FENCES: SATURNO DEVORA A SUS HIJOS


Fences es una obra poderosa que habla de la vida de una forma profunda, dolorosa y verdadera. La tercera película dirigida por Denzel Washington resulta muy teatral, en el buen sentido del término. Adaptada de la obra original ganadora de un premio Pulitzer en 1987, por su propio autor, August Wilson -nominado a un Oscar que sería póstumo, murió en 2005- sus diálogos son espesos y cargados de sabiduría, sus interpretaciones magníficas -Washington y Viola Davis, también nominados, repiten en los roles que les valieron sendos Tonys en 2010- y sobre todo, hay que rendirse ante la capacidad de la película para evocar vidas enteras, tres generaciones ni más ni menos, sin salir prácticamente del patio trasero del humilde chalet familiar en el que el protagonista, Troy Maxson (Washington), construye esa cerca que da título al film y que funciona como metáfora de muchas cosas. La construcción de esa valla de madera sirve para mantener a algunos fuera, para intentar retener dentro a otros, pero también para marcar el paso del tiempo. Creo que esta historia habla, como ninguna otra que yo recuerde, sobre la figura paterna. Nos habla del padre como cabeza de familia -la película está ambientada en los años 50- pero también como hombre. Ese hombre que levanta una cerca porque es el papel que le han dado, pero que quizás no sabe por qué lo hace y seguramente, en el fondo, no quiere hacerlo. Fences saca a la luz las sombras que todos tenemos dentro. Habla de cómo nos marca el pasado, del que intentamos escapar, pero que siempre acaba dándonos alcance. Habla de padres que repiten los errores que bienintencionadamente intentaron evitar en sus hijos o que directamente cometen otros. Hay que mencionar también, como tema, el conflicto racial, lógico en una época cambiante en los Estados Unidos, presente en la historia, que ha marcado sin duda al protagonista, pero que de ninguna forma constituye el eje temático del film. El que algunos afroamericanos hayan visto truncados sus sueños por nacer en una época racista no es más que un elemento más en la composición de un personaje muy humano, lleno de fallos, obligado por la sociedad -¿por el orden natural?- a ser un padre. Y esa figura paterna, inmensa, inalcanzable, aterradora, cobra vida en Denzel Washington, un actor de una fuerza increíble, al que quizás solo le falla un físico demasiado agraciado. No nos creemos la decadencia física del personaje, por mucha tripa que enseñe y cuesta aceptar que un hombre de 40 años -Russel Hornsby- sea su hijo. Es el precio de ser una estrella de Hollywood durante tanto tiempo. Su pareja en pantalla, Viola Davis, consigue algo que me parecía imposible: interpretar el papel de mujer sufridora sin erigirse en víctima. Ella esconde el mensaje de esta película.

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