LA QUIMERA DEL ORO -LA DIVERTIDA HISTORIA DEL CINE


Un siglo después, en su versión restaurada estrenada en cines en este 2025, La quimera del oro (1925) de Charles Chaplin sigue siendo una experiencia cinematográfica maravillosa que revela una película perfecta. Considerada una de las mejores obras de la historia del cine, resulta mágico poder verla en pantalla grande, en una sala llena de espectadores, escuchando las risas de los niños que han venido con sus padres a descubrir qué es eso del cine. Si dejamos a un lado los inútiles prejuicios ante un cine mudo y en blanco y negro, la realidad es que esta película no necesita diálogos para su comprensión -en varias ocasiones los intertítulos parecen enfáticos- por lo que resulta cuestionable que en los años 40 el propio Chaplin decidiera sonorizar la película para llevarla a un nuevo público. La quimera del oro es tan accesible porque en ella participan dos genios. Al primero lo debería conocer todo el mundo: es el actor que fue Chaplin en su personaje de Charlot, un maestro de la mímica y la pantomima, capaz de expresar emociones e ideas sirviéndose solo del gesto. El otro genio también es Chaplin, claro, pero está detrás de la cámara, organizando cada gag y cada secuencia para que sea lo más efectiva posible en su cometido principal, que es hacer reír, pero también para sacar alguna lágrima, en definitiva, para emocionar al espectador. La historia se presenta primero con un hecho histórico, la fiebre del oro en Alaska a principios del siglo XX, un escenario de wéstern que arranca con planos épicos de las montañas inconquistables y de cientos de mineros sobre la nieve, arriesgando la vida por la promesa de la fortuna. Pero enseguida vemos al famoso vagabundo con sus andares tambaleantes y su bastón, recorriendo una peligrosa cordillera: es el primer chiste de la película. La primera parte de la cinta es una serie de afortunados gags relacionados con las penurias de los buscadores de oro. Además de Charlot tenemos en pantalla al peligroso Black Larsen (Tom Murray) y al gigantesco Big Jim McKay -fantástico Mack Swain-, los tres encerrados en una cabaña, atrapados por una tormenta de nieve, intentando aniquilarse el uno a otro, muertos de hambre. Pero luego la trama se transforma en un drama romántico, con tintes sociales, en el que el vagabundo es un marginado, como siempre enamorado de una chica imposible, Georgia -la restauración nos permite admirar a una Georgia Hale guapísima-, que sufre desengaños y humillaciones por parte de una sociedad que le excluye, y que se enfrenta al villano -también altísimo- Jack (Malcolm Waite). El drama social melodramático da paso a un clímax espectacular, de nuevo en la cabaña, elemento del decorado que cobra vida como la vivienda de recién casados de Buster Keaton en Una semana (1920), la casa voladora de El mago de Oz (1939) o la cabaña maldita de Terroríficamente muertos (1987). La quimera del oro está llena de momentos divertidísimos: cuando Black Larsen y Big Jim forcejean y apuntan accidentalmente con la escopeta al vagabundo, que intenta quitarse de la mira desesperadamente en una coreografía de risa nerviosa; el icónico momento en el que una vieja bota cocida se convierte en un banquete para dos muertos de hambre; el baile con los panecillos que Chaplin, copiado de Roscoe 'Fatty' Arbuckle pero cuya interpretación también mejora el británico. Todos son momentos que son historia del cine, pero también hay que fijarse en cómo Chaplin convierte una foto de Georgia en el símbolo de la relación amorosa entre los dos personajes principales. La fotografía de Georgia aparece en varias ocasiones, primero como objeto de deseo del tóxico Jack, luego cae rota en el suelo y es recogida por el vagabundo; por último, es hallada bajo la almohada del hombrecillo por la propia Georgia desvelándose el amor secreto -no debe ser casual que el romance entre Charlot y la chica solo se consuma cuando son retratados en una foto-. Esta forma de narrar a través de los objetos y los detalles había sido perfeccionada por Chaplin en otra obra maestra, Una mujer de París (1923), que inspirará nada menos que el famoso toque Lubitsch. Y es que La quimera del oro ha sido tan influyente a través de la historia del séptimo arte que ver esta película es ver todo el cine.

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