ARTHUR RAMBO -CULTURA DE LA CANCELACIÓN


En la presentación en Madrid de la película Arthur Rambo -organizada por Golem Distribución- el director y guionista Laurent Cantet quiso hacer hincapié en la importancia de la fidelidad en el cine. Se refería a cómo durante toda su carrera ha colaborado con un equipo estable de técnicos y artistas, lo que ha dado pie a una obra coherente y compacta. Desde su ópera prima cinematográfica, Recursos humanos (1999), este director francés ha imprimido una mirada social en cada una de las historias que cuenta. En aquel estupendo debut, Cantet expuso la lucha de clases de una forma emotiva, haciendo que el obrero y el 'empresario' fueran un padre y su hijo. Luego Cantet desarrollaría una carrera tan exitosa como comprometida: convirtió el paro en un drama existencial en El empleo del tiempo (2001) con la que ganó el León de Venecia; reflexionó sobre las desigualdades entre el primer y el tercer mundo, sobre el colonialismo, en Hacia el sur (2005); y sobre todo, Cantet es recordado por cómo planteó los conflictos y las tensiones de una sociedad multicultural en su obra más influyente, La clase (2008), con la que ganó la Palma de Oro en Cannes y fue nominado al Óscar. Esa película estará muy presente más tarde en El taller de escritura (2017), en la que Cantet reflexiona sobre la relación entre la ficción y la realidad (social) de creadores y lectores/espectadores, además de hablar del rencor que enturbia las relaciones de una segunda o tercera generación de inmigrantes con Francia como su país de adopción. Estos elementos vuelven a aparecer ahora en Arthur Rambo, que también se ocupa de la frontera entre la realidad y la ficción, también ocurre en el mundo literario y editorial, pero desarrolla dichos temas valiéndose de una problemática tan actual como la influencia de las redes sociales en nuestras vidas.

El planteamiento de Arthur Rambo seguro que le suena a todo el mundo: Karim D. -interpretado por Rabah Nait Oufella, quien fuera uno de los niños de La clase- es un joven escritor -de origen árabe- que acaba de alcanzar el éxito con un libro sobre la historia de su madre migrante, además de estar en el tope de la popularidad gracias a un programa de entrevistas online y un blog. Justo en ese momento salen a la luz una serie de tuits profundamente ofensivos -racistas, antisemitas, homófobos- escritos por Karim bajo el seudónimo de Arthur Rambo. Esos tuits acaban, en pocos minutos, con la reputación y el prestigio del protagonista. A partir de ese momento, asistiremos al descenso a los infiernos de Karim, que de ser el héroe de los suyos -es un joven salido del extrarradio- acaba convertido en un paria. Esta historia, que en Hollywood se habría convertido, quizás, en una película de juicios en la Corte Suprema donde se discute el derecho a la libertad de expresión, en manos de Cantet se transforma en un drama casi íntimo. El director galo siempre ha tenido la capacidad de transformar asuntos sociales en conflictos concretos, que protagonizan personajes específicos, humanos y cercanos. Aquí, el círculo inmediato de Karim, su familia incluida, será el vehículo para contar esta historia: cada uno tendrá su opinión y el protagonista será juzgado una y otra vez. Cantet no toma partido, no defiende los famosos límites del humor, ni da lecciones. En todo su cine nunca ha sido pedagógico y siempre ha sabido crear historias dramáticas y personajes con los que nos identificamos. Arthur Rambo consigue esto y además nos invita a la reflexión. ¿Se puede pedir más a una película? 

Si antes he mencionado la importancia que da Cantet a la fidelidad, quiero hablar de también de otra lealtad importante para el cine: la de los espectadores. Si hemos podido seguir la carrera de Laurent Cantet es porque todas sus películas se han estrenado en España, algo que no es precisamente habitual. Un hecho que en mi caso me ha llevado a establecer una relación con este autor y a asistir al estreno de la mayoría de sus películas a través de los años. La recompensa es haber tenido acceso, desde 1999, a una radiografía en movimiento de Francia, lo que permite, claro, entender también lo que ha pasado en Europa, y por ende, en España. El cine, para mí, tiene mucho que ver con estas fidelidades: a un autor, a una actriz, incluso a una saga popular -¿Por qué no?- que nos acompañan durante gran parte de la vida, con sus pequeñas decepciones, claro, pero también con la recompensa de ir creando poco a poco un vínculo que a la larga será mucho más gratificante que el cúmulo de estímulos inmediatos, pero efímeros, a los que parecemos abocados en esta mediatizada y consumista sociedad actual. 

PARÍS, DISTRITO 13 -CUANDO QUIEREN DECIR SEXO


Hay tres nombres en París, Distrito 13 que creo que invitan a su visionado. El primero es el de su director, Jacques Audiard, autor detrás de títulos tan potentes como Un profeta (2009) o la reciente Los hermanos Sisters (2018), al que habría que seguir en cada estreno. El siguiente nombre es Adrian Tomine, imprescindible autor de cómics, californiano de ascendencia japonesa, en cuya obra ha sabido retratar con sensibilidad la soledad de la vida urbana, y cuyos relatos -entre ellos, Rubia de verano- sirven de base para esta película. Por último, mencionemos a una directora imprescindible del cine actual, Céline Sciamma, autora de la maravillosa Retrato de una mujer en llamas (2019) que aquí colabora en el guión. Presentados los nombres propios de esta película, estamos ante un drama ligero que se centra en tres personajes principales cuyas vidas se cruzan bajo los 8 rascacielos de Les Olympiades: Émilie (Lucie Zhang), Camille (Makita Samba) y Nora (Noémie Merlant), además de la misteriosa Amber Sweet (Jehnny Bet) -personaje que da título a un relato de Tomine-. Cada uno de los componentes de este cuarteto esconde sus propios conflictos y soledades, que marcan las relaciones entre ellos. Lo interesante es cómo Audiard invierte la relación amor-sexo. Estos jóvenes -¿Millennials?- se relacionan primero a través de lo carnal y luego, ya se verá. Así, Émilie y Camille son propensos a comunicarse con los demás a través del sexo, pero se cierran cuando, lógicamente, una relación comienza a generar intimidad, lazos y un mínimo compromiso. Resulta interesante también cómo en París, Distrito 13 el sexo es apasionado pero al mismo tiempo frío, impersonal, una pura necesidad biológica que se gestiona a través de una aplicación en el móvil. Y no sé si será el mensaje de la película, pero en cuanto los personajes dejan de fornicar, en cuanto se separan unos de otros con barreras físicas -mudándose a otro piso, hablando a través de una videollamada- o con barreras morales -no mezclar la pasión con el trabajo- es cuando comienza a surgir algo parecido a una relación sentimental (y humana). París, Distrito 13 reflexiona también sobre la identidad en la sociedad actual: todo el mundo tiene un álter ego virtual y los protagonistas viven una existencia líquida en la que cambian de amantes, de vivienda y de carrera profesional con una facilidad pasmosa. Eso parece dar pie a una gran libertad individual: cualquiera puede ser lo que quiera -incluso se puede ser tartamuda en la vida real y una cómica sin traba sobre un escenario-, pero al mismo tiempo, esa libertad parece llevar a una insatisfacción perpetua -lo que me ha hecho pensar, de nuevo, en La peor persona del mundo (2021)-. El personaje de Émilie es capaz de mentir como si nada, de fingir ser otra persona, o de encargar a alguien que finja ser ella, pero ¿Es feliz? Audiard dibuja, además, una sociedad en la que se ha perdido la intimidad y la vergüenza, en la que la gente se pasea desnuda frente a los otros, y en la que, curiosamente, Nora entra en un chat porno usando su verdadero nombre, pero llevando una peluca. Una sociedad que se cree con el derecho a juzgar a los demás según su imagen en las redes, como si detrás de ella no hubiera otro ser humano real, con sentimientos, que simplemente interpretaba un papel. París, Distrito 13 es una película estimulante sobre las relaciones personales y sentimentales, de una frescura irresistible, en la que Audiard no renuncia a sus acostumbradas fugas poéticas de gran belleza estética. La escena final, sencilla y cotidiana, es de un romanticismo tremendo. Todo un hallazgo.

LA BURBUJA -CONTÁGIATE COMO PUEDAS


Judd Apatow, ese director que personificó la llamada nueva comedia americana, estrena en Netflix la pertinente La burbuja. El film nos muestra al elenco artístico de una ficticia franquicia de películas de cine (muy) comercial y al equipo técnico de la misma, intentando rodar la enésima secuela de la saga en plena pandemia. Para ello deberán aislarse en la famosa burbuja, situada un hotel en el que todos harán la pertinente cuarentena, evitando cualquier contacto con el exterior, para crear un ambiente libre de covid-19. Apatow decide construir su comedia a partir de sketches, antes que crear y desarrollar un argumento, así que veremos una sucesión de escenas de diversa duración que nos van mostrando situaciones y personajes distintos. Aunque el personaje encarnado por Karen Gillian tiene cierto protagonismo, la historia es bastante coral y todos los personajes tienen su pequeño momento. Apatow es un director que depende en gran parte de sus actores, casi siempre cómicos de profesión y de sus improvisaciones. Aquí se rodea bien de un elenco variopinto: Pedro Pascal, el ya veterano David Duchovny, su actriz fetiche -y pareja-. Leslie Mann, su hija Iris Apatow, además de cómicos como Keegan-Michael Key, Fred Armisen, Kate McKinnon y una buena cantidad de cameos. Bajo la apariencia de un inocuo film de sketches sobre la pandemia y el cine de Hollywood, creo que Apatow nos da la sátira definitiva sobre lo que hemos vivido en los últimos años. Dejando fuera las consecuencias más trágicas de la enfermedad -que se cebó sobre todo con los mayores y los vulnerables- Apatow plantea cómo el virus ha puesto patas arriba nuestras vidas dinamitando el supuesto estado de bienestar. Su película refleja cómo en el primer mundo, en occidente, nos cogemos rabietas infantiles por lo incómodas que son las mascarillas o por no poder irnos de vacaciones cuando nos da la gana, mientras nos llevamos las manos a la cabeza por los constantes escenarios apocalípticos creados por los medios; mientras, nos distraemos presenciado el valor de personas que se enfrentan a verdaderas tragedias -como el pueblo de Ucrania, o las decenas de países que no salen en las noticias y que también sufren por la guerra, la pobreza y la ausencia de derechos humanos-. Para representar a los niños malcriados de occidente que somos en el fondo, Apatow elige el ejemplo perfecto, los actores de Hollywood, esos bebés inseguros, iletrados, y millonarios que han olvidado los problemas de la vida real. Apatow pone en solfa todo el sistema de estudios, hace sangre con los ejecutivos, se ríe la mala calidad de los blockbusters y sus cromas -en una clara parodia de la saga de Parque Jurásico-, y tampoco perdona a los fans, ni a los influencers. No deja títere con cabeza. Además, Apatow se burla de todos nosotros echándonos en cara todo lo que hacíamos al principio de la pandemia, cuando no sabíamos nada sobre el virus: todos esos saludos con el codo, las ridículas pantallas de plástico sobre la cara, eso de mantener la distancia social, y los constantes test PCR. Y se ríe de todo con una malicia casi negacionista, preguntándose -creo que justificadamente- de qué sirvió todo aquello. Pero sobre todo disfrutaréis de La burbuja si os gusta la comedia estadounidense -en la línea del Saturday Night Live- y si disfrutáis con algunos de sus mejores cómicos, como los ya mencionados Armisen y McKinnon. Creo que esta película haría una doble sesión perfecta, por cierto, con No mires arriba (2021).

APOLLO 10 1/2: UNA INFANCIA ESPACIAL-EL MUNDO PERDIDO


Richard Linklater -Boyhood (2014)- no se molesta más que lo mínimo para ocultar que la premisa de Apollo 10 1/2 no es más que una excusa. El planteamiento es divertido: los científicos de la NASA crean por error una cápsula espacial -en 1969- demasiado pequeña para ser tripulada por un adulto, por lo que deciden entrenar como astronauta improvisado a un niño, que protagoniza el relato. Esta premisa, que la propia narración pone en duda, es el subterfugio que utiliza Linklater para contarnos una suerte de memorias sobre su propia infancia: el director nació en 1960 en Houston. Disponible en Netflix, Apollo 10 1/2 está hecha con la técnica de la rotoscopia -que ya usó Linklater en Waking Life (2002) y A Scanner Darkly (2006)- en la que se filman las escenas con actores reales y sobre estas se 'dibuja' una preciosa y colorida animación, perfecta para el tono soñado y nostálgico que necesitaba esta historia. Linklater incurre en todos los 'errores' posibles en su película: ya hemos hablado del engañoso punto de partida, que no lleva a ningún lado, pero además, toda la película está narrada por una voz en off -interpretada por Jack Black- que recuerda inevitablemente al Carlitos del futuro que rememoraba su infancia en Cuéntame -por citar un ejemplo autóctono-. Además, la historia no está dramatizada, sino que se construye con episodios inconexos, que aparecen de forma tan caprichosa como los recuerdos en la memoria. Todos estos supuestos defectos, sin embargo, dan lugar a una película mágica, en la que Linklater usa su talento para dar vida al retrato de un mundo perdido; a una época de tensiones políticas y sociales; a un catálogo delicioso de referencias pop; a una estupenda playlist; a un entrañable álbum familiar en el que sus personajes se hacen sorprendentemente cercanos con unas pocas pinceladas. Lo que hace Linklater aquí recuerda inevitablemente a películas recientes, creadas por autores de su misma generación, como el Alfonso Cuarón de Roma (2018), el Quentin Tarantino de Érase una vez en Hollywood (2019), el Kenneth Branagh de Belfast (2021) y hasta el Paul Thomas Anderson -10 años más joven- de la maravillosa Licorice Pizza (2021) -mencionemos también la mirada soñadora de Edgar Wright en Última noche en el Soho (2021) en la que fantasea con una década que no conoció-. Obviamente, la evocación cinematográfica de las décadas de los años 60 y 70 que hacen estos directores tiene un componente nostálgico, está claro, pero hay algo más. Como Fellini en Amarcord (1973) y Bergman en Fanny y Alexander (1982), estos creadores recrean su infancia, solo que el divorcio entre esta y la época actual parece mucho mayor que en las películas de los maestros mencionados. En Apollo 10 1/2 estamos ante un mundo que ya no existe, ante una era predigital, en la que no había Internet, ordenadores personales ni teléfonos móviles -y aún así el hombre llegó a la Luna- y en la que las cosas todavía se podían tocar. Una época añorada también por Joachim Trier -todavía más joven, nacido en 1974- en la inolvidable La peor persona del mundo (2021), en el emotivo discurso de despedida del personaje de Aksel (Anders Danielsen Lie) en el que manifestaba su desconcierto ante las nuevas reglas de juego a las que no consigue adaptarse del todo, a pesar de ser, todavía, relativamente joven. En el relato de Linklater no encontramos esa amargura, sino una mirada luminosa que, como una suerte de documental, parece querer descubrirle a la siguiente generación cómo era el mundo hace no demasiado tiempo.

SONIC 2 -CINE FAMILIAR


Sin hacer mucho ruido, Sonic se ha convertido en el gran héroe infantil de los últimos años, gracias a dos películas que le colocan a la altura de los todopoderosos superhéroes y que le dan ventaja, al menos en lo cinematográfico, sobre su gran competidor videojueguil, Mario Bros. Sonic 2 repite el éxito de la primera entrega, gracias a una fórmula sencilla: entender lo que quiere el público (infantil). En esta nueva aventura -dirigida de nuevo por Jeff Fowler- el erizo azul (Ben Schwartz) se enfrenta al regreso de su gran enemigo, el Doctor Eggman (Jim Carrey), acompañado de un nuevo antagonista, Knuckles (Idris Elba), pero también con la ayuda de un nuevo aliado, Tails (Colleen O'Shaughnessey). Estos personajes se suman a los ya conocidos, para crear una gran aventura que no da respiro al espectador, un ritmo perfecto para captar la atención de los más pequeños, y que básicamente es un cóctel de géneros del cine popular: ciencia ficción -apelando a títulos como Terminator (1984)-, algo de aventura a lo Indiana Jones -el Mcguffin es una gema esmeralda-, el inevitable cine de superhéroes -con referencias a Flash y Batman, además de guiños irónicos a Marvel-, el cine de catástrofes y robots gigantes, algo de James Bond -esa persecución sobre la nieve- y hasta un pequeño episodio de comedia romántica, con boda incluida, seguramente para darle algo de vidilla a los padres que han acudido con sus hijos a la sala de cine. Sonic, como personaje, no es más que un niño que hace todas las cosas que quieren hacer los niños: escapar a la autoridad de sus padres, correr, bailar, jugar, patinar y reírse un poco de todo. La película es una aventura sencilla, luminosa, en la que la animación es brillante, los efectos especiales son más que cumplidores y encima tenemos a un Jim Carrey desatado, el único actor humano que sabe mirar a los ojos a los personajes digitales y que parece estar pasándoselo en grande sin tomarse nada demasiado en serio. Sonic 2 es el entretenimiento perfecto para toda la familia. Y si encima tienes cierta edad, y fuiste de Sega, está el disfrute añadido de las pequeñas referencias a los videojuegos de los 90.

MORBIUS -CINE SIN SANGRE


La mejor prueba de que el cine de superhéroes está en su mejor momento es una película como Morbius. La cinta dirigida por Daniel Espinosa es un completo desastre que nunca debió haberse estrenado en salas. Pero alguien debió pensar que el tirón de Marvel era suficiente para colarle a los espectadores un producto deficiente. No es la primera vez que esto ocurre. Marvel Studios ha triunfado creando eventos cinematográficos a los que los espectadores acuden en masa -cuando películas mejores y más arriesgadas no consiguen atraer a nadie- gracias una calidad media estimable y a una narrativa transmedia que engancha y recompensa al fan, mientras tanto, estudios como Fox -ahora también de Disney- y Sony se han dedicado a explotar los personajes cuyos derechos poseen con resultados que dejan mucho que desear. Ahí está esta la terrible Cuatro Fantásticos (2015) de Josh Trank y las dos entregas de Venom. Warner y sus películas de personajes de Dc Comics, tampoco se salva de la quema: tiene en su haber Escuadrón suicida (2016), Aves de presa (2020) y la versión de Liga de la Justicia (2017) de Joss Whedon como ejemplos de productos difícilmente defendibles. La película que nos ocupa ahora, Morbius, es un vehículo para Jared Leto, estupendo actor, ganador de un Óscar, que sin embargo corre el peligro de dinamitar su prestigio antes de consagrarse. En esta película, Leto interpreta a Michael Morbius, un científico con una enfermedad incurable que, como el doctor Jekyll, crea una cura que al mismo tiempo es una maldición, la de una suerte de vampirismo genético. Y hasta aquí llega el argumento de la película, que a partir de este planteamiento no hace el menor intento por desarrollar una historia ni a unos personajes. Sería fácil culpar al guión, pero intuyo que sobre el papel había una historia mínimamente desarrollada que se ha ido al garete en reescrituras, revisiones y sobre todo durante el rodaje, que probablemente ha sufrido injerencias, escenas eliminadas y añadidos absurdos (hay escenas en el trailer que no aparecen en el film estrenado). Así, el argumento es un caos: Morbius se enfrenta a su gran rival, interpretado por Matt Smith, sin ningún motivo aparente -son amigos de la infancia y casi hermanos- y la trama ni siquiera se toma la molestia de proponer, aunque sea, un socorrido mcguffin que sirva de motor a la historia. Los dos enemigos se pelean al final de la película porque toca y Morbius besa a la chica de turno -Adriana Arjona- hacia la mitad del metraje, porque sí. El mejor ejemplo del desaguisado es que un actor buenísimo como Jared Harris tenga que dar 'vida' a un personaje completamente inexistente. Sabemos que es el mentor del héroe, que es una figura paterna y anticipamos su destino porque hemos visto decenas de historias con personajes equivalentes. Pero, objetivamente, en Morbius no hay absolutamente nada que cuente nada, ni que haga humanos a los personajes, ni que aporte interés a la historia o que consiga preocuparnos lo más mínimo por su desenlace. Para colmo de males -ojo spoiler- la escena postcréditos revela la presencia de un personaje ¡Que ya salía en el trailer! Una estafa en toda regla. La película no tiene un solo elemento que la salve: ni la estética, ni las interpretaciones, ni las escenas de lucha, que son las mismas de cualquier película de superhéroes en las que bostezamos al contemplar a dos personajes digitales, carentes de vida, dándose mamporros en cámara lenta. Y si las escenas de acción no están bien resueltas, las supuestamente terroríficas son un fracaso, y eso que sabemos que Daniel Espinoza es un director competente gracias a ese exploit resultón de Alien (1999) que se llama Life (2017). Mencionemos como doloroso ejemplo de lo que pudo ser, un momento que podría haber dado mucho de sí: la travesía por aguas internacionales de un siniestro barco-laboratorio en el que Morbius realiza el fatídico experimento, que en los cómics -en The Amazing Spider-Man #101 de 1971, con guión de Roy Thomas y el estupendo dibujo de Gil Kane- era una clara referencia al viaje del Demeter del Drácula de Bram Stoker, que en esta película aparece rebautizado como el Murnau, en referencia al director alemán de Nosferatu (1922). Un guiño culterano que invita a la risa viendo el resultado artístico de una película que, quizás, sea un éxito de taquilla -por lo pronto, lidera la recaudación del fin de semana en España- pero ¿Hasta cuándo seguirá valiendo el crédito del cine de superhéroes?

PARA CHIARA -INOCENCIA INTERRUMPIDA


El director italoamericano, nacido en Nueva York, Jonas Carpignano, propone un desencantado análisis de la familia como institución y marco de referencia existencial en Para Chiara. En el centro del relato está una niña de 15 años, Chiara (Swamy Rotolo), que desde el inicio demuestra muchas ganas de convertirse en adulta. Su idea de madurar es la de cualquier adolescente: copiar las cosas que hacen los mayores, como fumar y beber alcohol. Pero todos sabemos que ser un adulto es mucho más que eso y Chiara tendrá que enfrentarse al trauma de descubrir lo que se esconde detrás de su familia. Los niños no suelen entender lo que supone para sus padres tener que trabajar para mantener la economía familiar: desconocen de dónde sale el dinero para pagar una casa, la ropa o ese smartphone del que no aparta la mirada Chiara. El descubrimiento de la verdadera identidad de su padre hará tambalear los cimientos morales de la personalidad de Chiara, cuya reacción, lógicamente, será de rebeldía. Este duro proceso es contado por Carpignano utilizando un realismo documental, de cámara en mano, seguramente deudor de la prodigiosa Gomorra (2008) de Matteo Garrone, aunque el retrato sentimental del grupo familiar pueda hacer pensar en la película por excelencia sobre la mafia, El padrino (1972) de Francis Ford Coppola. Pero aquí no encontremos ni su tono operístico, ni sus conflictos shakesperianos. Para Chiara tiene un componente de denuncia social, en el que se propone que la familia protagonista, interpretados por verdaderos parientes -de apellido Rotolo- no está compuesta por desalmados delincuentes, sino por personas que intentan sobrevivir, lo que puede tener más que ver con algunas tramas de una de las mejores series de la historia, como es Los Soprano (1999-2007). El escenario de este drama familiar es el municipio de Gioia Tauro, en la región de Calabria, donde Carpignano situó también sus dos primeras películas, Mediterránea (2015) y A Ciambra (2017), por lo que completaría con Para Chiara una suerte de trilogía calabresa. La película ganó en Cannes el premio al mejor film europeo. Muy recomendable.