equipo creativo publicitario, recogiendo a una ejecutiva de marketing en el aeropuerto (Nina Hoss), o presenciando el rodaje de una película del director alemán -de cine de explotación- Uwe Boll. Con estos elementos, Jude va componiendo un fresco sobre Rumanía, sobre las desigualdades entre su país y Europa, sobre temas filosóficos -la ejecutiva de marketing ¡desciende de Goethe!-, o incluso sobre el cine -los ridículos comentarios cinéfilos del director del spot- y su relación con la realidad y con la ficción. Mencionemos, por ejemplo, una escena sobrecogedora: cuando Ángela habla de una carretera en la que se han producido más de 600 muertes, Jude inserta un minuto de silencio mostrándonos -a color- una serie de cruces colocadas a lo largo de la vía en memoria de los fallecidos. Finalmente, la película consigue concretar la convulsa realidad rumana -y europea- a través de un plano secuencia que nos muestra la grabación del anuncio sobre la seguridad laboral protagonizado por la víctima de un accidente de trabajo, poniendo delante del objetivo todas las contradicciones del asunto, ya que los directivos quieren utilizar el relato del afectado, pero no quieren que este revele las verdaderas condiciones en las que trabaja, para no perjudicar la imagen de la empresa. Jude, de una forma eficaz, y sirviéndose del humor, nos coloca frente a injusticias y abusos de poder con los que convivimos diariamente y nos dice sin tapujos que no somos capaces de hacer nada al respecto.

DE NATURALEZA VIOLENTA -UNA CUESTIÓN DE PERSPECTIVA


El terror cinematográfico fue primero algo externo, un monstruo que venía de fuera, como Drácula, la criatura de Frankenstein, o la momia. Pero con la figura del psicópata todo cambió: el terror podía ser también un tipo de aspecto corriente capaz de atacarnos en nuestro propio barrio, en nuestras casas, cuando somos más vulnerables. Incluso en la ducha. La idea más inquietante de
Psicosis (1960) es que Alfred Hitchcock mata a la protagonista a los cuarenta y tantos minutos de metraje y nos obliga a identificarnos con un tipo raro, Norman Bates (Anthony Perkins), quien, como sabéis, acaba siendo el asesino de la película. El espectador descubría que había estado apoyando emocionalmente a un psicópata, preocupándose por él, deseando que fuera capaz de ocultar las pruebas que incriminaban a su madre. La idea de adoptar el punto de vista de un asesino, sin embargo, ya estaba en otra magnífica película de terror de ese mismo año, El fotógrafo del pánico (1960) en la que la que el espectador puede ver lo que capta la cámara de cine del homicida. Casi dós décadas más tarde, John Carpenter abría la película que inaugura el slasher desde un punto de vista subjetivo, el de Michael Myers, quien nos es presentado siendo un niño y cuando comete su primer asesinato en La noche de Halloween (1978). La gran imitadora de esa película es sin duda Viernes 13 (1980) que comienza, de hecho, fijándose en el argumento de Psicosis, pero invirtiendo a los personajes: no es Jason Voorhees el verdadero asesino, sino su madre (Betsy Palmer). Hay que decir que esos primeros asesinos psicópatas acabaron convertidos en monstruos como Drácula o el Hombre Lobo, seres sobrenaturales que volvían a la vida una y otra vez en infinitas secuelas. El slasher como subgénero del terror fue explotado hasta perecer de forma natural. Hoy, sigue vivo, aunque solo aparece de vez en cuando en las carteleras. El caso que nos ocupa, De naturaleza violenta (2024), del canadiense Chris Nash, es tremendamente interesante porque propone una perspectiva diferente sobre este tipo de películas. Básicamente, la cinta adopta mayoritariamente el punto de vista del monstruo asesino, inspirado claramente en Jason Voorhees, un zombie que regresa a la vida para volver a matar. Así, en lugar de seguir lo que hacen y dicen los típicos personajes adolescentes que se convertiránm en víctimas de muertes horribles, lo vemos todo desde la nuca del monstruo, desde fuera. Esto es interesante porque convierte un slasher en cine de autor, en una cinta con la progresión del llamado slow cinema, en la que predominan los tiempos muertos, cuya planificación crea una distancia en el espectador con respecto a la acción. Vemos a los personajes al fondo del encuadre, escuchamos sus -estúpidas- conversaciones adolescentes en off, o seguimos al monstruo caminando por el bosque, sin rumbo conocido, como si fuéramos testigos de un videojuego de exploración en el que no podemos participar. Lo más divertido de De naturaleza violenta es reconocer esa típica película de terror que se está desarrollando de fondo, que identificarán perfectamente los fans de este tipo de cintas. Este experimento podría dejar fuera a los que vayan buscando un slasher al uso, pero para ellos hay una serie de muertes crueles, violentas, imaginativas y gore. Mencionemos además, el homenaje de incluir en el reparto a Lauren-Marie Taylor, actriz que aparecía en Viernes 13: Parte 2 (1981) y que aquí hace un papel estupendo. 
El experimento de Nash, entre la reflexión genérica y el homenaje, funciona y cobra sentido sobre todo en su tramo final, precisamente cuando la cámara abandona el punto de vista del asesino para centrarse en la Final Girl. Si bien creo que hasta ese momento no hemos sido cómplices del monstruo, no nos hemos identificado con él, la desazón que provoca la película cuando se adopta un punto de vista más convencional -el de una víctima- es similar al efecto de perder de vista a Marion Crane para pasar a acompañar a Norman Bates.

DEADPOOL Y LOBEZNO -TODO A LA VEZ EN TODAS PARTES


Seguramente no sabéis de qué lugar vengo, pero eso es importante para entender por qué me ha gustado tanto Deadpool y Lobezno (2024). Vengo de un lugar, o de un tiempo, en el que las películas de superhéroes -personajes entonces minoritarios, casi contraculturales, que solo existían en los tebeos- eran absolutamente imposibles. Solo existía la espléndida Superman (1979) y Superman II (1980) -que me gustaba incluso más, porque había peleas-. Pero no había nada más. Hubo que esperar 20 años para poder ver Batman (1989) y Batman vuelve (1992) -que me gustó incluso más- que convertían al mejor detective del mundo en un personaje popular, en un rompetaquillas. En aquel momento se podía soñar con las películas de superhéroes -al menos, con las de los personajes de DC- aunque el sueño siempre duraba poco. Porque después de Superman, venían Superman 3 (1983) y Superman IV (1987); y después de Batman vendrían Batman Forever (1995) y Batman y Robin (1997), todas capaces de acabar con cualquier ilusión. Algo después llegó Marvel -o más bien, Fox- con Blade (1998) y Blade 2 (2002); con X-Men (2000) y X-Men 2 (2003). Y entonces pareció que se podía hacer una buena película con los superhéroes. Aunque quedaba esa cuenta pendiente de las máscaras. Estos superhéroes llevaban trajes de cuero negro que no son realmente disfraces, en un intento de que todo fuera muy serio y muy grave, para no caer en el ridículo. La cosa mejoró con Spider-Man (2002) y Spider-Man 2 (2004) de Sam Raimi, pero todo se derrumbó nuevamente con Daredevil (2003), Blade: Trinity (2004) -también Catwoman (2004)- X-Men 3 (2006), Los 4 Fantásticos (2005), Spider-Man 3 (2007) y varias más. Eran películas fallidas, frustrantes, pero oye, habíamos pasado de pensar que era imposible ver una película de superhéroes a tener algo, aunque fuera decepcionante. Y a eso nos agarrábamos. Es imposible que me entendáis si habéis nacido en un mundo en el que existen películas de Iron Man, Thor, Hulk y el Capitán América ¡Y de los Vengadores! Habéis vivido una edad de oro que, probablemente también se ha terminado. Pues Deadpool y Lobezno es una película dedicada a los que tuvimos que ver todas esas malas películas de tipos disfrazados, todas esas fallidas franquicias que empezaron con promesas y acabaron fatal, todas esas cintas de superhéroes que tenían vergüenza de ser de superhéroes. Esta tercera entrega de las aventuras del personaje interpretado por Ryan Reynolds es todavía más meta que todas las anteriores. Se permite hacer parte integral de la trama cosas como que Disney -dueña de Marvel- haya comprado Fox -a la que pertenecían los derechos de los X-Men- y hacer de ello el sentido mismo de la historia. Porque la película que dirige Shawn Levy está dedicada a los proyectos fallidos, a los personajes olvidados de películas malísimas y a los que de forma idiota -pero con buen corazón- invertimos horas y horas de nuestro tiempo en verlas. Porque era todo lo que había. Hugh Jackman como Lobezno es el perfecto tipo serio y gruñón en la extraña pareja que forma con Reynolds, cuya incontinencia verbal roza lo abrumador. Deadpool es una metralleta de chistes que se burla de Marvel, de Disney, de Fox, de Hollywood y hasta de la vida privada del propio Reynolds. Nada es sagrado, excepto esa línea temporal -robada de la serie de Loki- que los personajes intentarán salvar. Las secuencias de acción son espectaculares, obviamente, y muy divertidas, y sobre todo, muy sangrientas. Y, a pesar de que la película no se toma absolutamente nada en serio, hay secuencias aisladas que consiguen emociones bastante genuinas, sobre todo gracias a las interpretaciones de los actores. Matthew Macfadyen está perfecto como siempre y Emma Corrin es una villana muy atractiva, que fabrica a su personaje prácticamente de la nada. Y como ocurre en Marvel, si no tienes ni idea de nada, Deadpool y Lobezno se te va a quedar en una comedia de acción muy bien hecha, para pasar dos horas estupendas (y olvidar). Pero si vienes del lugar del que yo vengo, si has pasado décadas viendo películas buenas, regulares y pésimas de supertipos, verás que todo eso de repente cobra sentido al ritmo de una canción de Madonna. Deadpool y Lobezno no va a salvar el Universo Cinemático de Marvel -aunque juega con esa idea de forma muy cachonda- porque no construye nada. Tampoco es la mejor película desde Vengadores: Endgame (2019). ¿O sí? Pero sobre todo no es una película nostálgica porque el pasado que recuerda no tuvo nada de bueno, sino que opta por reivindicar, precisamente, todo lo fallido de las películas de superhéroes. Deadpool y Lobezno es la gran parodia de las películas de cameos de Marvel y DC. Es la Abbott y Costello contra los fantasmas (1948) de los superhéroes. Y se burla de todo eso con un humor hiriente, pero, también, con mucho cariño.


SWEET DREAMS -COLONIALISMO


Sweet Dreams
(2023) es un soberbio, estilizado y cruel retrato del colonialismo. Una familia neerlandesa regenta una granja en Indonesia con aparente comodidad y privilegio hasta que fallece el patriarca, Jan (Hans Dagelet). Una muerte inesperada que pone en peligro la situación de su mujer, Agathe (Renée Soutendijk) y de su hijo, Cornelis (Florian Myjer), un niño mimado que llega de Europa junto a su esposa embarazada, Josefien (Lisa Zweerman), para resolver la herencia. El objetivo de la directora Ena Sendijaveric no solo se interesa por los personajes europeos, sino que nos muestra también a los habitantes del lugar, Siti (Hayas Azis), su hijo Karel (Rio Kaj Den Haas) y Reza (Muhammad Khan), un trabajador que solo desea huir de allí, para volver a la selva. Cada personaje vive un conflicto diferente: el deseo inmovilista de la matriarca de no cambiar su vida, a pesar de todo; el hijo que se siente ninguneado por su madre; la mujer que arde en deseo pero no encuentra el amor de un hombre que la satisfaga; la madre explotada que busca lo mejor para su hijo. La película de Sendijaveric nos muestra una casa asfixiante de estilo europeo incrustada en mitad de una selva exuberante; nos enseña vestidos cerrados y llenos de encajes que se convierten en hornos para la que los lleva; también rostros sudorosos y brillantes, pieles enrojecidas por las picaduras de mosquito, para indicar que los europeos poco tienen que hacer allí. La espléndida fotografía de Emo Weemhoff nos hace pensar en un cruce insospechado entre el Ingmar Bergman de Gritos y susurros (1972) -fotografiada por Sven Nykvist- y el retrato mágico y misterioso de la selva que hace Apichatpong Weerasethakul en sus películas -fotografiadas por Sayombhu Mukdeeprom-. Sin renunciar a la denuncia clara del colonialismo, Sendijaveric es capaz de imprimir humor en las situaciones que plantea y de fabricar, también, imágenes de gran belleza: como esa luna lejana que se cuela entre unos dedos imposibles.

THE RAPTURE -UNA PEQUEÑA MENTIRA

 

Pocas veces se hace algo tan sencillo en el cine como plantear una premisa y desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Esa forma de operar al contar una historia, creo yo, da muy buen resultado la mayoría de las veces. Es el caso de la estupenda ópera prima, The Rapture (2023) de la francesa Iris Kaltenbäck. En ella, la protagonista, Lydia (Hafsia Herzi), es una joven matrona que comete un error, que dice una pequeña mentira. Su incapacidad para dar la cara y aclarar la verdad, la acabará metiendo en un problema cada vez más y más grande, en un modélico ejercicio de tensión y de suspense que llega a volverse insoportable para el espectador. Para contar esto, Kaltenbäck busca la sencillez y el relato directo de la acciones de Lydia, sin complicar la narración en ningún momento. Todo lo que ocurre se va sucediendo con una lógica terrible y cuando, por fin, llega el desenlace, no puede ser otro que el esperado. ¿O sí? La trama apenas requiere de dos o tres personajes más para funcionar, la mejor amiga de Lydia, Salomé (Nina Meurisse) y su pareja (Younès Boucif); y un solitario conductor de autobús, Milos (Alexis Manenti), que aparece en su vida por casualidad. Y siguiendo la lógica implacable de lo planteado, The Rapture se presta a reflexiones sobre temas como la soledad en las ciudades, el individualismo, las relaciones de pareja, el concepto que tenemos de la paternidad y de la familia, y la salud mental. Pero sobre todo, hay un reflexión inquietante: ¿Hasta qué punto podemos llegar a fabricar nuestra propia vida mediante el relato que contamos a los demás?. La película nos obliga a entender a un personaje que, si leyéramos su historia en los periódicos, nos produciría un rechazo tremendo. Pero ¿Podríamos llegar a entender a Lydia?. La respuesta es sí, y el mérito es de Kaltenbäck y de su actriz, una estupenda Hafsia Herzi.

ANIMAL -JUERGA SIN FIN

¿Cuándo se convirtió la fiesta en la única forma de ocio posible? La combinación de consumo de alcohol -y tabaco, y drogas- con música barata y ruidosa se usa para cumpleaños, bodas, comuniones, para celebrar una graduación o la victoria de tu equipo de fútbol y para escapar de la rutina los fines de semana. Y para muchos, la fiesta es también la mejor forma de hacer turismo. La película Animal (2023) de la directora griega Sofia Exarchou nos muestra de forma contundente el vacío de la fiesta a través de su protagonista, Kalia (Dimitra Vlagopoulou), una mujer ya madura que lleva toda una vida dedicándose a ser animadora de los turistas en hoteles, o a hacer bolos en discotecas. La película nos muestra a Kalia como parte de un grupo de animadores -prácticamente una troupe de artistas, casi circenses- cuyo trabajo es divertir a los demás fabricando un falsa atmósfera festiva: bailando, cantando, bebiendo mucho alcohol y convirtiéndose incluso en cebo sexual -la reveladora escena en la que las chicas meten relleno en los sujetadores-. El problema llega cuando estos trabajadores dedican su tiempo de ocio, también, a salir de fiesta, en una continuación de su propio oficio, convirtiendo su vida en una juerga sin fin. Esto, claro, conlleva peligros que la película explora: desde el alcoholismo hasta las agresiones sexuales. Pero sobre todo, gracias a una fantástica interpretación de Dimitra Vlagopoulou, Animal nos muestra el vacío existencial de un sistema absurdo que erosiona cualquier emoción humana o placer auténtico, en favor de una felicidad de TikTok que existe solo de cara a la galería. Los personajes que vemos están constantemente bebiendo para soportar las largas horas de trabajo, fingiendo alegría, cantando canciones populares, dejándose utilizar por turistas depredadores. Con puntos en común con la reciente How to Have Sex (2023) y con el cine de Sean Baker en su vertiente más social, la película de Exarchou hace un estupendo retrato de su protagonista, a la que refleja en otro personaje importante, la joven Eva (Flomaria Papadaki), que acaba siguiendo los pasos de Kalia hacia una existencia sin sentido.

EL ÚLTIMO VIAJE DEL DEMETER -PASAJERO DESCONOCIDO


En su famosa entrevista con François Truffaut, Alfred Hitchcock proponía el arranque de una hipotética película de misterio: un barco atraca en un puerto y se descubre que está completamente vacío. Decía el director que, aunque la idea le parecía estupenda, era tan poderoso el misterio de lo que podría haber ocurrido en ese barco que nada de lo que viniera después estaría a la altura, por lo que la había acabado desechándola. Mucho antes, en 1897, Bram Stoker publicaba su gran novela, Drácula, en la que el famoso vampiro viajaba en barco desde su castillo en Transilvania a Londres. La novela de Stoker se narra a través de diarios, cartas y documentos encontrados, como el diario de abordo del Demeter, el barco que transportó el ataúd del conde y que llegó a puerto, finalmente, con toda su tripulación muerta -habían servido de alimento al no muerto-. Este pasaje de la novela aparece ya adaptado en Nosferatu (1922) de F.W. Murnau y es uno de los momentos más recordados de este clásico del cine. Pero en las siguientes adaptaciones de Drácula, por razones prácticas o presupuestarias, el viaje del Demeter -casi siempre se le cambiaba el nombre al navío, por cierto- fue omitido -al menos hasta el Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola-. Mucho tiempo después, el director noruego André Øvredal -especializado en cine de terror y fantástico- desarrolla un planteamiento afortunado: hacer una película centrándose exclusivamente en ese fatídico viaje por mar en el que todos perecieron. El último viaje del Demeter (2023) no se ocupa, demasiado, de lo que ocurre antes -ni después- de dicha travesía, aislando a sus personajes con un monstruo aterrador. Lo mejor de la película es su naturaleza de explotación de la novela de Drácula, convirtiendo un pasaje del texto en una cinta de terror de serie B, una Monster Movie clásica en la que, primero, nos presentan a los personajes -el capitán, un niño, el primer oficial, un médico, el cocinero e incluso, algún polizón inesperado- para luego recrearse en las muertes de cada uno mientras intentan descubrir la naturaleza de la amenaza a la que se enfrentan. En este caso, lo que van descubriendo son las ‘leyes’ de los vampiros, ese folclore recogido por Stoker en su novela y enriquecido luego por cientos de películas y adaptaciones. Nos encontramos entonces, básicamente, con un feliz cruce entre la ya mencionada Nosferatu (1922) y el Alien (1979) de Ridley Scott. Porque este vampiro no tiene nada que ver con Bela Lugosi, Christopher Lee, Frank Langella o Gary Oldman, sino con la alimaña infecta que interpretó Max Shreck en el mencionado clásico del cine mudo. Con estos elementos la película funciona muy bien, aunque lamento la ambición de Øvredal de dotar de profundidad dramática a sus personajes. Los conflictos entre los miembros de la tripulación, desarrollados a través de escenas recargadas de diálogo, entorpecen la trama, diluyen la tensión del acecho de la criatura, arrojan demasiada luz sobre los temas que Øvredal intenta exponer como trasfondo y que, quizás, no venían a cuento.