Si no soportas a Nicolas Cage, probablemente no se te ocurrirá ir a ver Renfield (2023). Pero el actor está lejos de ser lo peor de la película de Chris McKay -director de la estupenda Batman: La Lego película (2017)-, que lamento haber encontrado completamente fallida. La premisa era estupenda y paródica: Renfield (Nicholas Hoult), el famoso ayudante de Drácula que enloquece para satisfacer a su amo y que desarrolla un gusto gastronómico por los insectos -y luego por animales cada vez más grandes- se apunta a un grupo de terapia para personas atrapadas en relaciones tóxicas. Una idea prometedora que, sin embargo, se queda casi en segundo plano, porque Renfield se desarrolla como una comedia de acción gracias a la trama que protagoniza una mujer policía, Rebecca Quincy -su apellido debe ser un homenaje al personaje estadounidense de la novela de Stoker, Quincey Morris- interpretada por Awkwafina. Personaje y trama que, en mi opinión, entorpece y resta importancia al personaje del título, introduciendo elementos tan ajenos al cine de vampiros como la corrupción policial o una familia de narcotraficantes como antagonistas. Gracias a esto veremos secuencias de acción espectaculares, con Renfield repartiendo puñetazos y patadas como si fuera un superhéroe. Los excesos hemoglobínicos -chorros de sangre digital y amputaciones varias- son divertidos, pero no salvan el asunto. Renfield tiene un par de momentos destacables, como la recreación en blanco y negro del Drácula de Tod Browning de 1931 que inmortalizó a Bela Lugosi, o cuando Hoult imita la peculiar risa del Renfield de aquella, Dwight Frye. Nicolas Cage, que ya fue el vampiro más pasado de rosca posible en la inclasificable Besos de vampiro (1989), está correcto como un Drácula paródico, pero su personaje acaba siendo demasiado caricaturesco. En resumen, Renfield no nos hará olvidar al personaje definitivo sobre el asunto, el entrañable Guillermo (Harvey Guillén) de la serie Lo que hacemos en las sombras.
SCARLET -LA BELLEZA COMO DEFENSA
En Scarlet, el director italiano Pietro Marcello prosigue en su empeño por recuperar la fuerza y la belleza del cine primitivo. Ya lo hizo en la magistral Martin Eden (2019), película compleja que reflexionaba sobre la vida a través de su protagonista y partiendo del texto de Jack London, con una narración que abarcaba décadas, con un claro trasfondo político. En su siguiente película, Marcello propone una historia mucho más sencilla y contenida, sobre un personaje memorable, un carpintero de rasgos físicos toscos -la cámara presta especial atención, al inicio de la narración, a sus manos de dedos gruesos- que vuelve de la guerra para encontrar que su mujer ha fallecido, que tiene una hija y que sus vecinos del pueblo lo rechazan. Este personaje, Raphael, está interpretado por el artista francés Raphael Thierry -afectado de atrofia muscular- que da vida a un marginado, un freak, cuyo rostro de gigante esconde un alma noble y cuyas manos monstruosas tienen la capacidad de crear obras de arte que reflejan la belleza de su espíritu. Scarlet tiene la sencillez argumental de un film de Griffith y Marcello trata las imágenes como si estuviéramos ante una cinta silente de Murnau, coloreada a mano. La fotografía de Marco Graziaplena es preciosa, tiene la textura de un metraje recuperado de los primeros años del siglo XX, efecto potenciado por el uso que hace Marcello de imágenes de archivo, que se mezclan con las de la película casi sin notarse. El italiano nos cuenta un melodrama precioso, en el que los protagonistas son este carpintero y luego su hija, Juliette (Juliette Jouan) -casi como la Bella y la Bestia-, una chica hermosa, salvaje, capaz también de crear belleza a través de la música y de su voz. En Scarlet los 'buenos' son los diferentes, los artistas, los soñadores -el aviador al que da vida Louis Garrel-, y los 'malos' son los otros, los que odian, los que se esconden en la mayoría, los violentos y los machistas. Y ante un mundo hostil, Scarlet propone buscar la creación, la belleza y el amor.
UNA BONITA MAÑANA -LAS COSAS DE LA VIDA
Es de admirar la ligereza con la que cierto cine francés puede hablar de los grandes temas de la vida, sin hacer una tragedia de ello. En Una bonita mañana, la directora Mia Hansen-Love nos presenta a Sandra, una mujer normal y corriente -aunque sea interpretada por la bellísima Léa Seydoux, fantástica actriz- que aquí es una madre -viuda- que debe afrontar la enfermedad degenerativa de su padre -un inmenso Pascal Gregory-. La relación padre-hija es la que marca el tono de la película: Sandra ve como la luz de su padre -un profesor de filosofía- se va apagando poco a poco y sin remedio. Hansen-Love habla de cómo despedirnos de los seres queridos, de cómo los libros de una biblioteca personal, construida durante toda una vida, deben encontrar un nuevo dueño. Y a través de esa vivienda personal, autobiográfica, la realizadora y guionista nos habla también de la sanidad pública y del problema de nuestra sociedad para cuidar de los mayores y de los dependientes. Pero además, veremos cómo Sandra debe lidiar con la vida, que no se detiene a pesar de las desgracias: debe trabajar y cuidar de su hija. ¿Le queda tiempo para intentar ser feliz? Una bonita mañana es también la historia de Sandra y Clément (Melvil Poupaud), un viejo amigo que se convierte en compañero y que también tiene una tremendad necesidad de amor, de piel, de llenar un vacío y de curar su soledad. Hansen-Love nos muestra una relación de amor, complicada por la situación de cada uno y por el pasado, pero también una relación de deseo carnal. Es admirable cómo Hansen-Love equilibra todos estos elementos en un relato compuesto por paseos por el parque, viajes en metro y autobús, visitas al hospital, las cosas de la vida.
DUNGEONS AND DRAGONS: HONOR ENTRE LADRONES -AVENTURA CLÓNICA
SUPER MARIO BROS: LA PELÍCULA -REVUELTO DE SETAS
Yo es que era de Sega. Pero hay que admitir que Super Mario Bros: La película cumple con su misión principal, entretener a nuestros niños. Una aventura en la que el famoso fontanero, Mario (Chris Pratt) deberá luchar contra el malvado Bowser (Jack Black), si bien ya no es necesario rescatar a la princesa Peach (Anya Taylor-Joy) que sabe valerse por sí misma. La animación es soberbia, colorida y luminosa. Los momentos de aventura y acción son trepidantes y espectaculares. Hay mucho humor, y algunos momentos paródicos que solo los padres sabrán captar -esa cursi canción al piano de Bowser-, como es habitual en los productos de Illumination. Todo esto garantiza 92 minutos en los que los niños pasarán un buen rato. Lo que no impide que lamente en esta película la ausencia de inspiración. Estamos ante un producto calculado para explotar una franquicia que ya ha sido tremendamente rentable a través de varias décadas. El videojuego original fue desarrollado en 1983 y si se ha convertido en un clásico es por su mécanica -las plataformas- y no por su supuesta historia, que coloca a un fontanero en un mundo de setas para enfrentarle a tortugas dragón. En la película, resulta casi doloroso el esfuerzo del guión para darle un sentido argumental a todo eso. El guionista Matthew Foggel estructura la historia siguiendo las conocidas etapas del viaje del héroe de Joseph Campbell -utilizadas ya en cientos de películas desde George Lucas en Star Wars (1977)-. Así, conoceremos a Mario en su mundo ordinario -el nuestro- y luego le veremos traspasar el umbral hacia un nuevo escenario maravilloso para vivir aventuras, sortear obstáculos, vencer enemigos y encontrar aliados. La innecsaria escena en el vientre de la bestia (marina) ya me parece de traca. Por último, veremos a Mario regresar convertido en un poderoso héroe (con bigote). Si ese transitado camino puede parecer conservador, el planteamiento estético es todavía menos estimulante: ni rastro del origen pixelado del videojuego original. La película tiene una animación hiperrealista que resulta casi grotesca aplicada a los muñecotes del videojuego y que, sobre todo, la hacen indistinguible de cualquier otro producto infantil actual (aunque su calidad sea enorme). Sumemos a esto una desafortunada trama en la que Bowser intenta casarse por la fuerza con Peach, un intento de introducir un tema feminista que acaba siendo simplemente incómodo. Y lo peor es que la película acaba con una batalla en el mundo real, a tortazo limpio, que parece inspirada en el cine superheroico actual. Un desatino que no se salva ni por los muchos guiños a la historia de Nintendo, que seguramente sabrán apreciar los fans. Yo es que era de Sega.
LIVING -SOLO VIVIR UNA VEZ
EL IMPERIO DE LA LUZ -CINE REVELACIÓN
Una película estupenda como El imperio de la luz no debería pasar desapercibida y merece ser disfrutada en la pantalla grande de una sala de cine. La cinta de Sam Mendes es la historia de la relación entre dos personajes, aparantemente, muy diferentes: una mujer madura, interpretada por una magnífica Olivia Colman, y un joven de raza negra, al que da vida un estupendo Micheal Ward. La relación entre ambos pasará por diferentes etapas: primero pensaremos que se trata de una relación imposible, debido a nuestros prejuicios, pero, según se desarrolla la trama, iremos encontrando esos puntos en común que convierten a los dos protagonistas en el gran hallazgo dramático de la cinta. El imperio de la luz no es una cinta nostálgica: Mendes no nos muestra los años 80 en Inglaterra a través de los ojos del crío que fue, como hace Kenneth Branagh en Belfast (2021), Steven Spielberg en Los Fabelman o James Gray en Armageddon Time, y mantiene de fondo todas las referencias cinéfilas hasta la revelación final. Mendes construye una historia sobre seres sensibles que utilizan el arte para soportar lo dura que es la vida cuando nos enfrentamos a conflictos ineludibles como un trabajo alienante, los problemas de salud mental, o el racismo en el amanecer de la era Thatcher. Hilary (Colman) ama la poesía y Stephen (Ward) la música, así como un tercer personaje, Norman (Toby Jones), se ha creado un refugio cinéfilo en la cabina de proyección de la preciosa sala de cine en la que los tres trabajan. La película nos muestra a estos personajes -y varios más-, todos marginados de alguna forma, todos cargando el peso de errores y frustraciones del pasado, y nos cuenta sus historias hasta un desenlace humanista y conmovedor. Pero, si bien el argumento de Mendes no deja ser un melodrama más o menos inspirado -eso depende de cada quien- lo que convierte esta película en una obra notable es la fotografía del enorme Roger Deakins -nominado al Óscar por este trabajo- que convierte cada plano de El imperio de la luz en una experiencia gozosa. Es la luz que captura Deakins la que convierte el cine Empire en una especie de templo olvidado, en ruinas, y la que nos muestra la soledad de los personajes de la cinta como lo haría Edward Hopper; la que la da a la arena de la playa un brillo cegador y existencialista que recuerda a Magritte, la que apoya la interpretación de Colman dibujando sombras en sus rostro que revelan sus conflictos internos, su desequilibrio psicológico. El cine es imágenes, y en El imperio de la luz esas imágenes son la obra de un maestro. Mencionemos también la estupenda música compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, que nos lleva de la mano mientras contemplamos esos planos pintados sobre la pantalla por Deakins, para completar una experiencia extática en la sala de cine. No esperéis a ver esta película en casa.