EIGHT POSTCARDS FROM UTOPIA -EL ANTIZAPPING


Eight Postcards from Utopia
 (2025) es un documental realizado por el director rumano Radu Jude y el filósofo Christian Ferencz-Flatz, este último dedicado a una investigación sobre la publicidad postsocialista. Precisamente, estamos ante una película de montaje: 71 minutos de anuncios televisivos, ordenados en ocho bloques temáticos diferentes sobre el dinero, los roles de género, las etapas de la vida y hasta la magia. ¿Qué conclusiones se pueden sacar de la publicidad de la televisión generalista de un país? Lo primero es que el conjunto del film es una especia de tortura: si el zapping consiste, precisamente, en cambiar de canal para evitar los consejos comerciales, estamos ante lo contrario. Los anuncios se suceden uno detrás de otro dando la sensación de que no hay escapatoria. La acumulación nos atrapa en una especie de realidad alternativa de promesas falsas, felicidad impostada, gente guapa y soluciones a problemas que no existen. El tono más presente es el humor, pero hay que decir que los anuncios que vemos no parecen ser precisamente obras de arte ni ejemplos del mejor ingenio y los valores de producción de la industria publicitaria. Son más bien producciones modestas, de un humor simple y mensajes tan directos que resultan groseros, de producción pobre que al ser antiguos resultan desfasados. Hay mucho humor involuntario y un catálogos de valores, claro, capitalistas y consumistas, pero también machistas y patrioteros, como esos primeros anuncios que hablen la película, de corte histórico que apelan a un pasado glorioso en tiempos del imperio romano o de la Rumanía medieval. Eight Postcards from Utopia es una propuesta diferente, radical, de espíritu crítico, que exige al espectador que saque sus propias conclusiones sobre lo que se le presenta en pantalla. Y sin poder cambiar de canal.

A LA DERIVA -EL RÍO DE LA HISTORIA


¿Qué es el cine? Nos lo podíamos preguntar al entrar, o al salir de la sala, tras ver una película como A la deriva (2025) del prestigioso director chino Jia Zhang-ke. Si lo que esperamos es una narración convencional, con un planteamiento-nudo-desenlace, quedaremos decepcionados. La película es, sin duda, enigmática. Está compuesta de imágenes que no tienen un hilo conductor claro. Algunas parecen imágenes de un vídeo casero: un grupo de mujeres, que no conocemos, ni sabemos dónde se encuentran, aparecen cantando, entre risas y vergüenza. La primera conclusión que podemos sacar entonces es que estamos ante algo parecido a un documental, aunque seguimos sin encontrar un tema: no hay textos explicativos, ni una narración verbal. Pero también hay escenas claramente dramatizadas, entre personajes también desconocidos, que aparecen en el metraje sin avisar. Segunda conclusión, estamos ante una mezcla de documental y ficción. Lo siguiente es estudiar las imágenes ¿Qué revelan? El formato va cambiando, así como la nitidez de las imágenes, de una forma que parece caprichosa, por lo que podemos decir que estamos ante un material recopilado. Luego están las señales cronológicas que nos da la propia película, como la celebración de la llegada del siglo XXI: comenzamos en el año 2000 y al llegar al final estaremos cerca del presente, tras haber pasado por la pandemia. Efectivamente, Jia Zhang-ke utiliza imágenes grabadas durante 22 años, de forma personal o de sus películas anteriores. Así, los actores que aparecen, principalmente Zhao Tao y Li Zhubin, envejecen ante nuestros ojos. Si prestamos mucha atención, una pequeña historia se desarrolla entre estos personajes, Qiao Qiao y Bin, un hombre y una mujer que mantienen una relación sentimental, pero también laboral, a los que vemos en una serie de encuentros, desencuentros y reencuentros a través de los años. Ella parece ganarse la vida como modelo y bailarina en fiestas, al menos cuando es joven. Él es una especie de empresario que acaba metido en negocios sucios. Rellenando los agujeros de esta historia más bien escueta, Jia Zhang-ke despliega ante nuestros ojos una serie de imágenes que no son otra cosa que la historia reciente de China: un viejo cuadro de Mao, unas casas que son demolidas y otras que son levantadas, las mascarillas del covid, la modernización de los móviles, la llegada de los influencers y hasta de los robots. La historia de un país ante nuestros ojos -en esto la película conecta con un film contemporáneo, Black Dog (2025)- y dos personajes cuyas vidas transcurren a la deriva del río de la historia.

LOS VECINOS -UN MUNDO DIVIDIDO


El veterano y prestigioso André Téchiné firma en Los vecinos (2025) un estudio de personajes enmarcado en la confrontación ideológica. Lucie Muller -siempre estupenda Isabelle Huppert- encarna a una mujer policía que acaba de sufrir el suicidio de su marido (Moustapha Mbenge), también agente, motivado por las malas condiciones de los funcionarios en el cuerpo. En ese momento de pérdida y decepción vital, unos nuevos vecinos se mudan al frente de la casa de Lucie: Yann (Nahuel Pérez Biscayart), su pareja Julia (Hafsia Herzi) y la hija de ambos, Rose (Romane Meunier). Es esta última, al perderse y ser encontrada por Lucie, la que provoca el encuentro entre vecinos, que pronto establecen una relación de amistad y cariño. El conflicto central de la trama es que si Lucie es policía, Yann es un activista con un largo historial de enfrentamientos violentos con la policía. Téchiné va tejiendo su historia con estos elementos, centrándose sobre todo en los personajes y sus conflictos, enfrentándolos por sus idelogías opuestas, y buscando, como moraleja, un posible punto de encuentro entre ambas posturas. Como trasfondo aparecen también otros asuntos pertinentes del retrato de Francia como nación: la herencia del colonialismo y el problema siempre presente de la inmigración. Además, Lucie ha unido su destino a un hombre de origen africano que le ha aportado una espiritualidad que añade complejidad al personaje y que justifica una mirada más abierta de lo habitual. Drama íntimo, sin estridencias, Los vecinos se beneficia de unas sólidas interpretaciones para presentar un drama con tintes sociales que invita a la reflexión.

LOS CUATRO FANTÁSTICOS: PRIMEROS PASOS -LA PRIMERA FAMILIA


Parece cosa del destino que los Cuatro Fantásticos vuelvan a las pantallas de cine para inaugurar una nueva etapa en el Universo Marvel Cinematográfico, ya que con este cuarteto creado por Jack Kirby y Stan Lee se inauguró en 1961 la era Marvel en los cómics. Estos fueron los primeros superhéroes de la editorial -si no contamos con el precedente del Capitán América, Namor y la Antorcha Humana original de los años 40- que rompían el molde con respecto a los populares Superman y Batman. Reed Richards, Sue Storm, Johnny Storm y Ben Grimm no tenían identidad secreta, no llevaban máscara y parecían personas corrientes, con defectos y temperamentos que los hacían pelearse entre ellos. Como una familia. Sus aventuras eran viajes de descubrimiento de ciencia ficción en las que exploraban mundos fantásticos, dimensiones extrañas y se enfrentaban a mostruos gigantes y amenazas colosales. La serie, a pesar de su inocencia a los ojos actuales, es una lectura fascinante gracias al desbordante talento de Kirby y a la constante invención de conceptos y personajes en un universo de ficción en constante expansión. En el cine no hemos tenido tanta suerte. Obviando la barata versión nunca estrenada de la productora de Roger Corman de 1994, las versiones de 2005 y 2007 no fueron satisfactorias y la cinta firmada por Josh Trank en 2015 es un desastre. Por todo ello, Los Cuatro Fantásticos: Primeros pasos (2025) lo tenía muy fácil para ser la mejor película sobre los personajes y así lo ha conseguido, con permiso, claro, de la estupenda Los Increíbles (2004), con la que esta nueva adaptación tiene varios puntos en común. El director Matt Shakman plasma con acierto el espíritu de las primeras aventuras de los personajes, centrándose en las dinámicas entre los miembros de esta familia, encarnados estupendamente por Vanessa Kirby, Pedro Pascal, Joseph Quinn y Ebon Moss-Bachrach. Este reparto de actores logra componer personajes simpáticos, entrañables en los conflictos provocados por sus extraños superpoderes, que aparecen apuntados someramente dentro del marco argumental de la historia más grande jamás contada en Lo
Cuatro Fantásticos: la llegada de Galactus (Ralph Ineson), guiado por su heraldo, Silver Surfer (Julia Garner). El guión firmado a cuatro manos aspira a contar muchas cosas: elude narrar de nuevo el origen de los personajes, resumiendo sus primeras aventuras para centrarse en nuevos conflictos y en la llegada del mencionado villano. Y haciendo malabares la película consigue equilibrar el desarrollo de los personajes, los momentos emotivos, el humor, la acción superheróica y la aventura espacial con bastante acierto. En menos de dos horas se consigue transmitir la sensación de apocalipsis inevitable que debe imprimir un personaje como Galactus, trasunto de la misma muerte, metáfora del fin inevitable de todas las cosas. Con referencias simpáticas a clásicos como 2001: Una odisea del espacio (1968), Star Wars (1977) y la saga de Star Trek, la película esquiva también los peajes de toda entrega de Marvel Studios al proponer una historia fresca, con la excusa de una dimensión alternativa, que no está mirando todo el tiempo a futuras entregas -a pesar de la presencia de las inevitables escenas postcréditos a modo de cliffhanger-. Aunque los efectos especiales -de la Cosa y la Antorcha Humana- no acaban de convencerme, hay que alabar el brillante diseño de producción y vestuario, una estética retro-futurista que está llena de detalles vintage, a lo que hay que sumar un planteamiento estético que parece inspirado en el hiperrealismo de la serie limitada Marvels (1994) creada por el guionista Kurt Busiek e ilustrada por Alex Ross. Mencionemos también la estupenda música de Michael Giacchino -que también compuso la banda sonora de Los increíbles-. Los Cuatro Fantásticos: Primeros pasos es un film sólido, excelente en su mezcla de lo íntimo y lo cósmico, con algunas ideas estupendas -la ecografía de la Mujer Invisible- que captura bien la esencia de los inmortales personajes creados por Lee y Kirby.

SUPERESTAR -LA PARADA DE LOS MONSTRUOS


Era completamente imposible anticipar lo que iba a hacer Nacho Vigalondo en Superestar (2025), la serie producida para Netflix que ha hecho de la sorpresa su principal seña de identidad. 
Vigalondo siempre me ha parecido un autor tremendamente inteligente, de propuestas brillantes en cada uno de sus cortos y largometrajes, pero quizás nunca antes había conseguido emocionar como lo hace en Superestar. El argumento de la serie nos sitúa a principios del siglo XXI, cuando se instauraba en la telebasura española la cruel costumbre de reírse en público de seres desesperados, más de uno con problemas de salud mental, ávidos de reconocimiento y fama. Eran persona(jes) de usar y tirar, pero con Tamara y su grupo de seguidores -luego enemigos- formado por Leonardo Dantés, Arlequín, Loly Álvarez, Paco Porras y Tony Genil la cosa se salió de control. Lo que comenzó como el despiadado aprovechamiento televisivo de unos juguetes que ya estaban rotos antes de salir en la tele, acabó siendo real por un instante. Seguramente durante esos 15 minutos de fama que se le adjudican a Andy Warhol, Tamara fue un verdadero fenómeno: ya no solo nos reíamos de ella, sino con ella y, además, cantamos y bailamos con ella. Por un momento, y a pesar de todo, estos personajes pudieron cumplir su sueño de fama: algunos de ellos tenían aspiraciones artísticas reales, malogradas por la falta de talento y sobre todo, por la falta de escrúpulos. Con este material, Vigalondo se podría haber limitado a crear un biopic al uso, recreando los momentos más emblemáticos -los que se vieron en televisión en su momento- enmarcados en un contexto dramático de docuficción. En lugar de eso, el director cántabro decide aportar una visión artística para crear una fantasía muy estimulante y sorprendente que bebe de la fuentes más diversas: de David Lynch -sobre todo-, de Stanley Kubrick, de Valle Inclán, del cine de terror y del found footage, de las leyendas urbanas, del humor chanante -Vigalondo dirigió varios sketches del mítico programa-, y hasta de los universos y realidades paralelas, tema ya presente en su propia obra como director, con referencias a Phillip K. Dick y su exploración constante de la naturaleza de la realidad. Con esta visión de la historia, parece que Vigalondo ha gozado de una libertad total para afrontar la serie, apoyado por la producción de los Javis, cuyas constantes como autores también están presentes: la emotividad, el uso de temas musicales generacionales, la nostalgia por épocas pasadas de la televisión, por el mundo del corazón y los famosos españoles.

Que pueda ser la obra más personal de Nacho Vigalondo parece evidente cuando presenta personalmente cada capítulo como si fuese un nuevo Chicho Ibáñez Serrador. Se reserva además el encarnar una versión de Javier Sardá, cuyo programa, Crónicas Marcianas, fue el principal escaparate del tamarismo y de su cohorte de freaks. En cada episodio, la historia se centra en un personaje diferente y en su perspectiva sobre unos mismos hechos, el ascenso a la fama de Tamara/Yurena/Ámbar: la primera es Margarita Seisdedos, cuyo protagonismo se aprovecha para presentar el origen y la infancia de la cantante, para seguir luego con capítulos dedicados a los otros miembros del 'culebrón' hasta culminar con el dedicado a la propia Tamara. En cada uno de estos capítulos se nos sorprende con un planteamiento inesperado, capaz de servirse del expresionismo alemán filtrado por Lynch para hablarnos de la madre de Tamara; de desdoblar a Leonardo Dantés en un doctor Jekyll y Mister Hyde; de hacer de Arlequín una suerte de Joker terrorífico; de introducir a Paco Porras en algo parecido a Eyes Wide Shut (1999). Vigalondo utiliza en cada capítulo y casi en cada secuencia recursos cinematográficos que nos llevan del realismo costumbrista a los efectos digitales, las texturas del vídeo y del tubo catódico, además de animaciones, ralentizados, repeticiones de escenas y elementos surrealistas que hacen que el visionado sea todo menos pasivo. Hay que hablar también del logro que supone haber conseguido que alguno de los actores más solventes y conocidos del cine español se hayan prestado para interpretar a estos personajes de la telebasura: hay que mencionar especialmente a Ingrid García-Jonsson, que alcanza cimas de emoción altísimas en el retrato de la mujer que hay detrás del personaje televisivo que es Tamara; y me parece fantástico Secun de la Rosa como Leonardo Dantés, que sin caer en la imitación construye el personaje más entrañable y complejo del conjunto. Pero también están Julián Villagrán, Pepón Nieto y Natalia de Molina, actores que verdaderamente desaparecen detrás de sus caracterizaciones -completan el reparto un estupendo Carlos Areces y Rocío Ibáñez, por no hablar de los muchísimos cameos-. Todos cumplen un rol en una ficción que reivindica a estos frikis de la tele, sin ocultar sus defectos y facetas más oscuras y sórdidas, asumiendo sus errores pero también normalizando elementos que en su momento se ocultaban, como la homosexualidad o la ideología y, sobre todo, dando un buen tirón de orejas a los medios. Vigalondo consigue en Superestar su obra más emotiva y, sobre todo, más humanista, en la que es la serie del año.

VOY A PASÁRMELO MEJOR -AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS


Voy a pasármelo mejor
(2025) 
continúa las aventuras vitales de los Pitus, los niños protagonistas de Voy a pasármelo bien (2022), ahora adolescentes. Una secuela muy esperada que evita, eso sí, el rigor argumental entre una película y otra para sacarse de la manga un episodio intermedio entre el amor infantil de David (Izan Fernández) y Layla (Renata Hermida Richards) y el que tendrán de adultos -encarnados por Raúl Arévalo y Karla Souza-. La idea es convertir esta secuela en una película de campamentos, subgénero de la comedia juvenil estadounidense que sirve aquí de marco para presentar a nuevos personajes. Los números musicales se reducen al mínimo y desaparece el referente de los Hombres G de la primera cinta, para optar por canciones originales que apelan directamente a la historia que nos cuentan, a las que hay que sumar conocidos temas pop de los años 90. La película se convierte así en una comedia juvenil, un coming of age en toda regla, que se apoya en el carisma de los personajes -y actores- que ya conocemos -y queremos-. Así, a David lo acompañan de nuevo el verborréico Luis (Rodrigo Gibaja), que sigue soltando frases hechas pasadas de moda y que ahora vive su propia e intensa historia; Paco (Rodrigo Díaz) que sigue descubriendo sus sentimientos y su orientación sexual; y Fernando (Michel Herráiz) que se dedica a sacarse el carné de conducir. Mencionemos también al pesado de Maroto (Javier García) que sirve de alivio cómico, un running gag hecho actor, y el regreso del macarra de Tormo (Diego Montejo). Con nuevos personajes interesantes y humanos a cargo de Alba Planas o Candela Camacho, el guión de David Serrano y Luz Cipriota sorprende por plantear temas complejos como un embarazo no deseado o un primer amor LGTBI, sin perder la inocencia de la primera película ni esos planes imposibles que plantean los protagonistas. La comedia funciona, sobre todo cuando echa una mirada satírica a la España de los 90 y a las canciones de aquella época que hoy pueden parecer un chiste -con todo el cariño, Chimo Bayo, Seguridad Social-; a las dificultades con el inglés o a lo abultados que parecían los precios en pesetas. Detrás de la cámara está Ana de Alva, que se estrena en el largometraje y hace parecer fácil dirigir por primera vez una película en la que hay números musicales y todos los personajes importantes son niños. No solo la película es efectiva dentro de sus pretensiones, sino que logra transmitir emociones, ternura y sobre todo, un entusiasmo vitalista que hay que agredecer. No estamos ante un mero entretenimiento comercial que busca rentabilizar la taquilla familiar, sino ante un producto con alma, que respeta a los espectadores y que consigue alcanzar momentos muy emotivos y hasta memorables: el viaje en coche de los Pitus con la canción Cien Gaviotas de Duncan Dhu es la perfecta y satisfactoria cristalización de todos los conflictos planteados para los protagonistas. Voy a pasármelo mejor es una estupenda fantasía nostálgica para los adultos que los niños y adolescentes van a disfrutar en presente.


LA QUIMERA DEL ORO -LA DIVERTIDA HISTORIA DEL CINE


Un siglo después, en su versión restaurada estrenada en cines en este 2025, La quimera del oro (1925) de Charles Chaplin sigue siendo una experiencia cinematográfica maravillosa que revela una película perfecta. Considerada una de las mejores obras de la historia del cine, resulta mágico poder verla en pantalla grande, en una sala llena de espectadores, escuchando las risas de los niños que han venido con sus padres a descubrir qué es eso del cine. Si dejamos a un lado los inútiles prejuicios ante un cine mudo y en blanco y negro, la realidad es que esta película no necesita diálogos para su comprensión -en varias ocasiones los intertítulos parecen enfáticos- por lo que resulta cuestionable que en los años 40 el propio Chaplin decidiera sonorizar la película para llevarla a un nuevo público. La quimera del oro es tan accesible porque en ella participan dos genios. Al primero lo debería conocer todo el mundo: es el actor que fue Chaplin en su personaje de Charlot, un maestro de la mímica y la pantomima, capaz de expresar emociones e ideas sirviéndose solo del gesto. El otro genio también es Chaplin, claro, pero está detrás de la cámara, organizando cada gag y cada secuencia para que sea lo más efectiva posible en su cometido principal, que es hacer reír, pero también para sacar alguna lágrima, en definitiva, para emocionar al espectador. La historia se presenta primero con un hecho histórico, la fiebre del oro en Alaska a principios del siglo XX, un escenario de wéstern que arranca con planos épicos de las montañas inconquistables y de cientos de mineros sobre la nieve, arriesgando la vida por la promesa de la fortuna. Pero enseguida vemos al famoso vagabundo con sus andares tambaleantes y su bastón, recorriendo una peligrosa cordillera: es el primer chiste de la película. La primera parte de la cinta es una serie de afortunados gags relacionados con las penurias de los buscadores de oro. Además de Charlot tenemos en pantalla al peligroso Black Larsen (Tom Murray) y al gigantesco Big Jim McKay -fantástico Mack Swain-, los tres encerrados en una cabaña, atrapados por una tormenta de nieve, intentando aniquilarse el uno a otro, muertos de hambre. Pero luego la trama se transforma en un drama romántico, con tintes sociales, en el que el vagabundo es un marginado, como siempre enamorado de una chica imposible, Georgia -la restauración nos permite admirar a una Georgia Hale guapísima-, que sufre desengaños y humillaciones por parte de una sociedad que le excluye, y que se enfrenta al villano -también altísimo- Jack (Malcolm Waite). El drama social melodramático da paso a un clímax espectacular, de nuevo en la cabaña, elemento del decorado que cobra vida como la vivienda de recién casados de Buster Keaton en Una semana (1920), la casa voladora de El mago de Oz (1939) o la cabaña maldita de Terroríficamente muertos (1987). La quimera del oro está llena de momentos divertidísimos: cuando Black Larsen y Big Jim forcejean y apuntan accidentalmente con la escopeta al vagabundo, que intenta quitarse de la mira desesperadamente en una coreografía de risa nerviosa; el icónico momento en el que una vieja bota cocida se convierte en un banquete para dos muertos de hambre; el baile con los panecillos que Chaplin, copiado de Roscoe 'Fatty' Arbuckle pero cuya interpretación también mejora el británico. Todos son momentos que son historia del cine, pero también hay que fijarse en cómo Chaplin convierte una foto de Georgia en el símbolo de la relación amorosa entre los dos personajes principales. La fotografía de Georgia aparece en varias ocasiones, primero como objeto de deseo del tóxico Jack, luego cae rota en el suelo y es recogida por el vagabundo; por último, es hallada bajo la almohada del hombrecillo por la propia Georgia desvelándose el amor secreto -no debe ser casual que el romance entre Charlot y la chica solo se consuma cuando son retratados en una foto-. Esta forma de narrar a través de los objetos y los detalles había sido perfeccionada por Chaplin en otra obra maestra, Una mujer de París (1923), que inspirará nada menos que el famoso toque Lubitsch. Y es que La quimera del oro ha sido tan influyente a través de la historia del séptimo arte que ver esta película es ver todo el cine.

SUPERMAN -LA VIDA FUTURA


Superman es, todo el mundo lo sabe, el primer superhéroe. El primer personaje de un subgénero que revolucionó el cómic en 1938 -hasta entonces habitado por tiras cómicas, animales parlantes y aventureros pulp- y que comercialmente dominó el medio, como hasta hace poco los superhéroes han dominado también la taquilla cinematográfica. En el cine, el Superman (1978) de Richard Donner y Christopher Reeve también fue el primero -si olvidamos los primitivos seriales y series radiofónicas y de televisión-. Desde su origen, el personaje, lejos de la imagen de boy scout todopoderoso que tiene la mayoría de la gente, ha vivido muchas etapas a lo largo de las décadas, reflejando siempre su tiempo con sus aventuras. El primer Superman, creado por dos artistas de origen judío amantes de la ciencia ficción -Jerry Siegel y Joe Shuster- era un tipo fuerte y expeditivo, incluso rabioso, que se enfrentaba a las injusticias sociales -en aquel lejano Action Comics #1 se las veía con un político corrupto- y solo décadas después sus enemigos dejaron de habitar el mundo real para convertirse en supervillanos de opereta y amenazas intergalácticas. El Superman (2025) de James Gunn es un poco de todo eso. La película que inaugura una nueva etapa del universo DC cinematográfico recupera al personaje más camp, el de los años 50 y 60 -cuando la censura obligó a infantilizar a los superhéroes- y nos presenta a un superhéroe -un perfecto David Corenswet- acompañado de su súper-perro, Krypto, auténtico coprotagonista de la cinta. Nolan y Snyder se revolcarían en sus tumbas si estuviesen muertos. James Gunn nos trae una historia luminosa, colorida y paródica a partes iguales -recordemos que es el responsable de la estupenda trilogía de comedias de Guardianes de la Galaxia de Marvel Studios-, rejuveneciendo al Superman/Clark Kent de Donner pero insertando sus peripecias en un mundo muy parecido al real, en una jugada muy arriesgada. ¿Qué pasaría si Superman existiese realmente? ¿Se quedaría de brazos cruzados ante la invasión Rusa de Ucrania? ¿Y ante la insoportable situación en Gaza? Si algo podemos aplaudir a Gunn es que se moja y que no busca excusas para afrontar la cuestión de forma simple y clara: olvídate de ideologías, Superman está con los débiles. Porque un ser todopoderoso como Superman tiene que ser también absolutamente bondadoso. Eso aunque el autor Frank Miller lo convirtiera en instrumento del Gobierno de Estados Unidos y en el enemigo de un Batman liberal en El regreso del caballero oscuro (1986); o que Kurt Busiek nos mostrase a un héroe sin tiempo libre en Astro City (1995); o aunque el guionista Mark Waid se imaginase lo que pasaría si al hombre de acero se le fuera la olla en Irredeemable (2009). Y la respuesta da miedo. Lo mismo hizo el propio James Gunn en su película -de terror- Brightburn (2019) y ahora, de forma inteligente y graciosa, el director recupera el concepto en la figura del incontrolable Krypto, que se comporta como un perro real, pero, al tener superpoderes, resulta verdaderamente peligroso. Si el verdadero Superman tiene que ser completamente bueno, el de Gunn se enfrenta a un mundo políticamente complejo, a las fake news, a las redes sociales, a los líderes mundiales de pacotilla -aunque sean de países inventados- y al poder económico, mediático y político de los grandes empresarios tecnológicos -y psicópatas- que representa Lex Luthor (Nicholas Hoult), cuya motivación, sin embargo, remite al villano clásico, el que siente envidia ante la perfección del kryptoniano y que lo ve como una amenaza para la humanidad. Este Superman es noble, bienintencionado, y también es un inmigrante -del espacio exterior-, pero sobre todo es humano, torpe y algo inocente. Su contrapartida es una resolutiva Lois Lane, a la que Rachel Brosnahan da vida a la perfección. Y Gunn introduce también a los compañeros metahumanos de Superman, unos superamigos inspirados en la Liga de la Justicia Internacional de Keith Giffen y J.M. DeMatteis, con los que el director parece sentirse más cómodo, haciendo comedia con personajes que son idiotas, como ya demostró también en la nihilista Escuadrón suicida (2021) o en la serie Pacificador (2022). Así, la nueva película de Superman se balancea entre lo que sentimos debe ser una historia del primer superhéroe y el marcado estilo de James Gunn -recordemos su ya lejana y ácida Super (2010)-. Ambas cosas funcionan por separado, pero de momento hay fricciones entre las dos sensibilidades. La película es muy disfrutable pero tiene ligeros problemas de ritmo, como si siempre cogiese al espectador con el pie cambiado. Aún así, deja con ganas de ver cómo Gunn perfecciona la fórmula y encuentra una estética clara en las posibles continuaciones de esta historia. Más que una película, Superman (2025) se siente como un espectacular episodio piloto que nos presenta un montón de cosas que vamos a ver en el futuro. Y tenemos ganas.

EL ETERNAUTA -EL FIN DEL MUNDO


El Eternauta (1957) es un clásico del cómic, un tebeo argentino de ciencia ficción creado por el guionista Héctor Germán Oesterheld y dibujado por Francisco Solano López en 1957 y reeditado en numerosas ocasiones desde entonces. Dos cosas llaman poderosamente la atención tras su imprescindible lectura. Lo primero, su tono pesimista, desesperanzado. A un grupo de personajes los pilla el fin del mundo en Buenos Aires, jugando a las cartas y todo indica que no hay salvación posible. Esa nieve mortal que aniquila todo lo que toca es solo el principio: el relato se va desarrollando poco a poco y con cada revelación, parece cada vez más difícil que el final del relato sea feliz. Los protagonistas están atrapados y amenazados por fuerzas invencibles, viven atemorizados, ocultándose y huyendo como pueden, mientras buscan una forma de luchar, de resistir. Lo increíble de ese tono oscuro es cómo, un poco a la manera de cómo el cine expresionista alemán se anticipó en los años 20 del pasado siglo al surgimiento del nazismo, Oesterheld, sin saberlo, está describiendo el sentir de los argentinos bajo el peso de la dictadura militar que acabará con la vida del guionista en 1977, casi 20 años después de la publicación de El Eternauta. Lo segundo que llama la atención sobre esta historieta es cómo su esquema, basado en la narración por entregas, esas continúas revelaciones que permitían enganchar al lector, parecen anticiparse también a lo que es hoy una serie de televisión de ciencia ficción, sobre después de Perdidos (2004-2010). En esto último, la serie de televisión creada por el cineasta argentino Bruno Stagnaro -que también dirige cada episodio- sigue a rajatabla las revelaciones del tebeo, descubriendo poco a poco la verdadera naturaleza del escenario apocalíptico de la historia. Sin embargo, ese tono pesimista y opresivo del tebeo no se traslada a la ficción televisiva, quizás, por decisiones creativas. Curiosamente, el cómic apostaba por mantener el relato desde la perspectiva del reducido grupo protagonista, y, en sus primeros compases, la acción se mantiene en el interior de la vivienda en la que los amigos juegan al 'truco'. Eso cuando la historieta como medio permite el despliegue imaginativo al no haber límites de presupuesto: nos podrían haber mostrado el fin del mundo desde una perspectiva global, pero Oesterheld mantiene el relato cercano, cotidiano, a pie de calle. La serie de Netflix, en cambio, abre el espectro, nos muestra diferentes lugares para ver cómo llega el apocalipsis, amplía el reparto de personajes y hace uso del flashback para contarnos cómo eran las cosas antes -un poco al estilo, precisamente, de Perdidos-. Se apuesta, lógicamente, por lo espectacular. Así, en los primeros capítulos, El Eternauta decepciona con respecto al cómic, al no ser capaz de reproducir esa atmósfera opresiva y claustrofóbica. La trama se interesa sobre todo en el miedo al otro, en mostrarnos la desconfianza entre semejantes ante una situación límite, temas ya tratados, por cierto, en otras conocidas ficciones apocalípticas como The Walking Dead (2010). Los personajes se van desarrollando poco a poco y no sin alguna inconsistencia, pero en general el reparto se beneficia de la presencia de un actor tan carismático como Ricardo Darín, que no necesita casi nada para sostener la serie sobre sus hombros y mantenernos interesados. Señalemos hallazgos puntuales, quizás no del todo desarrollados como el apunte de un personaje que siente alivio ante el fin del mundo porque se han saldado sus deudas económicas. Y es que resulta interesante ver el apocalipsis desde un grupo de argentinos, pueblo lamentablemente acostumbrado a sobrevivir a dictaduras, crisis económicas periódicas, guerras perdidas contra el imperio o liderazgos populistas -en el mismo sentido, la inclusión del personaje de una venezolana, no debe ser casualidad-. Curiosamente, esta ficción va de menos a más. Cuando llegan las secuencias de acción y las que implican un despliegue de efectos especiales, todo comienza a funcionar francamente bien, gracias a una efectiva planificación y al montaje. La trama se vuelve más dinámica y avanza rápidamente hasta el final de la primera temporada en la que la historia enseña sus mejores cartas y plantea situaciones de gran alcance. El Eternauta es un tebeo de ciencia ficción clásica pero los creadores de la serie han apostado por la fidelidad, antes que por actualizar la amenaza con nuevos diseños más modernos, una decisión que me encanta y que permite esperar una segunda tanda de episodios, incluso, con ilusión.

BLACK DOG -EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE


Hay algo misterioso en la forma en la que el director chino Guan Hu registra en Black Dog (2025) los paisajes -ya sean desérticos, rurales o urbanos- por los que transita su personaje protagonista, Lang (Eddie Peng). Hu -y su director de fotografía, Weizhe Gao- nos muestran un desierto surcado por solitarias carreteras, las calles de una ciudad fantasmal de edificios abandonados, las instalaciones de un zoo deshabitado a no ser por unas pocas fieras. Y todo esos lugares parecen enormes en la pantalla. Hacen pequeños a los seres humanos. Y la extraña mirada de Guan Hu los muestra como si fueran escenarios de ciencia ficción que sin embargo están en el mundo real. Y en ellos se colocan seres humanos perdidos, atrapados en una coyuntura histórica incierta, incapaces de mirar más allá de sus narices. El escenario es parecido al fin del mundo: un lugar en ruinas, distópico, donde la gente ha ido desapareciendo y solo quedan jaurías de perros salvajes deambulando. Es un mundo acabado que pronto será derruido y sobre el que se levantará el futuro. Hu nos muestra edificios vacíos y desde dentro nos enseña la calle y a los que pasan por ahí. Nos muestra también un teatro abandonado, con los rayos del sol entrando en línea recta sobre un grupo de butacas: es una imagen misteriosa que resume el pasado del personaje principal que se irá descubriendo poco a poco. Lang, el protagonista, acaba de salir de prisión y no encuentra su sitio entre los demás, pero tampoco las palabras para comunicarse. Es un personaje mudo. Y su coprotagonista es un perro negro. Hombre y can son personajes equivalentes, que deambulan por la ciudad sin rumbo, perseguidos e incapaces de entenderse con casi nadie. La mejor película de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2024 nos hace acompañar a Lang mientras intenta reinsertarse en la sociedad, reconectar con su padre alcohólico y enfrentarse a los errores del pasado que lo llevaron a prisión. Recupera amigos de antes -ese cocinero que aprendió el oficio en prisión- y descubre nuevos -ese circo itinerante de acondroplásicos y bailarinas de la danza del vientre- en una película de esas que llaman inclasificables. Black Dog, con su misteriosa narrativa puramente visual, tiene también algo de mágico que nos sumerge en un mundo ajeno, en la China del fin del mundo que tuvo lugar en 2008, tras la crisis económica mundial, después del comunismo, y el año del terremoto de Sichuan. Hu nos cuenta algo así como 'un érase una vez en China', con un uso del paisaje en clave de wéstern, y un relato casi de cuento, con personajes buenos y malos retratados con mirada humanista. Y otro hecho histórico que aprovecha la película es el eclipse total solar de 2008 que da pie a una hermosa secuencia de realismo mágico que alza al vuelo con el tema Mother de Pink Floyd. Una de las películas del año.

JURASSIC WORLD: EL RENACER -AQUÍ VAMOS OTRA VEZ


Siempre he pensado que, a pesar de la mala fama que tienen las secuelas, no hay ninguna razón para que una nueva entrega de una saga no pueda ser satisfactoria, si se hace con el espíritu adecuado. Jurassic World: El renacer (2025) es un ejemplo perfecto de que algo de razón tengo. El director Gareth Edwards, que ya se ha ocupado antes de franquicias tan complicadas como Star Wars, y que ha hecho de los monstruos gigantes su especialidad -Monsters (2010), Godzilla (2014)- refresca una serie tan gastada como la de Jurassic Park y Jurassic World, dos trilogías cuya calidad ha ido decreciendo con cada estreno, siempre bajo la sombra del maravilloso clásico que Steven Spielberg firmó en 1993. Edwards parece saber que nunca podrá estar a la altura del maestro y decide apostar por un cine entretenido y directo, sin mayores pretensiones, que no parece esforzarse en crear una nueva serie -eso ya se verá- y que juega con los elementos de la saga ya conocidos pero proponiendo variaciones. El planteamiento recuerda a la estupenda -y menospreciada- Parque Jurásico III (2001) de Joe Johnston, en el sentido de que coloca a un grupo de personas en el territorio de los dinosaurios para una aventura de pura supervivencia. El guión que firma nada menos que David Koepp -que vuelve a la saga tras adaptar la novela de Michael Crichton en la película original y en su secuela- no se desvía del carril de un parque de atracciones aunque mantenga de fondo un planteamiento moral que apela directamente a temas ecológicos y que coloca, de nuevo, a las grandes empresas -en este caso, farmacéuticas- como los verdaderos malos de la función. Siguiendo la estela de Alien: Romulus (2024), la película es una operación de reciclado de momentos de toda la saga, bien disimulados, que consiguen que el espectador tenga la sensación de estar ante una verdadera película de Parque Jurásico: aparecen la mayoría de los dinosaurios ya conocidos y se añaden terroríficos mutantes que siguen la estela de la trilogía de Jurassic World, y vuelven los guiños, cómo no, a la seminal Tiburón (1975). Protagoniza una estupenda Scarlett Johansson, eficaz en su papel de heroína de acción y con el carisma suficiente para soportar la película. La acompañan actores solventes como Mahershala Ali, Jonathan Bailey y Rupert Friend, que encarnan diversos personajes tipo de la saga: el enamorado de los dinosaurios, el empresario sin escrúpulos, etc. Hay que añadir, además, la presencia de una familia -Manuel García Rulfo, Audrina Miranda, Luna Blaise y David Iacono- que nos recuerdan que esto es cine para todos los públicos, lo que no quiere decir que Edwards no se permita coquetear con el terror en varios momentos. Hay además homenajes al cine de dinosaurios con el que crecimos, el de Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1970), pero también al propio cine de Edwards: esa imagen de los saurópodos cortejándose con el precioso y recordado tema de John Williams no solo es un guiño a Spielberg, también a Monsters (2010); y en la rebeldía antisistema del grupo protagonista hay una conexión con la estupenda The Creator (2023). Jurassic World: El renacer es un blockbuster eficaz, muy entretenido, que vuela alto en algunos momentos y que los fans de los dinosaurios agradecemos, siempre.