Resulta imposible entender en 2015 lo que debe haber sido entrar en un cine en 1977 a ver una película llamada Star Wars. Sin tener ni idea de lo que te ibas a encontrar. Mañana, asistiremos a las salas de cine con unas expectativas que posiblemente sean imposibles de satisfacer. A finales de los setenta, La Guerra de las Galaxias era puro misterio. No sabíamos nada de aquel universo tan lejano. Es ese misterio lo que J.J. Abrams ha intentado recuperar con su secretismo sobre El despertar de la Fuerza.
Una nave gigantesca, más grande que la vida, irrumpía en la pantalla de cine. Ahora sabemos que se trata de un destructor imperial, pero entonces no teníamos ni idea. Y la película no nos explicaba nada. En este sentido, George Lucas seguía la idea de Stanley Kubrick -en 2001: Una odisea del espacio (1968), de la que también sale la respiración de Darth Vader- que establecía que, si los personajes viven en ese mundo, no es lógico que se expliquen unos a otros cómo funciona todo a su alrededor. Igual que nosotros le contamos a nadie cómo funciona un coche. Star Wars era lo no explicado. Estimulaba nuestra imaginación, que fantaseaba con esas Guerras Clon de las que Ben Kenobi (Alec Guiness) le hablaba a Luke (Mark Hamill). Hoy tenemos una película sobre ellas, El ataque de los clones (2002). ¿Cómo robaron los rebeldes los planos de la Estrella de la Muerte? Entonces no importaba. En 2016 tendremos otro film sobre el tema, Rogue One. Star Wars era imaginarse todo eso que ahora tenemos sobreexplicado en precuelas, novelas, cómics, series animadas, páginas webs y documentales. Algo hemos perdido.
En Star Wars, George Lucas supo mezclar muy bien diversos elementos para hacer algo original. Todo comenzó con Akira Kurosawa y sus películas de samuráis. Lucas se inspiró en ellos para sus jedis y más concretamente en La fortaleza escondida (1958) de donde extrajo la idea de una pareja cómica -R2D2 y un C3PO cuyo aspecto recuerda a la María de Metrópolis (Fritz Lang, 1927)- y también de una princesa temperamental y guerrera. ¿Y si Toshiro Mifune hubiera sido Obi-Wan Kenobi? Sergio Leone plagió Yojimbo (1961) en Por un puñado de dólares (1964), y Tatooine tiene mucho de Almería, es casi un spaghetti Sci-Fi. Estas influencias se mezclan con la intención de hacer un serial de aventuras galácticas -una space opera al estilo de Flash Gordon (1936)- copiando además momentos del cine de aventuras que deben haberse quedado grabados en la memoria de Lucas. Cuando Luke atraviesa un abismo en la Estrella de la Muerte con la princesa Leia (Carrie Fisher), el director calca una escena de Simbad y la princesa (Nathan Juran, 1958). Por si fuera poco, las escaramuzas entre los Ala-X y los cazas TIE están inspiradas en viejos documentales de la Segunda Guerra Mundial.
Por debajo de estas referencias cinéfilas, hay un sustrato mítico, fruto del estudio que hizo Lucas de la obra del mitógrafo Joseph Campbell. Star Wars tiene los mismos elementos que los mitos de culturas de todo el mundo: la idea de una persona corriente que se convierte en héroe, en el elegido para salvarnos del mal. J.R.R Tolkien debe haber pensado algo similar: si comparáis la historia de Luke con la de Frodo, encontraréis que Star Wars y El Señor de los anillos (1954) cuentan prácticamente lo mismo. Luke es un granjero y Frodo un simple hobbit que vive en la Comarca. Un mentor les enseña el camino para convertirse héroes: Ben Kenobi y Gandalf. Ambos encuentran aliados en una cantina: Han Solo y Aragorn. Los dos reciben armas de gran poder: el sable láser y el anillo único. Y se aventuran en el territorio de su gran enemigo Darth Vader/Sauron cuando entran en la Estrella de la Muerte/Mordor. Por último, el anillo único ejerce en Frodo el mismo poder que el lado oscuro en Luke. Con esto no estoy hablando de un plagio, ni de una casualidad, sino de elementos comunes a todas las historias que forman parte del inconsciente colectivo humano. Por eso, Star Wars (1977) -o El Señor de los Anillos, o Matrix (1999)- resuena a un nivel muy profundo en todos nosotros. Por eso resulta casi imposible resistirse a su encanto.
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