Avanza The Walking Dead pisando el freno constantemente. Una situación de tensión máxima entre los Salvadores y los habitantes del Reino parece que va a desencadenar el conflicto que estamos esperando entre los buenos y los malos. Pero la situación se calma sin que la sangre llegue al río. Richard (Karl Makinen) se decide a emprender la guerra por su cuenta, recluta a Daryl (Norman Reedus), pero el plan del primero fracasa -un autoatentado que obligaría a Ezekiel (Khary Payton) a declarar la guerra- porque la víctima sería nada menos que Carol (Melissa McBride). Lo que sigue es el reencuentro entre esta y Daryl, emocionante sin duda, pero que tampoco nos lleva a nada. Daryl miente a Carol sobre los Salvadores y le oculta la muerte de Glenn y Abraham para que ella pueda seguir viviendo aislada y en paz. Como veis, cada paso hacia adelante, hacia el enfrentamiento con los enemigos, es frenado por algo que lo contrarresta. El objetivo puede ser alargar la trama. El resultado, cierta frustración en el espectador que desea una mayor agilidad narrativa. Lo malo es que los finales resultan predecibles ¿O alguien duda de que habrá conflicto con los Salvadores y que Carol volverá al grupo? Veremos. Lo mejor de este episodio tiene que ser, por tanto, el encuentro de los protagonistas con esos "nuevos mejores amigos". Una comunidad postapocalíptica, casi más medieval que el propio Reino, liderada por la exótica Jadis (Pollyanna McIntosh). Este grupo tiene un rito de iniciación, una prueba de fuego, que consiste en echar al extranjero a un agujero -entre coches, entre chatarra- habitado por un zombie tuneado con armadura y pinchos. Algo parecido a la mazmorra del rancor en El retorno del Jedi (1983) o el foso de El ejército de las tinieblas (1992). El monstruo no tiene el más mínimo sentido, pero mola un montón.
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