CUSTODIA REPARTIDA -Y NO FUERON FELICES


Creada y escrita por Juanjo Moscardó y María Mínguez, Custodia repartida (2025) es un agudo estudio sobre las tensiones de la vida moderna, concretamente de las relaciones de pareja, en forma de serie de comedia. La pareja protagonista está formada por Cris (Lorena López) y Diego (Ricard Farré), que se separan de "mutuo acuerdo" y se comprometen a seguir siendo amigos en beneficio de su hija Cloe (Lucía de Gracia). Pero muy pronto, Cris y Diego descubren que estar separados es incluso más complicado que seguir siendo pareja. En cada capítulo de la serie, el guión explora un aspecto de la vida tras una ruptura sentimental: lo complicado que es anunciar la separación, la reacción del círculo de amigos, el papel de las familias, las complicaciones laborales y de vivienda, el retorno a la soltería cuando ya se tiene una 'mochila', y, sobre todo, cómo repartir el tiempo de los padres con los hijos. Dirigida por Javier Fesser, que imprime también su personalidad en la serie, Custodia repartida es una comedia con momentos humorísticos propios de su director, citemos, quizás, cuando Diego aplasta un cigarrillo con el pie descalzo para evitar que su madre (Adriana Ozores) descubra que fuma, o el personaje autoritario, rancio y conservador de su padre (Frances Orella), sobre todo en lo concerniente a las interpretaciones. La serie tiene episodios dedicados casi exclusivamente a lo cómico, como Salir, en el que los protagonistas deciden -cada uno por su lado- salir de fiesta a sus cuarenta y tantos años para descubrir que se les ha pasado el arroz. Pero la gran virtud de esta ficción es cómo consigue pasar de la comedia -más o menos efectiva, según gustos- a escenas dramáticas que resultan sorprendentemente sólidas, encarando los conflictos de la expareja para generar momentos de mucha tensión. Custodia repartida tiene buen ojo para el detalle costumbrista, retratando a los padres separados, a los suegros, a los padres del cole, pero también es un excelente estudio social de la situación actual de las parejas. Cris parece obligada a ser una mujer exitosa profesionalmente y con ambición, lo que penaliza su papel como madre y le genera culpa; mientras que Diego, menos autoexigente, prefiere ocuparse de su hija, aunque eso signifique no cumplir con su trabajo. Si a todo esto añadimos las tensiones del entorno, la exigencia de educar a los hijos mejor que nadie, los traumas que arrastra cada uno de su propia familia, nos encontramos con que, quizás, lo extraño es que no se separe todo el mundo, incluso queriéndose. Y todo esto, Custodia repartida, lo cuenta francamente bien.

SORDA -DOS MUNDOS


Sorda (2025), dirigida por Eva Libertad, es una película única. La ópera primera de esta directora murciana desarrolla la propuesta de su cortometraje del mismo título, realizado en 2021, en el que se nos presentaba a Ángela, una mujer sorda con una pareja oyente, que se plantea tener un hijo. Sus dudas y miedos se plasman ahora en el largometraje ganador de un premio en el Festival de Berlín y gran triunfador en Málaga. La protagonista es una estupenda Miriam Garlo -hermana de la directora- de presencia magnética en la pantalla y con una capacidad tremenda para expresar sentimientos y para contar esta historia con su rostro, con su gestualidad. Su personaje se enfrenta a las particularidades que supone la maternidad para una mujer sorda y en la película nos muestran cómo es su vida: su pareja, Héctor (Álvaro Cervantes), sus padres -Elena Irureta y Joaquín Notario-, sus compañeros de trabajo, sus amigos, los padres con los que coincide en la escuela infantil. Con un estilo naturalista, Sorda describe con precisión el silencioso mundo de Ángela, un mundo dentro de otro, el de los oyentes, lo que provoca su aislamiento y una tremenda sensación de soledad que multiplica sus inseguridades. El tema de la maternidad se presenta entonces desde una perspectiva completamente diferente a nada que hayamos visto: ¿Cómo es dar a luz para una mujer sorda? ¿Qué siente una madre que no puede oír el llanto de su bebé cuando tiene hambre?. Eva Libertad nos cuenta todo esto de forma rigurosa, sin sentimentalismos y sin forzar momentos dramáticos, desde lo cotidiano. Poco a poco, la historia y los personajes se van desarrollando, pero, desde el principio, la mirada humanista de la directora consigue que esta historia sea emocionante. La pareja que forman Ángela y Héctor engancha y consigue meternos dentro de un mundo desconocido para la mayoría. Pero hay algo más. La temática de Sorda marca también cómo está construida la película. Mencionemos el montaje de las escenas de diálogo entre personajes que signan. Y mencionemos también el uso de los subtítulos durante toda la cinta. ¿Habéis pensado alguna vez que una persona sorda en España no puede ver cine español en una pantalla grande?. Ver esta película en el cine, con personas signando en las butacas, que por primera vez se ven reflejadas en la pantalla, es una emoción añadida a la experiencia. Sorda es un sólido drama que habla de temas universales desde una perspectiva particular que se eleva todavía más artísticamente cuando la directora decide meternos de lleno en la experiencia de Ángela, en un tramo final arriesgado, casi experimental, que provoca una emoción profunda.

UNA BALLENA -MISTERIOSA MUJER


Una ballena
(2025), dirigida por Pablo Hernando, es un film extraño, una mezcla imposible de estilizada película sobre el mundo criminal y la fantasía lovecraftiana. Quizás, por eso, el primer plano de la cinta, la silueta recortada de la protagonista, Ingrid (Ingrid García-Jonsson), contra un fondo que nos muestra el puerto de una ciudad portuaria indeterminada, recuerda a un cuadro del pintor surrealista René Magritte, porque Hernando crea un universo, parecido al nuestro, pero en el que los sueños se mezclan con lo real.  Ingrid es una eficiente y hierática asesina a sueldo que se mueve en un submundo de contrabandistas que luchan por mantener su negocio clandestino. Así aparece Melville, un veterano contrabandista en el ocaso de su vida, al que da vida un estupendo Ramón Barea, capaz de inyectar humanidad y realidad en el estilizado universo azul creado por Hernando. Melville es el motor de dos tramas en la película: la venta de una valiosa y misteriosa mercancia a un millonario; y su rivalidad con un empresario que pretende hacerse con el control del puerto y eliminarle del negocio. Paralelamente, Ingrid cumple con sus asesinatos asignados y vive algo parecido a una historia de amor con Jonás (Kepa Errasti). Y es en el desarrollo dramático en lo que quizás falla esta película, que avanza argumentalmente de forma accidentada, con una narrativa paralizada debido a una planificación de encuadres simétricos, como viñetas de cómic, como escenas de un videojuego. Herrando crea una atmósfera fantastique que recuerda a Under the Skin (2013) de Jonathan Glazer, en la que existen extrañas criaturas de las profundidades marinas, y si el título de la película y el nombre del personaje de Barea, remiten, claro, al clásico Moby Dick, y a su autor Herman Melville, hay que hablar también del director Jean-Pierre Melville, cuyo asesino a sueldo interpretado por Alain Delon en El silencio de un hombre (1967) puede haber servido perfectamente de modelo para Ingrid. 
Una ballena es una película extraña, esquiva, que gana enteros según avanza el metraje y cuyas poderosas imágenes pueden acabar generando culto.

LA FURIA -ALEX Y LOS LOBOS


La Furia
(2025) arranca con la violación de su protagonista, Alex (Ángela Cervantes), agredida sexualmente sin aviso, en la oscuridad, en una escena durísima, precisamente, porque no nos enseña nada más que los sonidos del horror. A partir de ese instante trágico, la cámara no se despegará de la protagonista, que tendrá que lidiar con el dolor, la vergüenza y la culpa de lo que le ha pasado. L
a energía de Ángela Cervantes desborda la pantalla en una interpretación visceral, de una fuerza primitiva, que puede ser una de las interpretaciones del año. La acompaña un estupendo Àlex Monner, que da vida al hermano de Alex, Adrián, cuyo personaje parece siempre en tensión, siempre al borde de la explosión. Adrián, más que apoyar a la víctima que es su hermana, reaccionará también furioso, como si hubiese sido atacado él mismo, enardecido, quizás por el vínculo de la sangre. Estos hermanos podrían ser, por cierto, los mismos personajes de Jauría (2018), el primer cortometraje dirigido por Gemma Blasco, que da un paso adelante con este su segundo largometraje, inspirado en su propia experiencia personal. Blasco arriesga con un film que se va transformando en su desarrollo: del drama realista y social, a la revenge movie pasando por el metacine que propone el teatro clásico como espejo vigente de la realidad: el poder mítico de las heroínas griegas Antígona, Electra y Medea se apoderará de Alex en la que puede ser la mejor escena de la película -el teatro era el tema principal de la ópera prima de Blasco, El Zoo (2018)-. En La Furia la violación, más que un problema social, es una tragedia que transforma profundamente a su protagonista. Un elemento trangresor que despierta en Alex a un animal salvaje y furioso, capaz de desollar a un jabalí, disparar un rifle, o preguntarse por primera vez por qué su madre no se ha vengado nunca de su padre. Alex encontrará a una mentora en una directora teatral a la que da vida Ana Torrent, actriz que conecta La Furia con Cría cuervos (1976) y en general con el cine de Carlos Saura, el autor de Bodas de sangre (1981) Flamenco (1995) y, sobre todo, La caza (1966). Como Saura, Blasco trasciende la realidad de su propio relato y juega con los tiempos narrativos, con lo real y lo imaginado, con los recuerdos y los sueños, con el deseo y la frustración de la víctima que se quedó callada. ¿Qué es real y qué es imaginación?. No importa demasiado, porque todo es cine. Y es necesario citar también la sombra de la francesa Julia Ducornau, porque aquí vemos la sangre roja y las vísceras de Crudo (2016) y el atrevimiento formal y temático de Titane (2021).

MISERICORDIA -REGRESO AL HOGAR


Es para mí el del francés Alain Guiraudie es un cine misterioso y poderoso cuyas imágenes parecen obedecer a una lógica diferente a la del cine convencional. Guiraudie practica un cine inusual en el que es complicado anticiparse a lo que nos van a contar. Misericordia (2025) es una película que parece única, aunque parta de un planteamiento tan manido como el regreso al pueblo del protagonista, Jérémie Pastor (Felix Kysyl), tras la muerte del padre de un amigo de su infancia. Esto da pie a un relato extraño, en el que vamos descubriendo elementos del pasado de Jérémie y sobre todo a los personajes que habitan ese pequeño pueblo rural: sus amigos de la infancia Walter (David Ayala) y Vincent (Jean-Baptiste Durand), la madre de este último, Martine (Catherine Frot), y el párroco (Jacques Develay). Todos ellos -y algún vecino más- acaban formando una comunidad excéntrica, que parece ocultar algo. Pero es difícil señalar de dónde proviene la extrañeza de las imágenes y escenas que nos presenta Guiraudie: en los primeros compases de la trama todo parece homoerótico, los cuerpos, la forma de tocarse -y de pelearse- de los hombres, los comentarios sobre los juegos y rivalidades de la adolescencia, las miradas furtivas mientras se comparte la acogedora mesa de la cocina. En los alrededores del pueblo hay un bosque por el que los personajes deambulan y se cruzan, en principio para recoger setas, pero no podemos evitar que vuelvan a la memoria las imágenes de El desconocido del lago (2014). Lo que parece un drama sobre lo reprimido se convierte, tras un giro de guión, en suspense hitchcokiano para luego acabar decantándose por una negrísima comedia, que provoca una risa que nos sorprende porque no sabemos de dónde ha salido. Misericordia despliega una serie de temas sorprendentes como la atracción homosexual pero también la homofobia que obliga a mantenerse dentro del armario; el complejo de Edipo y los celos del príncipe destronado; la pasión no correspondida y la culpa; todo contado de una forma casi surrealista que en algo recuerda a Alain Resnais y al llorado David Lynch. Una comedia existencialista en la que el bien y el mal son conceptos vaciados de contenido.

LA CHICA DE LA AGUJA -EL MUNDO ES UN LUGAR HORRIBLE


Siempre he pensado que el cine, esencialmente, es cine Fantástico. Un genio como Ingmar Bergman, interesado sobre todo en los problemas existenciales, la culpa y la fe, o los conflictos de pareja, incursionó de lleno en el género de terror con una película como La hora del lobo (1968), pero en su obra anterior y posterior también se cruza en ocasiones esa frontera entre el realismo y la fantasía, si es que existe. La chica de la aguja (2025) del director sueco-polaco Magnus von Horn, narra hechos inspirados en lo real, pero lo hace con las herramientas del cine de terror. El film escrito por el propio Horn y Line Langebek Knudsen es un relato asfixiante escenificado en Dinamarca, justo después de la Primera Guerra Mundial, y nos muestra la miseria de los desamparados. Alguno podría decir que se regodea en ella. 
Pero esta descripción de la pobreza no da lugar a una obra de realismo social sino que está plasmada en la pantalla de forma estilizada, en un blanco y negro que nos remite a las sombras marcadas del expresionismo alemán -el director de fotografía polaco Michal Dylek hace un trabajo espectacular-, convierte esta historia basada en hechos reales en un oscuro cuento. La trama está protagonizada por una mujer en tiempos machistas, una heroína melodramática que no hará más que sufrir durante todo el metraje. Karoline (Vic Carmen Sonne) se irá enfrentando a desgracias varias: el abandono de su marido, un embarazo no deseado, la precariedad laboral, las deudas permanentes y la amenaza constante del desahucio. Frente a Karoline, otra mujer, Dagmar (Trine Dyrholm), que describe el mundo como 'un lugar horrible' y aparece retratada como si fuera una bruja, la de los cuentos de hadas. El escenario que dibuja La chica de la aguja puede estar situado en el siglo XX, pero la pobreza y la ignorancia parecen más propios de la Edad Media azotada por la peste que nos mostró Murnau en Fausto (1926), o a la primitiva e intolerante Austria del siglo XVIII que nos muestra la reciente El baño del diablo (2024). El de la película es un mundo de partos no deseados y abortos clandestinos, niños abandonados, fábricas de trabajadores esclavizados, y ferias ambulantes en las que se muestran fenómenos de feria. Un mundo cruel que nos enseña que la desigualdad y la pobreza llevan a deshumanizar todos los aspectos de la vida y en el que lo único que importa es sobrevivir, aunque sea a fuerza de morfina, éter o queroseno. No hay verdaderos villanos en esta historia: aunque todos los personajes hacen cosas terribles, el verdadero culpable es el sistema. La chica de la aguja, nominada al Óscar a la mejor película internacional, es una obra divisiva, pero también una de las mejores del año.

ADOLESCENCIA -EL MISTERIO DE UN HIJO


Lo que cada espectador debe decidir sobre Adolescencia (2025), miniserie estrenada en Netflix, es si el contenido justifica la forma. El artefacto, creado por Jack Thorne y Stephen Graham y dirigido por Philip Barantini, se sirve del plano secuencia como vehículo para contar una historia de alto impacto, la de un padre, Eddie Miller (Graham) que un día se despierta con la policía en su puerta porque su hijo, Jamie (Owen Cooper) ha sido acusado de asesinato. La decisión de contar algo en un solo plano sin cortes ya fue ensayada por este mismo equipo creativo en la película Hierve (2021) y, lógicamente, marca todas las decisiones narrativas. Aunque esté realizada en un solo plano, Adolescencia tiene una puesta en escena e incluso se puede hablar de un 'montaje' ya que la cámara se aleja y se acerca a los personajes cambiando los valores de plano según las necesidades de la historia. Lo que no tiene, claro, esta miniserie son cortes, lo que elimina la elipsis narrativa propia del lenguaje cinematográfico. Así, nos encontramos con 'tiempos muertos' dentro de la narración, en los que vemos a personajes recorriendo pasillos, subiendo y bajando escaleras, o cruzándose con otros para pasar de una escena a la siguiente. La ausencia de montaje, precisamente, obliga a estos 'intercambios' entre personajes, ya que estamos ante una historia más bien coral que nos muestra diferentes facetas y reacciones sobre un mismo hecho trágico y traumático. Este puede ser un punto relevante, ya que el plano secuencia puede parecer más adecuado para seguir a un único personaje, para mantener un único punto de vista. Al evitar una subjetividad única en el relato y apostar por un punto de vista múltiple, Adolescencia se convierte en una compleja coreografía de actores que se mueven, entran y salen, de cosas que ocurren delante del objetivo. El logro técnico -en el segundo episodio la cámara alza el vuelo gracias a un dron para mostrarnos un plano aéreo- es la principal virtud de esta producción, lo que no quiere decir que no podamos cuestionar la idoneidad de contar esta historia de esta manera. El equipo de marketing de la serie y de la plataforma se han encargado de dejar muy claro que no hay ningún truco digital en esos cuatro planos secuencia, uno por capítulo, que conforman la miniserie. Cada uno de esos episodios nos cuenta, de forma separada, un momento de la historia, valiéndose de amplias elipsis entre cada entrega. Así, en el primer capítulo, el plano secuencia parece estar completamente justificado, ya que imprime una sensación de inmediatez, de urgencia, ante el shock emocional de la entrada de la policía en una casa familiar para llevarse a un niño a comisaría. El que no haya cortes ayuda también a expresar la tensión y la zozobra que genera en los padres lo que está ocurriendo y el tener que esperar mientras la policía hace su trabajo y cumple con procedimientos no precisamente ágiles ni humanos. Es una idea hitchcockiana la de estos agentes que, simplemente, hacen su trabajo mientras una familia se desmorona ante las dudas y la culpa del crimen que presuntamente ha cometido el niño. Este primer episodio resulta redondo y hace esperar buenas cosas de esta serie. 

La segunda entrega de Adolescencia es la más aparatosa -también la más espectacular- y la que parece menos enfocada argumentalmente. La pareja de policías que se encarga del caso -interpretados por Ashley Walters (Asher D) y Faye Marsay- busca información en el instituto en el que estudia el niño acusado. La cámara los sigue, pero también se desvía convenientemente para enseñarnos las reacciones de los alumnos y de los compañeros y profesores de Jamie, trazando un dibujo algo difuso sobre el ecosistema en el que vivía el adolescente, un mundo de redes sociales y acoso escolar. En el tercer capítulo el plano secuencia no parece tener demasiado sentido: la acción gira alrededor de solo dos personajes, en una sola habitación casi siempre, sentados ante una mesa. Se trata de Jamie y una trabajadora social que psicoanaliza al menor, Briony Ariston (Erin Doherty), que mantienen un duelo interpretativo de alto nivel. El uso del plano secuencia sirve aquí para imprimir intensidad a las interpretaciones de ambos, cuyo mérito está en sostener la intensidad, casi sin interrrupciones, como si estuvieran sobre un escenario teatral. El episodio resulta, sin embargo, algo repetitivo y está lastrado por un tercer personaje, el guardia de seguridad, cuyo personaje parece una caricatura. El cuarto y último capítulo nos traslada de nuevo en el tiempo y el espacio para ver cómo afecta a los padres -Graham y Christine Temarco- y a su hermana -Amélie Pease- el encarcelamiento de Jamie. Aquí el plano secuencia tampoco parece estrictamente necesario, ya que la historia parece bastante distentida y gira dramáticamente sobre la culpa que siente la familia. El gran alarde técnico del episodio es el viaje en coche que hace la familia desde su casa a una tienda, sin ningún corte visible, que sin embargo parece pirotecnia innecesaria. 

Llegados al final de Adolescencia nos encontramos con una ficción que gira alrededor de una sola idea: el misterio que es cualquier adolescente, la incapacidad de unos padres para conectar con su hijo en un mundo complejo de relaciones y redes sociales tóxicas en el que los valores tradicionales, el esfuerzo y el trabajo duro, ya no significan nada. Pero a partir de esa idea no hay una progresión argumental ni temática, ni una evolución de los personajes mínimamenbte satisfactorias. Un despliegue técnico e interpretativo, eso sí, y un planteamiento potente que no explora los temas que enuncia y que se conforma simplemente con plantear preguntas. Quizás no hace falta nada más, ya que la serie es un éxito, una de las sensaciones del año.

LA VIDA BREVE -LAS MISERIAS DE LA REALEZA


Puede ser que la historia esté condenada a repetirse y sobre esta idea se apoya la comedia de La vida breve, creada por Cristóbal Garrido y Adolfo Valor. Estamos ante la parodia de las películas de época, en la que se busca decididamente el contraste entre la lujosa recreación de escenarios y vestuarios, de los encorsetados ambientes y la pompa de palacio en el siglo XVIII, y el poco edificante retrato de reyes, reinas y príncipes con no demasiadas luces. Pero quizás a esta serie no le hace ningún favor presentarse como una comedia porque, si bien contiene varias escenas capaces de provocar la risa, sus intenciones trascienden lo cómico, siendo capaz de generar situaciones dramáticas o incluso un comentario político -aunque peque de naíf en su discurso final-. Basada en hechos reales y rodada en el verdadero Palacio Real de Madrid y en sus jardines, el empaque de La vida breve es puro lujo: todo gracias a la estupenda fotografía de María Codina y a un vestuario espectacular, además del maquillaje y la peluquería. Cada uno de esos elementos consigue trasladarnos a la época en la que ocurren los hechos y concretamente al momento en el que Felipe V abdica en favor de su hijo, Luis I, dando pie al reinado más breve de la historia de España. La clave de la comicidad es cómo los hechos narrados tienen un eco en nuestro presente, ya sea por contraste -ese poder absoluto que tenían los monarcas- como por semejanza -es imposible no hacer conexiones cuando vemos a un rey de España de cacería-. El gran fuerte de la serie son sus actores y sus personajes. Los cuatro intérpretes principales están muy bien y, de hecho, tras seis capítulos se puede pensar que están poco aprovechados. Javier Gutiérrez es un actor siempre solvente y aquí resulta de nuevo sobresaliente al retratar a Felipe V como un tipo ridículo, pero también roto por la culpa; Leonor Watling es Isabel Farnesio, muy divertida como una reina manipuladora que odia España; Carlos Scholz también consigue retratar a Luis I como un imbécil, pero con buen corazón; y por último, Alicia Armenteros, como Luisa Isabel de Orleans, es un puro anacronismo, como si una mujer feminista y de izquierdas del siglo XXI hubiese viajado al pasado para hacer sangre con todas las injusticias de entonces. Pero de nuevo, aunque Armenteros está muy divertida, o precisamente por ello, nos quedamos con ganas de más. Hay que mencionar a un reparto de secundarios que también están estupendos, como Pepe Viyuela, Jorge Usón o un fantástico Héctor Carballo que lo mismo te hace reír que te emociona. Quizás la comicidad de La vida breve no acaba de dar en el clavo, pero es una serie atípica, que propone algo diferente y ciertamente interesante.

MORLAIX -AMOR Y MUERTE


Hay una paz, un reposo, en Morlaix (2025) que no es precisamente habitual en el cine actual. Justamente, no es un director convencional 
Jaime Rosales, que en su libro El lápiz y la cámara (2017) asegura que un cineasta tiene dos opciones, convertirse en un colaborador de las ideas del poder dominante o resistir y crear una estética diferente. En su primera película francesa, Rosales mantiene al espectador en un desequilibrio constante jugando con los formatos de pantalla, con el color y el blanco y negro, con los ralentizados, la repetición de secuencias, los saltos temporales que abarcan décadas y, por último, con el cine dentro del cine. La historia que se cuenta no puede ser más sencilla: en la ciudad francesa del título, en Bretaña, un grupo de adolescentes vive una historia de amor. Gwen (Aminthe Audiard) y su hermano pequeño acaban de sufrir la muerte de su madre, lo que, en cierto modo, les roba la inocencia. A este hecho trágico se suma la llegada de un nuevo alumno al instituto, Jean-Luc (Samuel Kircher), un chaval misterioso y romántico que pondrá patas arriba la vida de Gwen y de su novio Thomas, formando un triángulo amoroso de romanticismo arrebatado. Todo esto ocurre en los hermosos pero tristes paisajes de la bretaña francesa, en un tono nostálgico porque el relato está contado desde la tranquilidad de los hechos pasados, con el conocimiento de que la vida sigue. El amor y la muerte marcan las preocupaciones de la película y de los personajes, pero estos conceptos extremos están tratados sin tremendismo y con la distancia que imprimen los experimentos formales del autor. Y en esta película francesa de Jaime Rosales no puedo evitar ver la misma peluca morena que llevaba Anna Karina en Vivir su vida (1962) de Jean-Luc Godard, ni un reflejo de las lágrimas de aquella actriz cuando lloraba ante una pantalla de cine, en una de las imágenes más bellas jamás filmadas. Hay algo de rohmeriano en los juegos amorosos de los jóvenes protagonistas, y algo de Bresson en sus disertaciones sobre la vida, la muerte, el amor y la fe católica. ¿No son los triángulos amorosos un tema recurrente en la Nouvelle Vague? Gwen, Jean-Luc y Thomas recream el famoso baile de Banda aparte (1964) y su historia de amor a tres recuerda también a la que vivieron antes Jules y Jim (1962) persiguiendo a la inalcanzable Jeanne Moreau.

EL BAÑO DEL DIABLO -SALUD MENTAL


Veronika Franz y Severin Fiala siguen cultivando un cine de la crueldad tras Buenas noches, mamá (2014) y The Lodge (2019) en El baño del diablo (2024), película ganadora en el Festival de Sitges de 2024. Los austríacos plantean la historia de una mujer, Agnes -fantástica Anja Plaschg, ella es la película-, que, en la Austria del siglo XVIII, contrae matrimonio con Wolf (David Scheid), con la esperanza de llevar una vida feliz y tranquila formando una familia. Pero Agnes descubre que el orden social está muy lejos de proporcionarle la felicidad. Su personalidad, algo atípica, choca con la forma de ser de su marido, con las exigencias de su autoritaria suegra (Maria Hofstätter), y con los valores morales de la sociedad de la época, marcados por el extremismo religioso. La película que plantean Franz y Fiala es un drama realista de época que incide en el papel de la mujer como prisionera de la institución del matrimonio, que debe obediencia a su marido, debe encargarse del hogar y, además, ayudar en el trabajo. Agnes descubre que no encontrará amor en su marido, al menos no el que ella espera, y que su forma de ser no es comprendida ni compartida por su pareja ni por su suegra. Inspirada en hechos reales, el prólogo de la película nos muestra a una mujer lanzando a su bebé por una cascada para luego confesar su crimen. Esa imagen sirve como brújula de un argumento que se desarrolla cruelmente, en la línea de un Michael Haneke, asfixiando al personaje principal, que sufre lo que hoy llamamos depresión. El baño del diablo transcurre lenta e inexorablemente hacia la tragedia y quizás su desarrollo requería algún giro para ganar un interés mayor. Su mensaje queda claro desde el primer momento. Eso sí, sin recurrir a coartadas sobrenaturales, Franz y Fiala saben crear una atmósfera fantastique, malsana, cercana al terror, que conecta con las historias de brujas, con las religiones paganas, con el folk horror, aunque todo esto queda siempre, en segundo plano, ya que los directores prefieren potenciar el drama y los conflictos de su personaje central. Quizás el plano más político de esta cinta llega en su desenlace, cuando un grupo de villanos, tras una ejecución pública, se abalanza sobre la sangre y los restos de la víctima ajusticiada, para satisfacer los instintos más bajos y las supersticiones más ignorantes.

GRAND TOUR -REALIDAD Y FICCIÓN


El portugués Miguel Gomes -mejor director en el pasado Festival de Cannes- firma una obra apasionante en Grand Tour (2025), espléndido maridaje entre el cine de ficción y el documental, si estamos abiertos a la propuesta. La película narra, en su primera parte, el viaje de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario británico que huye de su prometida, Molly (Crista Alfaiate), atravesando varios países asiáticos, en un recorrido romántico y aventurero, de aliento clásico, con el colonialismo como tema de fondo, ambientado en 1919. Esta trama se presenta con las hechuras del cine clásico, en blanco y negro, en decorados recreados en estudios, vestuarios y peinados de época. Pero el mencionado viaje se muestra, y esta es la gran apuesta de la película, utilizando imágenes documentales actuales de los escenarios mencionados, Myanmar, Vietnam, Filipinas, Tailandia, Japón, China. Un recorrido exótico que hace pensar en el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul y en los créditos de Grand Tour encontramos, precisamente, a su director de fotografía habitual, Sayombhu Mukdeeprom. Esta decisión formal, de primeras, resulta desconcertante, pero, poco a poco, imprime un tono único en este extraño y hermoso film -el mecanismo no es nuevo y lo usaba Gomes, por ejemplo, en el cortometraje Redemption (2013)-. Las imágenes modernas y cotidianas documentales -en varias ocasiones asistimos a representaciones teatrales de marionetas, que inciden en esa idea de ficción dentro de lo real- son un poco la versión actual de esas películas primitivas de cuando los hermanos Lumière enviaron el cinematográfo a viajar por todo el mundo -en Tabú (2012), Gomes también mostraba esa vocación por el cine primigenio- y crean una sensación de revelación, pero también una distancia con respecto a las escenas de ficción, haciendo que las desventuras de Edward resulten inocentes, aunque con encanto. Como si el endiablado tráfico en el Bangkok del siglo XXI evidenciara la indeferencia del mundo, que sigue girando sin atender al destino de unos personajes ficticios. Gomes juega con las imágenes y es capaz de mostrarnos precisamente a la motos y coches de Bangkok moviéndose al ritmo de El Danubio Azul de Johann Strauss. Sin embargo, es en la segunda parte de la cinta, en la que el punto de vista se transfiere a Molly, una mujer que sigue los pasos de su amado para descubrir por qué la abandonó, cuando Grand Tour vuela muy alto, consiguiendo momentos de emoción, a pesar de decisiones arriesgadas como la de confiar los instantes de mayor intensidad del relato a una voz en off. Un giro final precioso, en el que escuchamos a Bobby Darin cantando Beyond The Sea, cimenta la relación entre realidad y ficción que propone Gomes, redondeando una película tan exigente como magnífica.

A COMPLETE UNKNOWN -CANTANTE MUTANTE


¿Quién es Bob Dylan? En A Complete Unknown (2024), el director y coguionista James Mangold nos propone a un personaje en constante transformación, de personalidad líquida, que pasa de ser un chaval tímido que aparece de la nada para conocer a su ídolo Woody Guthrie (Scoot McNairy), a convertirse en el elegido para llevar la música folk a todo el mundo; o un rebelde sin causa cuya principal arma de destrucción de las ilusiones puestas en él es una guitarra eléctrica. La película está dirigida con mano firme por un director clasicista como Mangold, cuya gran virtud es darle todo el espacio posible a las canciones de Dylan que acaban contando la historia. Y en ella, el mítico cantante es un tipo escondido detrás de unas gafas oscuras, interpretado por un estupendo Timothée Chalamet, que se va transformando delante de nuestros ojos. Recordemos que Todd Haynes necesitó a varios actores -y una actriz- en I´m Not There (2007) para abarcar el inabarcable retrato de Dylan. Y las constantes transformaciones sirven, en realidad, al aparente significado de esta película, en la que Dylan es un personaje que intenta escapar de los roles -artista, genio, salvador, novio- que le imponen desde el exterior y sucesivamente los personajes que se van cruzando en su camino, como el benigno pero mefistofélico Pete Seeger -estupendo Edward Norton-; la inocente y terrenal artista Sylvie Russo (Elle Fanning) o la magnética Joan Báez -una irresistible Monica Barbaro-. A Complete Unknown arranca con los orígenes de Dylan y tiene su clímax en la famosa 'controversia eléctrica' de 1965 -un período reflejado ya por Martin Scorsese en el documental No Direction Home (2005)-. El momento histórico de Estados Unidos que se refleja es ese instante de idealismo, optimismo y revolución que acaba con el asesinato de JFK, con el fin de la inocencia, y tras el cual vendrían Vietnam, Nixon y hasta Reagan. La película de Mangold dialoga de alguna manera con otra obra de Mangold, En la cuerda floja (2005), gracias a la presencia de Johnny Cash (Boyd Holbrook) que aquí juega también su papel en inyecta en Dylan la rebeldía propia del rock & roll. Pero quizás el diálogo más interesante de A Complete Unknown sea con dos películas contemporáneas. Por un lado, es interesante comparar la figura paterna de Seeger (Norton) con el maquiavélico abogado Roy Cohn (Jeremy Strong) en The Apprentice (2024), en la que seguimos la evolución de Donald Trump. Pero más interesante todavía es comparar al personaje de Dylan con el de otro héroe encarnado por Chalamet, nada menos que el Paul Atreides de Dune: Parte 2 (2024) que también se convierte en la encarnación de lo que un grupo de personas, un pueblo, espera. Si en la segunda parte de Dune el héroe se transformaba en un tirano posiblemente corrompido por el poder, aquí, un cantante folk, que ha conseguido conectar con el espíritu de su tiempo con una canción -The Times They Are A-Chaging- decide dinamitar su propia ascensión al poder, cabrear a todo el mundo, y dejar que cada uno se busque la vida como pueda. El personaje de Dylan no es, en absoluto, simpático en esta película, pero quizás su forma de encarar el éxito sea la más noble posible. Un recorrido, por cierto, que trae a la memoria el del protagonista de otra película reciente, Arthur Fleck, que entre Joker (2019) y Joker: Folie à Deux (2024) también renuncia a convertirse en el mesías que todos esperan. Arthur Fleck, por cierto, interpretado por Joaquin Phoenix, que fue antes Johnny Cash.

TARDES DE SOLEDAD -A VIDA O MUERTE


Ni taurina ni antitaurina, puede parecer un chiste, pero así es Tardes de soledad (2025) de Albert Serra, la ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián. No es que el director catalán peque de equidistante, ni de tibio, sino que Serra ha hecho una película honesta -su primer largometraje documental, aunque no sé si se pueden aplicar estas categorías a su cine- que no hace ninguna concesión, ni entiende de bandos enfrentados. Serra es un artista que hace películas y en la lidia de Andrés Roca Rey a varios toros sobre la arena encuentra la materia prima para una obra espléndida, plásticamente subyugante, que se apoya en la tensión de la fina línea que separa la vida de la muerte. Una corrida tras otra, la cámara nos mete dentro de la plaza, muy cerca del torero, más cerca todavía del toro. El encuadre aisla a Roca Rey y nos lo muestra en cada lance jugándose la vida. La mirada perdida porque la concentración es máxima. Fuera de campo, los comentarios de su cuadrilla, los gritos del público en la plaza. Serra nos enseña una corrida de toros tal cual es: la respiración fuerte del animal herido y el resoplido del propio torero; la sangre que baña el lomo y que mancha el traje de luces, que salpica el rostro. El taurino encontrará en estas imágenes valor y épica; el animalista buscará razones para la denuncia. Es cuestión de perspectiva. Albert Serra nos pide encontrar la belleza en el horror, en la violencia. La reflexión surge de ver en la pantalla una corrida tras otra, una repetición como una serie de cuadros de un pintor que también nos desvela lo que se juega el torero cada tarde, de su conciencia de la existencia. Como Sísifio, vencer a la bestia solo significa tener que volver a empezar la tarde siguiente, en un ciclo sin fin que es el de la naturaleza misma. Entre corrida y corrida, se nos muestra el viaje en autocar de Roca Rey con su cuadrilla. Ojalá alguien que nos quiera y nos hable como la cuadrilla a Roca Rey. No están ahí para recordarle al emperador que es humano, sino todo lo contrario, le cantan sus hazañas, le aseguran que es el mejor de todos los tiempos. Serra nos muestra siempre a Roca Rey como torero, nunca rebaja la tensión enseñándonos momentos cotidianos. Es un director exigente con el público. Pero sí nos permite ser testigos de la ceremonia en la que se despoja de sus ropas mundanas para embutirse en el traje de luces, un ritual íntimo, que se acerca a lo patético, tras el que un chaval de 28 años se transforma en un héroe capaz de enfrentarse a la muerte corrida tras corrida. La gran virtud del film es que Serra reducir su anécdota a una situación clímax, despojándola de cualquier adorno, evitando explicaciones y palabrerías. El torero delante del toro. No hay más.

BANDA SONORA PARA UN GOLPE DE ESTADO -LA HISTORIA DENTRO DE LA HISTORIA


Nominada al Óscar al mejor documental en este 2025, Banda sonora para un golpe de estado (2025) es una película extraordinaria. El artista belga Johan Grimonprez escribe y dirige esta obra espléndida, un trabajo portentoso de organización de imágenes de archivo de las más variopintas fuentes, para trazar una radiografía de la situación política mundial en los años 60. Para conseguirlo, la trama se centra en la independencia de la República Democrática del Congo -antiguo Congo Belga- y lo que ocurrió luego, el asesinato del líder congoleño Patrice Lumumba. El hilo conductor del documental es, sin embargo, el uso que hizo el Gobierno de Estados Unidos de grandes artistas de jazz como Louis Armstrong, Nina SimoneDuke EllingtonDizzy Gillespie y Melba Liston. La música de estos artistas vertebra la película, imprimiendo un contraste único con las imágenes de archivo de entrevistas, discursos políticos, asambleas de la ONU y demás materiales, generando una estupenda recreación sonora, visual y emocional de una época clave de la historia contemporánea. La idea que impulsa Banda sonora para un golpe de estado es la de hacerle frente a la opresión, representada aquí por el colonialismo y por la lucha de los países africanos por su independencia. Esta lucha conecta directamente con la situación de los afroamericanos en Estados Unidos, víctimas del racismo, la discriminación y la violencia, contra la que protestan líderes como Malcolm X o como los propios embajadores del jazz mencionados antes, que se encontraron con la paradoja de que, por un lado, viajaban a países africanos para hablar de democracia y libertad, mientras en su propio país no se respetaban sus derechos humanos fundamentales. Y estos conflictos ocurren, a su vez, en plena Guerra Fría, con el bloque estadounidense y el soviético enfrentados a muerte. Aquí, Nikita Kruschev -ahora traducido como Jrushchov- aparece como un defensor de la libertad y un luchador contra el colonialismo, mientras la CIA y el gobierno belga son retratados como oscuros manipuladores sin escrúpulos capaces del asesinato político. El objetivo, claro, explotar los recursos naturales del Congo, como el importante uranio utilizado, nada menos que en las bombas atómicas que precisamente mantenían en vilo a todo el planeta. Este complejo discurso de política internacional es presentado en la película como una apasionante narrativa de historias humanas, música de raíces africanas, y testimonios personales, en la línea de obras maestras como Histoire(s) du Cinèma (1988) de Jean-Luc Godard, sin necesidad de utilizar una voz en off como muleta para ubicar al espectador. La película conecta, por cierto, con otras obras recientes, como el documental ganador del Goya, Semillas de Kivu (2024), o la estupenda Nickel Boys (2025) sobre la discriminación racial en Estados Unidos en esos mismos años sesenta. Banda sonora para un golpe de estado es una obra imprescindible, una de las mejores películas del año y una de las mejores nominadas al Óscar en 2025.

NICKEL BOYS -PUNTO DE VISTA


En un momento en el que parece imperar el modelo de las series de televisión, ficciones enfocadas a lo argumental, con una puesta en escena meramente funcional, sorprende encontrar entre las nominadas al Óscar a la mejor película una propuesta tan arriesgada como Nickel Boys (2025), dirigida por RaMell Ross, que adapta una novela de Colson Whitehead de 2019 -publicada en España como Los chicos de la Nickel-. La sinopsis de la película resulta engañosa: es la historia de un joven afroamericano, Elwood (Ethan Herisse), en los años 60, que ingresa en un reformatorio donde es tratado de forma brutal. Allí conoce a otro chico que se convertirá en su gran amigo, Turner (Brandon Wilson), junto al que luchará por sobrevivir a los maltratos y la marginación propios del racismo. Este escaso resumen argumental puede generar en la imaginación del espectador muchas películas diferentes, la mayoría, seguramente, poco interesantes por manidas y ya vistas. Pero la aproximación de Ross cambia radicalmente la propuesta y demuestra lo que debería ser una perogrullada: que una película no es solo lo que se cuenta, sino, en gran medida, cómo se cuenta. Nickel Boys adopta una cámara subjetiva que nos mete dentro de la perspectiva del protagonista. Si nos atenemos a la idea de que el cine estadounidense ha contado de forma muy minoritaria historias desde una perspectiva afroamericana, puede resultar incluso revolucionaria la idea de apostar radicalmente por meter al espectador dentro de la mirada de un joven que sufre racismo y violencia. Más allá de una intención política y social, convertir a la cámara en los ojos de un personaje imprime un tono radicalmente distinto al de una película más convencional y, sobre todo narrativa. La primera hora, aproximadamente, de Nickel Boys, es extraordinaria, con una narrativa fragmentada y subjetiva de instantes que buscan provocar sensaciones en el espectador, con imágenes parciales que pueden ser incluso abstractas -hay que destacar una estupenda fotografía de Jomo Fray- que poco a poco van completando un puzle sensorial sobre lo que significa ser Elwood, y, sobre todo, sobre los momentos de terror que experimenta. Esta narración subjetiva nos permite estar dentro de la película, pero también limita nuestra perspectiva como espectadores, que es mucho más amplia en una puesta en escena convencional que incluye planos generales para situarnos. Hay además saltos temporales, materiales documentales e incluso imágenes imposibles, fantásticas, que trascienden el realismo de lo que estamos viendo. Esta narrativa subjetiva, personalmente, me recuerda a la de algunos videojuegos en primera persona -pienso, por ejemplo, en L.A. Noire (2017) o en la saga Fallout (1997), que tienen elementos de aventura conversacional- y resulta francamente inmersiva, pero también produce un efecto extraño, curiosamente alejado del realismo, que parece sumergirnos en un sueño o en la memoria de recuerdos ajenos. Señalemos que, para evitar el agotamiento en el espectador, Ross decide, en determinado momento, que los dos personajes principales compartan el punto de vista narrativo, lo que nos permite verlos a ambos de una forma más tradicional, en plano y contraplano, resultando esto en una decisión formal que acaba siendo una interesante premonición argumental. A pesar de un metraje que puede resultar abultado, al final de la cinta, el puzle se completa, los fragmentos se integran en un todo, generando, incluso, la sopresa dramática e invitando a la reflexión sobre el racismo, la desigualdad y la memoria histórica.

BLACK BOX DIARIES -RETRATO DE UNA VIOLACIÓN


"Todavía estoy aquí" es el mensaje que quiere darle a su violador la protagonista, tanto de los hechos reales como delante de la cámara, la escritora y directora japonesa, Shiori Ito, en el documental nominado al Óscar, Black Box Diaries (2024). Ito narra su expeiencia en primera persona tras haber sido agredida sexualmente por un periodista, Noriyuki Yamaguchi, entonces poderoso director de la cadena de televisión privada de nipona, TBS. La suya es la historia de la mayoría de las violaciones cuando no hay más pruebas que el testimonio de la víctima, que se enfrenta, paradójicamente, al rechazo social -incluso al cuestionamiento familiar- y a la dificultad de encontrar justicia en un sistema judicial fallido. En la película acompañamos a Ito día tras día, la vemos buscando testimonios que apoyen su versión de los hechos, escribiendo un libro sobre lo ocurrido, y grabando con su cámara las imágenes que luego se han convertido en un poderoso documental que es algo así como la crónica de todas las violaciones. Al ya mencionado cuestionamiento de la víctima, hay que sumar el trauma personal, la huella que deja una experiencia terrible, cuyo recuerdo se puede disparar en la mente de Shiori Ito por diferentes motivos cotidianos, como encontrarse con un hombre calvo y con barba, o, significativamente, al contemplar los cerezos en flor, que retrotraen a la protagonista a la estación meteorológica en la que ocurrió la agresión. Shiori Ito relaciona una agresión sexual con una imagen que relacionamos con la belleza de la naturaleza, con la calma y, sobre todo, con Japón. Porque la idea en la que se insiste en esta película es que una violación no es simplemente un asunto entre un hombre y una mujer, sino un problema social sistémico. Shiori Ito señala recurrentemente la estrecha relación entre el violador y el primer ministro japonés, el fallecido Shinzo Abe, para explicar cómo los resortes del poder sirven a los hombres para permitirles el abuso, la agresión y la impunidad. De nuevo el patriarcado y de nuevo el movimiento Me Too,  ahora en Japón. Shiori Ito no tiene problemas en mostrarse como una mujer que no solo es una víctima: su belleza física es innegable, muestra también su capacidad para tomarse con humor los momentos más trágicos. En los instantes más emotivos de su película, vemos también a una mujer herida que ha sufrido lo que ella misma describe como el "asesinato del alma".

AÚN ESTOY AQUÍ -MEMORIA HISTÓRICA


La vida sigue por encima de cualquier tragedia, parece decirnos la espléndida Aún estoy aquí (2025), un drama que reivindica la memoria histórica y la reparación de los desmanes del poder. Y lo hace a través de algo tan cercano como una familia, en este caso, real, cuya historia atraviesa varias décadas desde 1971 hasta 2017 reflejando también la historia de Brasil. El padre de esta familia es Rubens Paiva (Selton Mello), un ingeniero retirado de la política que sigue luchando por sus ideales en plena dictadura militar, lo que lo acaba covirtiendo en represaliado. La gran protagonista del film es su mujer, Eunice Paiva, a la que interpreta una magnífica Fernanda Torres cuya presencia y fuerza emocional es la película. El director Walter Salles nos presenta a esta familia y su casa, a poco metros de la playa, y nos dibuja toda una época a través de canciones de pop rock británico, bossa nova, carteles de películas de Jean-Luc Godard, partidas de backgammon, coches enormes, y demasiados cigarrillos fumados. Lo que Salles hace de forma perfecta es crear un retrato impresionista de un momento histórico de su país y también de un estado de ánimo, un paraíso que será irremediablemente perdido cuando se pongan en funcionamiento los terribles resortes del poder fascista. Es entonces cuando esta magnífica película desciende a los infiernos de la represión, la tortura y el asesinato político, mientras una mujer valiente lucha por mantener a flote a su familia y tirar para adelante con sus cinco hijos. 
Aún estoy aquí es la historia de una resistencia contra el poder corrupto, y un manual de cómo no rendirse y de cómo una sonrisa al objetivo de una cámara puede mandar el mensaje de que la vida sigue, las dictaduras caen, pero los ideales no, aunque se transmuten hacia otras causas, como la defensa de los pueblos indígenas. Estamos ante una película hermosa y emocionante, convencional -es un producto perfecto para el Óscar- pero profunda y sensible, que además permite a Salles cerrar el círculo abierto con Estación central de Brasil (1998) gracias a la emocionante participación de Fernanda Montenegro.

THE APPRENTICE -FAUSTO


Utilicemos el manido símil del accidente de tráfico para describir la figura de Donald Trump: algo terrible que, sin embargo, no puedes dejar de mirar. Partiendo de esta idea se puede cuestionar la necesidad de llevar su historia convertida en una ficción 
a la gran pantalla. La intención de The Apprentice (2024) es, claramente, la denuncia. Pero ¿No es evidente quién es Trump? Nunca ha ocultado su verdadera cara y cada día aparece en las noticias de todo el mundo con una nueva declaración aberrante -en el momento de escribir estas líneas acaba de prohibir las pajitas de papel para volver a las de plástico-. Sus seguidores seguirán siéndolo pase lo que pase, está demostrado, y es difícil que sus detractores cambien de opinión. La ficción que escribe Gabriel Sherman como guionista y que dirige Ali Abbasi nos muestra a Donald Trump -estupendo Sebastian Stan, al borde de la imitación- como un tipo simple que alcanza el sueño americano al transformarse en un sujeto sin escrúpulos. Igual de ignorante, pero con una desbordante confianza en sí mismo que, incomprensiblemente, le permite salirse (casi) siempre con la suya. La clave de esta transformación es un oscuro personaje, el abogado corrupto Roy Cohn, al que da vida un hipnótico Jeremy Strong. Este estupendo actor es el que conecta The Apprentice con la serie Succession (2018), estupenda comedia de la vergüenza ajena sobre la clase privilegiada de Estados Unidos, retratada como unos 'hijos de papá' de escasa inteligencia y peor catadura moral, cuya máxima ambición es hacerse con los 'juguetes' heredados de sus padres. Algo de eso hay en el Donald Trump que vemos en The Apprentice, en la que lo realmente interesante es la figura mefistofélica del mencionado abogado Roy Cohn. La película nos introduce en los ambientes en los que se mueven los hilos del poder, y nos presenta personajes que se comportan como los dueños del mundo y que están dispuestos a todo para enriquecerse y ganar influencia, todo bajo la ridícula excusa de un supuesto patriotismo que pretende salvar su país de una decadencia que no es más que el progreso. La hipocresía está en la defensa de unos valores conservadores por unos personajes entregados a los placeres mundanos, al alcohol y las drogas, al sexo con prostitutas, o a una homosexualidad que niegan en público. Pero si Fausto acaba recuperando su alma a cambio de un sacrificio por amor, aquí el que sucumbe es el propio diablo, Roy Cohn, consumido en este caso por una epidemia que muchos vieron como un castigo divino. El posible problema de The Apprentice es que, inevitablemente, como espectadores, acabamos empatizando con los protagonistas de cualquier ficción, desde Taxi Driver (1976) pasando por Los Soprano (1999-2007) y hasta Breaking Bad (2008-2013), por inmorales que sean. Aquí, no deja de ser curioso que podamos llegar a desear el triunfo de Trump, como cuando en Psicosis (1960) Alfred Hitchcock nos obligaba a temer que Norman Bates fuese descubierto. Y, desde luego, sentimos pena por el destino de Roy Cohn, a pesar de que antes le hayamos visto comportarse como un corrupto. Un efecto perverso que puede incomodar, claro, a esos sujetos sensatos que se horrorizan ante los desmanes de los individuos retratados en la película. Pero, quizás, dejar de ver a estos tipos como villanos de tebeo, nos hace también más humanos.

BRIDGET JONES: LOCA POR ÉL -NUEVAS PÁGINAS PARA EL DIARIO


Es fácil mirar por encima del hombro una película como Bridget Jones: Loca por él (2025) siendo la cuarta entrega de una saga con más éxito en taquilla que prestigio. Pero esta nueva aventura de la patosa productora de televisión interpretada por Renée Zellweger debería ser tomada como ejemplo a seguir para realizar cualquier secuela/remake/reboot de una franquicia del pasado. Dirigida por Michael Morris -director teatral que ya firmó un drama con protagonista femenina, To Leslie (2022) de forma solvente- estamos ante una nueva adaptación de una novela de Helen Fielding, que desarrolla el personaje creado en El diario de Bridget Jones (2001) de forma lógica y coherente: la solterona se ha convertido en madre de dos niños y acaba de sufrir una pérdida importante en su vida que la devuelve al terreno amoroso, con todos los problemas que ello conlleva para una mujer de su edad, y de su conocida torpeza social. El guión nos muestra a una mujer que debe lidiar con la educación de sus hijos, con volver al trabajo tras algunos años de paréntesis, con reconectar con amigos y familiares, y con la idea de volver a enamorarse. Son todos estos conflictos, cercanos y reconocibles, bien aprovechados para desarrollar situaciones cómicas y, también, emotivas. Lo que hace bien 
Bridget Jones: Loca por él es desarrollar una trama con nuevas situaciones manteniendo la esencia del personaje, que ha evolucionado de forma creíble sin perder su gracia. Las situaciones cómicas y los enredos funcionan a pesar de ser muy convencionales, así como las situaciones melodramáticas, que apelan de forma sencilla a sentimientos, en definitiva, humanos. Pero lo más destacable es cómo la película se toma su tiempo para desarrollar la historia y permitir que cada personaje del amplio reparto tenga sus momentos de lucimiento. Se trata de secundarios que gozan del cariño de los fans de la saga y ayuda mucho, claro, que en el elenco encontremos a estrellas británicas de la interpretación como los habituales Colin Firth, Hugh Grant, Jim Broadbent y la maravillosa Emma Thompson, pero también con estupendas incorporaciones como Leo Woodall y Chiwetel Ejiofor -importado de Love Actually (2003)-. Como toda franquicia del cine comercial, Bridget Jones: Loca por él debe balancear las situaciones nuevas con la recuperación de ideas, imágenes y sentimientos que se han quedado en la memoria emocional del espectador. Y creo que lo consigue con éxito, evitando que el fan service y la repetición sin alma de las situaciones se apodere del relato, recuperando el tono y el look de esa estupenda comedia romántica cinematográfica británica que reinó a partir de mediados de los 90 y hasta bien entrada la década del 2000.

CAPITÁN AMÉRICA: BRAVE NEW WORLD -EMPEZAR DE ¿CERO?


Marvel Studios
intenta recuperar el pulso perdido con Capitán América: Brave New World (2025), correcto film de espías y de acción sin ambición, que parece proponer un nuevo comienzo, presentando a Sam Wilson (Anthony Mackie), antes The Falcon, como el sucesor de Steve Rogers en el papel del simbólico héroe abanderado. El resultado es modesto, lejos, claro, de la épica mastodóntica de Vengadores: Endgame (2019), pero también por debajo de productos más sólidos como Capitán América: El Soldado de invierno (2014). Esta nueva historia nos presenta a Sam Wilson luchando contra la enésima amenaza terrorista, encarnada por un expeditivo mercenario al que da vida un desaprovechado Giancarlo Esposito, junto a un nuevo Falcon, el simpático Joaquín Torres (Danny Ramírez). La química entre ambos personajes heroicos y los momentos de buddy movie, funcionan pero tampoco dejan huella. Paralelamente, la película establece un gran antagonista, nada menos que el general Ross, ahora convertido en Presidente de los Estados Unidos, detalle argumental que ha acabado siendo un reflejo, algo pálido, de la llegada de Donadl Trump a la Casa Blanca. Harrison Ford vuelve a subirse al Air Force One (1997) para interpretar al personaje -antes encarnado por Sam Elliott y William Hurt- en un intento de componer un villano trágico, que lamentablemente no acaba de cuajar en ningún momento. La gran sorpresa de la película y, quizás su decisión más discutible, es la de apoyar su trama en atar los cabos sueltos nada menos que de la olvidada El increíble Hulk (2008), que conviene revisar, aunque esto no sea imprescindible para entender lo que ocurre. En todo caso, 
Capitán América: Brave New World nace directamente de la serie de Disney+, Falcon y el Soldado de Invierno (2021), lo que quizás contagia a esta cinta de su lenguaje televisivo. Nada está realmente mal pero tampoco hay nada que brille especialmente en esta cinta dirigida por Julius Onah, que lidia con un guión que naufraga en el tercer acto y que no se recupera hasta la promocionada pelea con Hulk Rojo, cuya identidad fue un divertido misterio en los cómics, mientras que aquí el tráiler nos hace un discutible espóiler. El auténtico corazón de la película, en todo caso, es el personaje de Isaiah Bradley, olvidado Capitán América afroamericano, encarcelado injustamente, al que da vida un entrañable veterano como Carl Lumbly. Este personaje protagoniza una trama robada de El mensajero del miedo (1962) y es el que apuntala los mensajes de la película, tenues pero muy presentes, sobre la política y la sociedad estadounidense actual, multicultural pero siempre amenazada por el racismo, el extremismo y el belicismo. Y si Capitán América: Brave New World no vuela más alto puede ser también porque traslada a la pantalla personajes e historias de la Marvel Comics más reciente, buscando, quizás, conectar con audiencias más jóvenes. Pero este Capitán América, más allá de su color de piel, no es Steve Rogers, el personaje (re)creado en los años sesenta por Stan Lee y Jack Kirby; así como este Hulk Rojo es también una variación del goliat verde de los primeros, inocentes y contraculturales años de la Casa de las Ideas. Es el carisma de aquellos arquetipos eternos el que necesita realmente Marvel Studios.


A DIFFERENT MAN -SER DIFERENTE


El problema de la identidad individual, de quiénes somos, en una sociedad marcada por la imagen, por el aspecto físico y la mirada del otro, es el asunto central de la interesante A Different Man (2025), que escribe y dirige Aaron Schimberg. El planteamiento gira alrededor de Edward Lemuel (Sebastian Stan), un hombre con el rostro deforme por una enfermedad, que intenta, paradójicamente, ser actor. No sabemos realmente si Edward es feliz o si se toma en serio su carrera como actor, solo podemos inferirlo, pero todo cambia con la aparición de una nueva vecina, Ingrid (Renate Reinsve), tan atractiva como simpática, y que resulta ser una dramaturga que ofrece amistad a Edward y un posible papel en una hipotética obra teatral. Esta promesa no llega a cumplirse porque Edward se somete a un tratamiento revolucionario que lo cura completamente, convirtiéndolo en un hombre corriente, e, incluso, atractivo, lo que le llega a proporcionar cierto éxito en una nueva vida. El problema que plantea Schimberg es que Edward no ha superado del todo su vida anterior, lo que provoca que busque de nuevo a Ingrid y acabe -sin ella saberlo- protagonizando precisamente su primera obra de teatro en el papel de él mismo. A Different Man comienza siendo un drama sobre la diferencia y la marginación social,  para convertirse luego en una comedia de humor negro, con momentos surrealistas y de metaficción, un poco en la línea del genial Charlie Kaufman. Este tono se activa con la introducción de un nuevo personaje, Oswald, interpretado por Adam Pearson, actor que realmente padece neurofibromatosis y que se presenta como un tipo divertido, siempre de buen rollo, que parece ajeno a su deformidad y que vive todo lo que Edward no ha conseguido ni siquiera tras la operación. Soprendente y original, la película indaga en la frustración del inadaptado y de forma mordaz describe una sociedad formada por mediocres que triunfan, desmontando de paso estereotipos sobre la importancia del aspecto físico y generando mucho humor políticamente incorrecto sobre la discapacidad, planteando que, precisamente, son nuestros defectos, el monstruo que habita en todos nosotros, lo que nos hace diferentes, individuales, interesantes, aunque no sea precisamente eso lo que nos lleve al 'éxito' ni a la aceptación de los demás.

LOS EXPLORADORES -GIGANTES DE LA MANCHA


Son muy bonitos los temas que se desprenden de Los exploradores (2025) película animada que, sin dar lecciones, nos coloca en el territorio, siempre a punto de desaparecer, de la infancia, las ilusiones, los sueños y la imaginación. El protagonista es Alfonso, un niño de 11 años claramente inspirado nada menos que en Don Quijote, que ve gigantes donde hay molinos, monstruos terribles en tormentas apocalípticas, y que tiene a su propio Sancho y a su Dulcinea -Felipe y Victoria- y que ha cambiado el caballo por la bicicleta de Los Goonies (1985). Además, como James Stewart en El invisible Harvey (1950), Alfonso ve conejos donde no los hay, y estos son unos divertidísimos personajes que parecen salidos de los cartoons más salvajes. La misión de Alfonso es salvar su barrio y a sus vecinos, es decir, el territorio de su infancia, de la especulación inmobiliaria y las máquinas infernales del malvado empresario Carrasco y sus esbirros. Dirige el argentino Gonzalo Gutiérrez una película familiar que gustará sobre todo a los más pequeños: su ritmo no decae en ningún momento, lo que sin embargo le pasa factura a la solidez del guión. La animación no aspira a competir con Disney o Pixar, pero esto se compensa con secuencias espectaculares de acción, persecuciones imposibles, mucho humor con un punto gamberro, personajes entrañables, y varias canciones que acompañan a las imágenes como si fueran videoclips. Si estáis buscando una película para llevar a los niños al cine por primera vez, Los exploradores cumple sin complicaciones.

LA MARSELLESA DE LOS BORRACHOS -MEMORIA HISTÓRICA


A veces resulta difícil imaginar un mundo anterior al nuestro. Hoy, gracias a la omnipresencia de los teléfonos móviles, parece que todo queda registrado, que nadie hace nada sin grabarlo y compartirlo en las redes sociales. 
El documental La Marsellesa de los borrachos (2025) nos lleva a una época muy diferente, analógica y romántica, en la que existía algo llamado tradición oral. Era una época, no tan lejana, de canciones que se transmiten de generación en generación y de boca en boca, muchas veces sin un autor conocido y cuyas letras van variando cada vez que se interpretan. Eran canciones que estaban vivas, pero que, paradójicamente, siempre estaban en peligro de desaparecer. En su primer largometraje, el director Pablo Gil Rituerto propone un viaje musical y temporal a través de las canciones populares de resistencia. El recorrido que vemos en la película es doble: primero seguimos los pasos del colectivo italiano Cantacronache, formado en Turín en 1958. Algunos de sus miembros, como Emilio Jona, Lionello Gennero y Margot, recorrieron la España franquista en 1961, de forma clandestina, con una grabadora para registrar esas canciones que solo existían cuando eran interpretadas. El resultado de esa labor entusiasta quedó impreso en un libro, Canti della nuova resistenza spagnola, cuya publicación fue perseguida, claro, por las autoridades franquistas. En 2022, Gil Rituerto hace otro recorrido similar, siguiendo aquellos pasos y rescatando aquellas grabaciones o recréandolas con comprometidos artistas actuales como Nacho Vegas, Maria Arnal, Amorante o Labregos do tempo dos Sputniks. Las interpretaciones que vemos en pantalla son preciosas y emocionantes, cantadas desde los ideales por un mundo mejor. ¿Siguen vivos esos ideales?. La película de Rituerto es apasionante, porque si hemos dicho que hoy el mundo es muy diferente, también hay que decir que el peligro sigue siendo el mismo: no hace falta más que asomarse a las redes sociales. Hay algo de nostalgia en La Marsellesa de los borrachos, precisamente hacia ese mundo ya olvidado, en el que había menos formatos para registrar la realidad pero una causa muy clara por la que luchar.

MEMORIAS DE UN CARACOL -QUÉ TRISTE ES VIVIR


Ya no hace falta decir que la animación no es solo cosa de niños, algo que demuestra una obra como Memorias de un caracol (2025), cinta realizada con la técnica del stop motion por Adam Elliot -autor de Mary and Max (2009)- que, sin embargo, está narrada con la sencillez de un cuento infantil. Un cuento, eso sí, muy triste. Elliot nos presenta a dos personajes, dos hermanos mellizos, Grace (Sarah Snook) y Gilbert (Kodi Smith-McPhee) cuya llegada al mundo, lejos de ser feliz, está marcada por la tragedia. A partir de la separación de sus destinos, se irá contando la vida de cada uno, en clave de flashback, y con tendencia al drama. Los dos niños viven diferentes penurias, relacionadas sobre todo con la crueldad del mundo, el acoso escolar, o el extremismo religioso y la intolerancia. Ante estas agresiones sociales -y existenciales- Elliot nos dice que la bondad y la solidaridad están, precisamente, en los diferentes -en los inevitablemente marginados- que cultivan extrañas aficiones: como coleccionar caracoles, hacer trucos de magia, los libros de autoayuda y varias filias más. La más inusual de todas, en el mundo en el que vivimos, la de leer novelas de autores ya clásicos. El universo de Elliot es el de personajes rotos y frikis, que buscan cariño y aceptación, pero se acaban refugiando en sí mismos. La voz en off de Grace es el hilo que vertebra casi todo el relato, que va pasando de un episodio a otro con soltura. La animación, muy cuidada, se mantiene lejos de lo espectacular, pero sí está marcada por un estilo muy personal, más bien oscuro, que marca el tono triste del relato. Lo valioso de esta cinta es, precisamente, su personalidad y esa visión triste de la existencia que da pie al humor negro, pero que también nos lleva a un desenlace de sorprendente emoción que, a través de lo trágico, de la conciencia de la muerte, consigue inyectar una dosis de ternura y esperanza en el espectador.

MARÍA CALLAS -CANTO DE CISNE


El chileno Pablo Larraín completa una trilogía no oficial sobre mujeres que marcaron el siglo XX con María Callas (2025), con la que podría cerrar un círculo tras ocuparse de Jackie Kennedy en Jackie (2016) y de Lady Di en Spencer (2021). Lejos del biopic convencional, en estas películas Larraín concentra el argumento en un hecho -más o menos real- concreto que marca un estado de ánimo en la protagonista y por ende en el tono de la cinta. Aquí, Larraín se salta los humildes inicios de María Callas, evita mostrar a su tóxica madre, no nos muestra su escalada hasta la cima de la ópera, ni vemos a la cantante en su esplendor. María Callas se ocupa exclusivamente de los últimos días de la artista, de su último intento de recuperar su voz, de su temprana muerte con poco más de 50 años. Formalmente es la película más convencional de Larraín en esta trilogía, con una narrativa clara y objetiva, a pesar de que el guión de Steven Knight plantea numerosos saltos temporales -Larraín cambia el formato o hace uso del blanco y negro para facilitar que podamos diferenciar en qué etapa estamos- y a pesar de que la protagonista asegura dudar de si lo que está viviendo es real. María Callas, como Jackie y Spencer es un film claustrofóbico, con una heroína atrapada en su personaje público, pero también es una película petrificada, dramáticamente algo plana, de encuadres fijos y lejanos que muestran la soledad y el aislamiento de la cantante, pero que también generan frialdad y distancia con respecto a la emoción de lo que vemos. La película es una tragedia a la que se le ha cercenado el planteamiento y el desarrollo, por lo que quizás resulte difícil emocionarse con el melodramático final de la cantante, sin haber presenciado antes sus momentos de felicidad y de amor. Angelina Jolie se entrega a dar vida a este personaje femenino dominado por un hombre poderoso, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer), que hizo con ella lo que quiso; pero que también es presa del arte como único sentido de su existencia. La fotografía del siempre estupendo Edward Lachman -que ya nos deslumbró en El conde (2023)-, el diseño de producción y el vestuario hacen de la película un placer estético, al que hay que sumar las piezas clásicas de ópera y la voz de la propia Callas. Pero cuando Larraín intenta fabricar momentos de gran belleza, estos pueden parecer impostados, demasiado acartonados, y eso incluye un clímax que puede llegar de una forma no demasiado orgánica. Lo mejor de la cinta, son, quizás, sus personajes de reparto: el doctor que interpreta Vincent Macaigne; la amiga a la que da vida Valeria Golino; pero, sobre todo, esos dos sirvientes encarnados por Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher: ambos inyectan una humanidad y una emoción que María necesitaba en una dosis mayor.