PERSONAL SHOPPER: GHOST WORLD


Tenía que ocurrir. Era inevitable. Al menos para mí, es la primera vez que una buena parte del desarrollo de una película ocurre a través de una conversación vía mensajes de texto telefónicos. Las redes sociales y los smartphones ya habían aparecido en gran cantidad de films, pero casi siempre como elementos secundarios, meros reflejos de la época en la que vivimos. Supongo que alguna película de terror habrá utilizado las nuevas tecnologías como gimmick y no hay que olvidar el experimento narrativo de Nacho Vigalondo con múltiples pantallas en Open Windows (2014). Pero aquí, el veterano Olivier Assayas -mejor director en Cannes- utiliza profusamente los mensajes de texto como un motor importante dentro de su historia: los caracteres luminosos parpadeando sobre una pequeña pantalla, la tensa espera antes de un mensaje, el sobresalto por el sonido de una notificación inesperada. Vemos a Maureen (Kristen Stewart) escribiendo frenéticamente con sus pulgares y haciendo caso omiso de los que están a su alrededor, absorta en su teléfono móvil, como un zombie desconectado de lo que hay a su alrededor. Assayas utiliza este recurso de forma coherente, porque su discurso no es otro que expresar que vivimos en un mundo fantasma. Maureen, la asistente personal de una celebrity insoportable, se pasa la vida entrando en habitaciones vacías, pronunciando el nombre de personas ausentes, leyendo notas que le han dejado, comprando ropa y joyas que nunca se pondrá, recibiendo mensajes de un remitente desconocido, con el que se confiesa porque no hay nadie más. Maureen deambula por un mundo deshabitado -el de la moda, el de la fama, el de los hoteles caros, el de las nuevas tecnologías, el moderno, el nuestro- su novio trabaja lejos -habla con él por Internet- y no parece tener amigos. Vive en un mundo fantasma figurada y literalmente: es una médium que intenta hacer contacto con su hermano fallecido. Olivier Assayas hace en Personal Shopper un film de autor sobre la soledad y la incomunicación utilizando la atmósfera de una película de terror. El sugestivo final nos hace pensar que podríamos estar ante algo muy parecido al terror psicológico de Repulsión (1968) de Roman Polanski o incluso, por qué no, ante una versión intelectual de El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999).

WILSON: VIÑETAS DE LA SOLEDAD


Es imposible no querer a Wilson. Socialmente inepto, sin oficio conocido, ha gozado del tiempo libre necesario para formarse una opinión sobre casi todo. Una visión profunda de cómo funciona el mundo, casi siempre negativa. La mirada desencantada de Wilson sobre la vida moderna tiene que ver con vivir anclado en un pasado analógico, superado, pero más honesto, menos hipócrita, menos preocupado de gilipolleces. Wilson no tiene móvil ni ordenador, y por supuesto no sabe qué es Facebook ni Whatsapp. Si quiere conectar con alguien, simplemente le habla, cara a cara, en la calle. Es por eso que Wilson nos parece un tío raro, un friki. Que pensemos que alguien está loco por hablar con los demás, es una idea que bien vale una película. O un cómic. Basada en una novela gráfica -para la revista Times fue el sexto mejor libro de 2010- Wilson es la vida de un fracasado deslenguado, en la línea de otros personajes de Daniel Clowes -autor clave del cómic indie- siempre outsiders, solitarios y deprimidos por la mediocridad de los que les rodean. El director, un emergente Craig Johnson -The Skeletons Twins (2014)- firma con este su tercer film, heredando un proyecto de Alexander Payne -Nebraska (2013)- y siendo esta la primera vez que no participa en el guión. De esto se encarga el propio Clowes, que ya adaptó dos de sus obras al cine en colaboración con Terry Zwigoff: la estupenda Ghost World (2001) y la desapercibida El arte de estrangular (2006). El elegido para dar vida a Wilson es Woody Harrelson -True Detective- que lima algunas aristas del personaje original, rebaja su vocabulario -en el cómic parece sufrir el síndrome de Tourette- y acaba resultando más entrañable, entre Humberto D. (Vittorio De Sica, 1952) y Woody Allen. Wilson desprecia nuestra sociedad de zombies pegados a la pantalla del móvil, pero al mismo tiempo desea integrarse, a través de un orden más natural y primario, como lo es la familia. El protagonista descubre el sentido de la vida en lo biológico, en nuestra programación genética, tras fracasar probando suerte con los amigos, las relaciones de pareja, y hasta la religión. Este viaje de descubrimiento de una verdad existencial, es la película. En el cómic original, Clowes se vale de una narrativa en la que la historia se desarrolla en páginas individuales, que recuerdan a las dominicales de las tiras cómicas. Decisión curiosa, siendo esta la primera obra que Clowes no publica primero por entregas. El cómic es el arte secuencial y nos exige rellenar los agujeros entre viñeta y viñeta. En Wilson, un tiempo indeterminado, a veces parecen años, separa una página de otra, lo que nos obliga a completar el relato, en un uso sugestivo de la elipsis narrativa. El cine es imagen en movimiento -no hay espacio entre fotogramas- y esta adaptación apuesta por una mayor unidad dramática de tiempo. Así, la gran diferencia entre la historieta y la película es la ausencia del tono nostálgico del original, que aportaba el paso del tiempo y la vejez de Wilson. Tiene esta adaptación un sabor ligeramente distinto. Debajo de sus imágenes limpias, que intentan emular la estética del tebeo, se oculta un amargo retrato de la soledad infinita que padecemos todos. Precisamente, escribo estas líneas en una pequeña libreta, en el metro, y una chica me mira de reojo con curiosidad, como si fuera un bicho raro, mientras teclea con sus pulgares en un smartphone. Quizás yo también soy un poco Wilson.

VUELVE TWIN PEAKS, VUELVE DAVID LYNCH


Estrenada la tercera temporada de Twin Peaks se puede decir que, más que la serie sobre la muerte de Laura Palmer, lo que ha vuelto a nuestras vidas es David Lynch. Al menos de momento. Hay que recordar que el director se retiró del cine con la exigente Inland Empire (2006) un largometraje de 180 minutos, con una narrativa fragmentada y sin lógica. Obviamente, no era un plato para todos los gustos. Lo que encontramos en los primeros instantes de este regreso a la serie que causó furor en 1990, tiene más que ver con el cine del autor de Terciopelo azul (1986) que con ver al agente Cooper comiendo donuts. Lynch no hace concesiones al espectador medio. Plantea situaciones inconexas, algunas en escenarios clásicos de la serie original, otras en lugares y con personajes novedosos. Twin Peaks era una rareza en la televisión de los años 90, pero su estructura argumental respondía a parámetros razonablemente conservadores, con planteamiento, nudo y desenlace, giros argumentales y desarrollo de personajes. Nada que ver con el cine de Lynch, más parecido a una pesadilla que a una narración lineal. Esto puede desorientar al espectador menos acostumbrado a las intenciones artísticas del director de 71 años o decepcionar al fan nostálgico, que en el fondo solo espera revivir situaciones pasadas. Pero lo más recomendable sería dejarse llevar. Lynch sustituye el grano catódico de la serie de los 90 por el frío hiperreralismo del vídeo digital de alta definición, que produce auténtico vértigo; alarga los planos cargándose el ritmo narrativo y consiguiendo la incomodidad del que mira; los archiconocidos temas de Badalamenti no aparecen, al menos en estos primeros compases -y sin contar la cabecera- y son sustituidos por una banda sonora de ruidos industriales desasosegantes. Este Twin Peaks es mucho más terrorífico que el original, con una atmósfera de cine de horror y elementos propios de esa vertiente de la obra de Lynch, como los actores de fisonomía peculiar -por no llamarlos directamente freaks- estrategias de extrañamiento como los diálogos recitados robóticamente; un actor que interpreta a dos personajes; una atmósfera surrealista y una estética kitsch. Si todos recordamos el humor excéntrico de la serie, aquí estamos ante un comienzo mucho más oscuro, que produce auténtico desasosiego. El fan de Lynch está sin duda de enhorabuena, pero creo que el de Twin Peaks tiene razones para la esperanza. Primero, por el innegable interés de revisitar los escenarios míticos del original y por volver a ver a los actores 27 años después. Pero también porque, a pesar de lo dicho, bajo el envoltorio artístico lyncheano de primera clase, se plantea una historia de investigación criminal, con un buen misterio y que acaba en un cliffhanger que engancha. Seguiremos pegados a la pantalla. Si en 1990 Twin Peaks parecía adelantada a su época, lo mejor que se puede decir de esta nueva temporada, es que lo sigue estando.

THE FLASH -TEMPORADA 3- THE ONCE AND FUTURE FLASH


THE ONCE AND FUTURE FLASH (25 DE ABRIL DE 2017) -AVISO SPOILERS-

Hay varias cosas que The Flash hace realmente bien. La primera es jugar con la mitología de la propia serie. Retuercen a cada personaje hasta exprimirlo bien. Así, en este capítulo, el velocista escarlata viaja al futuro para descubrir cómo es su mundo tras la posible muerte de Iris West (Candice Patton). Los guionistas vuelven a jugar a presentar a los protagonistas con pequeñas variaciones, como ya han hecho mostrando futuros alternativos -Flashpoint- y mundos paralelas -Tierra-2-. Esto solo funciona si conocemos bien a los personajes y están tan excelentemente dibujados como estos. Lo segundo que hacen bien es meternos verdaderamente en la historia y convencernos de su planteamiento: no sé vosotros, pero estoy convencido de que Iris morirá a manos de Savitar. Han buscado ya tantas formas de evitarlo y han fracasado, y el tono de esta tercera temporada es tan oscuro, que verdaderamente no veo otro final. Un espectador curtido como yo, debería saber que probablemente Iris se salvará -como poco hay un 50% de probabilidades- pero es mérito de los guionistas el convencerme de que la tarea de Barry Allen (Grant Gustin) es, como poco, complicada. En el mismo sentido, la serie es muy buena creando antagonistas verdaderamente temibles y cuya identidad es una auténtica incógnita. Al menos yo estoy verdaderamente intrigado. Por último, hay que alabar el delicioso cóctel de referencias ochenteras que es cada entrega de The Flash: aquí, un viaje al futuro como en Regreso al futuro (1985); H.R. (Tom Cavanagh, que además dirige el capítulo) recoge su baqueta justo antes de que se cierre una puerta como Indiana Jones; el mismo H.R. responde "lo sé" a una admiradora que le dice "te deseo" como Han Solo responde al "te amo" de Leia en El imperio contraataca (1980); sin olvidar el futuro distópico y las manos mecánicas de Cisco (Carlos Valdes) que recuerdan a Terminator (1984). Esta serie mola.

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DÉJAME SALIR: TERROR SOCIAL



Es difícil imaginarse hoy la carga transgresora que tuvo La noche de los muertos vivientes por tener un protagonista afroamericano en 1968. George A. Romero fabricó un clásico del cine terror y de paso creó un subgénero -que hoy es más popular que nunca- el de los zombies. En aquella película de bajísimo presupuesto, los zombies eran por primera vez caníbales -antes eran monigotes reanimados con vudú- y representaban el horror de una sociedad masificada. El héroe afroamericano, Ben -interpretado por Duane Jones- al final del film -espero que esto ya no sea un spoiler- sobrevivía a los zombies, pero caía muerto por los disparos de paletos blancos que se habían organizado en grupos paramilitares para cazar muertos vivientes. Hoy solo nos acordamos de los walking dead -los fans de la serie seguramente no han visto esta vieja película en blanco y negro- pero George A. Romero se apoyó en un conflicto social para darle más fuerza a su película de terror. Siguió haciéndolo en obras posteriores, abordando temas como el consumismo o la inmigración. En Déjame salir, utiliza esta misma estrategia Jordan Peele -seguramente le recordaréis de la primera temporada de Fargo- actor, escritor y ahora director, normalmente ligado a la comedia. Este, su primer largometraje, es una variación en clave de horror de Adivina quién viene a cenar esta noche (Stanley Kramer, 1967). Protagonizada por Daniel Kaluuya -el ciclista de Black Mirror- y Allison Williams -la guapa de Girls-, no conviene desvelar las sorpresas que esconde su argumento -que también recuerda a la terrorífica La visita (Night M. Shyamalan, 2015)-. Sí podemos decir que su mayor virtud es que la inquietud se modula muy lentamente, creciendo desde el detalle cotidiano hasta la fantasía terrorífica. Peele afila su película utilizando el tema racial, todavía incómodo en Estados Unidos, y con este hace una sátira sobre los prejuicios de los blancos acerca de la raza negra. Los villanos, cuando al fin se desvelan, resultan ser la máxima expresión de ese racismo paternalista que intenta camuflarse como admiración hacia el talento o los supuestos atributos físicos de los afroamericanos. Si bien no me parece destacable como película de terror, Déjame salir -la traducción de su título original Get Out, por cierto, desactiva uno de los momentos más terroríficos en la versión original- como comedia macabra resulta brillante.

ALIEN: COVENANT -EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS


Que la vida y la muerte son conceptos inseparables era la idea principal detrás de Alien (1979). El bello monstruo diseñado por H.R. Giger y Carlo Rambaldi es la más pura expresión de la muerte: existe solo para matar, sin ojos, sin más razón de ser que reproducirse para que su especie perviva. La segunda película de Ridley Scott, un clásico de la ciencia ficción y del terror, nos mostraba detalladamente el ciclo vital de la criatura extraterrestre -el huevo, el face hugger, el chest burster, y el xenomorfo- en una clara metáfora de la maternidad -mucho antes que Gravity (Alfonso Cuarón, 2013)-. Así, los tripulantes de la nave espacial Nostromo despertaban de la animación suspendida -en cápsulas parecidas a úteros- como si volvieran a nacer; y sin olvidar que el ordenador de abordo se llamaba directamente "Madre". Esta idea de que la vida contiene la muerte se mantendría bajo la superficie argumental de las secuelas: James Cameron masificó las bajas en una película de guerra como es Aliens: el regreso (1986); David Fincher mató a Ripley (Sigourney Weaver) para salvarnos a todos en una metáfora cristiana en Alien 3 (1992); y Jean Pierre Jeunet resucitó a la teniente convirtiéndola en un clon que compartía el ADN de su enemigo en Alien: Resurrección (1997). Mucho tiempo después, Ridley Scott volvió a la ciencia ficción reiniciando la franquicia con Prometheus (2012) precuela que, como su título indica, introduce el complejo de Frankenstein en la franquicia -el miedo del hombre a las máquinas se rebelen- convirtiendo a la humanidad en el resultado de experimentos genéticos de una raza de gigantes que, hace millones de años, decidieron dejar de ser dioses creando la semilla de su propia mortalidad. Un creacionismo alienígena en el que creía a pies juntillas el anciano millonario Peter Weyland (Guy Pearce), un doctor Frankenstein obsesionado con evitar su inminente fallecimiento. La película recuperaba la metáfora sobre la maternidad en su heroína, Elizabeth Shaw (Noomi Rapace), que protagonizaba nada menos que la cesárea/aborto de un feto alienEse nuevo ser, con ADN humano, acababa convirtiéndose en el xenomorfo que conocemos. Así, nosotros somos los padres del alien y la vida conlleva, necesariamente, la muerte. Una idea, por cierto, también presente en la más explícita -y con menos gracia- Life (Daniel Espinosa, 2017), que coincide en la cartelera con esta nueva Alien: Covenant.


Lo primero que hay que decir sobre ella, es que se trata de una secuela de Prometheus, lo que debe ser una mala noticia para los detractores de la misma: la mayoría haters despistados del guionista Damon Lindelof, que todavía no superan el final de Perdidos (2004-2010) y eso que The Leftovers (2014-2017) es una maravilla. Aquí ya no está Lindelof y la verdad es que no sé si es para bien o para mal. Con un inicio que recuerda a la prescindible Passengers (2016) y que quizás se extiende más de lo necesario, conocemos a una nueva tripulación, la de la nave Covenant, en una estructura argumental que ha sido invariable a través de toda la saga. La película parece un puente entre Prometheus y un film de Alien -vuelve el xenomorfo de toda la vida- por lo que quizás se queda un poco entre dos aguas. Tenemos a una nueva heroína -Daniels (Katherine Waterson)- siguiendo los pasos de Ripley, pero sorprende que el soneto Ozymandias de Shelley marque las motivaciones del antagonista principal, algo así como un coronel Kurtz espacial: incluso escuchamos a las Valkirias de Wagner. Alien: Covenant ofrece una imaginería cósmica espectacular -Scott mantiene su buen ojo- que se mezcla con escenas de terror logradas y tensas. El difícil equilibrio entre la elegancia trascendente del espacio profundo y un delicioso monstruo de serie B marcaba ya el primer Alien y aquí Scott se la vuelve a jugar: personalmente, la escena de la ducha, me parece que chirría. No faltan los habituales estallidos de sangre y las viscosas escenas gore a las que nos tiene acostumbrados la franquicia. Pero lo mejor es el protagonismo del androide que interpreta Michael Fassbender, que pasa de ser una criatura frankensteiniana a mad doctor, a moderno Prometeo. ¿Sueñan los androides con aliens eléctricos?

Z, LA CIUDAD PERDIDA: LA LEY DE LA SELVA



No esperéis encontrar en Z, la ciudad perdida un film de aventuras trepidante como las películas de Indiana Jones -por otro lado, estupendas- de Steven Spielberg y George Lucas. Lo que propone el director y guionista James Gray es una aventura, primero, histórica -los viajes expedicionarios de Percival Fawcett en busca de una civilización perdida en el Amazonas- segundo, absolutamente realista, con un tratamiento de las peripecias alejado de lo espectacular y de la set piece hollywoodense; y tercero, de una densidad casi literaria, con tiempos muertos tan importantes como los enfrentamientos con salvajes en la selva, además de varias elipsis que abarcan décadas. El viaje a la Amazonia de Fawcett ocurre a principios del siglo XX, cuando todavía quedaban tierras por explorar. Así, la jungla que nos presentan está poblada por pirañas, caníbales y peligrosas tribus armadas con flechas y lanzas. Pero la mirada sobre estos peligros de serial cinematográfico no es reduccionista, sino humanista: profundiza mostrando aspectos culturales de las tribus salvajes, que acaban resultando admirables. El de Fawcett es un encuentro con otros seres humanos, antes que el mero enfrentamiento con la naturaleza, que no tiene tanto peso como en la visión panteísta de Werner Herzog en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y sobre todo en Fitzcarraldo (1982), inspirada en hechos reales -un irlandés decide montar un teatro de ópera en plena selva- que aparecen reflejados también aquí. Por otro lado, este envoltorio de aventura clásica le sirve, en realidad, a Gray para reincidir en los temas habituales de su filmografía. El neoyorkino se ocupó, al principio de su carrera, de dramas criminales situados siempre en su ciudad natal, como Cuestión de sangre (1994), La otra cara del crimen (2000) y La noche es nuestra (2007) que bien podrían formar una trilogía. Two Lovers (2008) cambiaba el elemento criminal por el romántico, pero mantenía el escenario neoyorkino, al igual que El sueño de Ellis (2013), un melodrama de época sobre una joven inmigrante interpretada por Marion Cotillard. Así, Z, la ciudad perdida significa un cambio de registro importante para el autor por su género, sus exóticos escenarios selváticos y sus personajes británicos. Pero Gray no se aleja de los temas recurrentes en sus películas: el héroe insatisfecho y marcado -trágicamente- por su profesión -aquí la carrera militar de Percy Fawcett (Charlie Hunnam)-; una relación romántica -con Nina Fawcett (Sienna Miller)- que debe superar enormes dificultades que escapan a su control; y los conflictos familiares y generacionales -con su hijo, Jack Fawcett (Tom Holland)-. Estos motivos aparecen de nuevo en Z, aportando una profundidad a la historia y a los personajes poco frecuente en un género más enfocado a la acción. En la aventura, el viaje físico de los héroes debe reflejarse en un cambio interior y eso pocas veces ha sido tan cierto como en esta película: el protagonista se siente incómodo en una sociedad civilizada, pero inhumana de tan rígida, además de clasista y racista, por lo que acaba enamorándose de un orden anterior, el de los indios sudamericanos, más cruel, más duro, pero también más justo y noble. Hay una crítica a la colonización, al hombre blanco civilizado que acaba provocando la destrucción del paraíso primitivo. En el desencanto de Fawcett hacia sus congéneres, juega también un papel importante el horror de la guerra en Europa, hechos reflejados en una magnífica secuencia. Por último, la ciudad de Z que busca el explorador protagonista acaba adquiriendo un poder simbólico, un sentido existencial, que justifica su reiterado descenso al infierno verde.