SUPERESTAR -LA PARADA DE LOS MONSTRUOS


Era completamente imposible anticipar lo que iba a hacer Nacho Vigalondo en Superestar (2025), la serie producida para Netflix que ha hecho de la sorpresa su principal seña de identidad. 
Vigalondo siempre me ha parecido un autor tremendamente inteligente, de propuestas brillantes en cada uno de sus cortos y largometrajes, pero quizás nunca antes había conseguido emocionar como lo hace en Superestar. El argumento de la serie nos sitúa a principios del siglo XXI, cuando se instauraba en la telebasura española la cruel costumbre de reírse en público de seres desesperados, más de uno con problemas de salud mental, ávidos de reconocimiento y fama. Eran persona(jes) de usar y tirar, pero con Tamara y su grupo de seguidores -luego enemigos- formado por Leonardo Dantés, Arlequín, Loly Álvarez, Paco Porras y Tony Genil la cosa se salió de control. Lo que comenzó como el despiadado aprovechamiento televisivo de unos juguetes que ya estaban rotos antes de salir en la tele, acabó siendo real por un instante. Seguramente durante esos 15 minutos de fama que se le adjudican a Andy Warhol, Tamara fue un verdadero fenómeno: ya no solo nos reíamos de ella, sino con ella y, además, cantamos y bailamos con ella. Por un momento, y a pesar de todo, estos personajes pudieron cumplir su sueño de fama: algunos de ellos tenían aspiraciones artísticas reales, malogradas por la falta de talento y sobre todo, por la falta de escrúpulos. Con este material, Vigalondo se podría haber limitado a crear un biopic al uso, recreando los momentos más emblemáticos -los que se vieron en televisión en su momento- enmarcados en un contexto dramático de docuficción. En lugar de eso, el director cántabro decide aportar una visión artística para crear una fantasía muy estimulante y sorprendente que bebe de la fuentes más diversas: de David Lynch -sobre todo-, de Stanley Kubrick, de Valle Inclán, del cine de terror y del found footage, de las leyendas urbanas, del humor chanante -Vigalondo dirigió varios sketches del mítico programa-, y hasta de los universos y realidades paralelas, tema ya presente en su propia obra como director, con referencias a Phillip K. Dick y su exploración constante de la naturaleza de la realidad. Con esta visión de la historia, parece que Vigalondo ha gozado de una libertad total para afrontar la serie, apoyado por la producción de los Javis, cuyas constantes como autores también están presentes: la emotividad, el uso de temas musicales generacionales, la nostalgia por épocas pasadas de la televisión, por el mundo del corazón y los famosos españoles.

Que pueda ser la obra más personal de Nacho Vigalondo parece evidente cuando presenta personalmente cada capítulo como si fuese un nuevo Chicho Ibáñez Serrador. Se reserva además el encarnar una versión de Javier Sardá, cuyo programa, Crónicas Marcianas, fue el principal escaparate del tamarismo y de su cohorte de freaks. En cada episodio, la historia se centra en un personaje diferente y en su perspectiva sobre unos mismos hechos, el ascenso a la fama de Tamara/Yurena/Ámbar: la primera es Margarita Seisdedos, cuyo protagonismo se aprovecha para presentar el origen y la infancia de la cantante, para seguir luego con capítulos dedicados a los otros miembros del 'culebrón' hasta culminar con el dedicado a la propia Tamara. En cada uno de estos capítulos se nos sorprende con un planteamiento inesperado, capaz de servirse del expresionismo alemán filtrado por Lynch para hablarnos de la madre de Tamara; de desdoblar a Leonardo Dantés en un doctor Jekyll y Mister Hyde; de hacer de Arlequín una suerte de Joker terrorífico; de introducir a Paco Porras en algo parecido a Eyes Wide Shut (1999). Vigalondo utiliza en cada capítulo y casi en cada secuencia recursos cinematográficos que nos llevan del realismo costumbrista a los efectos digitales, las texturas del vídeo y del tubo catódico, además de animaciones, ralentizados, repeticiones de escenas y elementos surrealistas que hacen que el visionado sea todo menos pasivo. Hay que hablar también del logro que supone haber conseguido que alguno de los actores más solventes y conocidos del cine español se hayan prestado para interpretar a estos personajes de la telebasura: hay que mencionar especialmente a Ingrid García-Jonsson, que alcanza cimas de emoción altísimas en el retrato de la mujer que hay detrás del personaje televisivo que es Tamara; y me parece fantástico Secun de la Rosa como Leonardo Dantés, que sin caer en la imitación construye el personaje más entrañable y complejo del conjunto. Pero también están Julián Villagrán, Pepón Nieto y Natalia de Molina, actores que verdaderamente desaparecen detrás de sus caracterizaciones -completan el reparto un estupendo Carlos Areces y Rocío Ibáñez, por no hablar de los muchísimos cameos-. Todos cumplen un rol en una ficción que reivindica a estos frikis de la tele, sin ocultar sus defectos y facetas más oscuras y sórdidas, asumiendo sus errores pero también normalizando elementos que en su momento se ocultaban, como la homosexualidad o la ideología y, sobre todo, dando un buen tirón de orejas a los medios. Vigalondo consigue en Superestar su obra más emotiva y, sobre todo, más humanista, en la que es la serie del año.

VOY A PASÁRMELO MEJOR -AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS


Voy a pasármelo mejor
(2025) 
continúa las aventuras vitales de los Pitus, los niños protagonistas de Voy a pasármelo bien (2022), ahora adolescentes. Una secuela muy esperada que evita, eso sí, el rigor argumental entre una película y otra para sacarse de la manga un episodio intermedio entre el amor infantil de David (Izan Fernández) y Layla (Renata Hermida Richards) y el que tendrán de adultos -encarnados por Raúl Arévalo y Karla Souza-. La idea es convertir esta secuela en una película de campamentos, subgénero de la comedia juvenil estadounidense que sirve aquí de marco para presentar a nuevos personajes. Los números musicales se reducen al mínimo y desaparece el referente de los Hombres G de la primera cinta, para optar por canciones originales que apelan directamente a la historia que nos cuentan, a las que hay que sumar conocidos temas pop de los años 90. La película se convierte así en una comedia juvenil, un coming of age en toda regla, que se apoya en el carisma de los personajes -y actores- que ya conocemos -y queremos-. Así, a David lo acompañan de nuevo el verborréico Luis (Rodrigo Gibaja), que sigue soltando frases hechas pasadas de moda y que ahora vive su propia e intensa historia; Paco (Rodrigo Díaz) que sigue descubriendo sus sentimientos y su orientación sexual; y Fernando (Michel Herráiz) que se dedica a sacarse el carné de conducir. Mencionemos también al pesado de Maroto (Javier García) que sirve de alivio cómico, un running gag hecho actor, y el regreso del macarra de Tormo (Diego Montejo). Con nuevos personajes interesantes y humanos a cargo de Alba Planas o Candela Camacho, el guión de David Serrano y Luz Cipriota sorprende por plantear temas complejos como un embarazo no deseado o un primer amor LGTBI, sin perder la inocencia de la primera película ni esos planes imposibles que plantean los protagonistas. La comedia funciona, sobre todo cuando echa una mirada satírica a la España de los 90 y a las canciones de aquella época que hoy pueden parecer un chiste -con todo el cariño, Chimo Bayo, Seguridad Social-; a las dificultades con el inglés o a lo abultados que parecían los precios en pesetas. Detrás de la cámara está Ana de Alva, que se estrena en el largometraje y hace parecer fácil dirigir por primera vez una película en la que hay números musicales y todos los personajes importantes son niños. No solo la película es efectiva dentro de sus pretensiones, sino que logra transmitir emociones, ternura y sobre todo, un entusiasmo vitalista que hay que agredecer. No estamos ante un mero entretenimiento comercial que busca rentabilizar la taquilla familiar, sino ante un producto con alma, que respeta a los espectadores y que consigue alcanzar momentos muy emotivos y hasta memorables: el viaje en coche de los Pitus con la canción Cien Gaviotas de Duncan Dhu es la perfecta y satisfactoria cristalización de todos los conflictos planteados para los protagonistas. Voy a pasármelo mejor es una estupenda fantasía nostálgica para los adultos que los niños y adolescentes van a disfrutar en presente.


LA QUIMERA DEL ORO -LA DIVERTIDA HISTORIA DEL CINE


Un siglo después, en su versión restaurada estrenada en cines en este 2025, La quimera del oro (1925) de Charles Chaplin sigue siendo una experiencia cinematográfica maravillosa que revela una película perfecta. Considerada una de las mejores obras de la historia del cine, resulta mágico poder verla en pantalla grande, en una sala llena de espectadores, escuchando las risas de los niños que han venido con sus padres a descubrir qué es eso del cine. Si dejamos a un lado los inútiles prejuicios ante un cine mudo y en blanco y negro, la realidad es que esta película no necesita diálogos para su comprensión -en varias ocasiones los intertítulos parecen enfáticos- por lo que resulta cuestionable que en los años 40 el propio Chaplin decidiera sonorizar la película para llevarla a un nuevo público. La quimera del oro es tan accesible porque en ella participan dos genios. Al primero lo debería conocer todo el mundo: es el actor que fue Chaplin en su personaje de Charlot, un maestro de la mímica y la pantomima, capaz de expresar emociones e ideas sirviéndose solo del gesto. El otro genio también es Chaplin, claro, pero está detrás de la cámara, organizando cada gag y cada secuencia para que sea lo más efectiva posible en su cometido principal, que es hacer reír, pero también para sacar alguna lágrima, en definitiva, para emocionar al espectador. La historia se presenta primero con un hecho histórico, la fiebre del oro en Alaska a principios del siglo XX, un escenario de wéstern que arranca con planos épicos de las montañas inconquistables y de cientos de mineros sobre la nieve, arriesgando la vida por la promesa de la fortuna. Pero enseguida vemos al famoso vagabundo con sus andares tambaleantes y su bastón, recorriendo una peligrosa cordillera: es el primer chiste de la película. La primera parte de la cinta es una serie de afortunados gags relacionados con las penurias de los buscadores de oro. Además de Charlot tenemos en pantalla al peligroso Black Larsen (Tom Murray) y al gigantesco Big Jim McKay -fantástico Mack Swain-, los tres encerrados en una cabaña, atrapados por una tormenta de nieve, intentando aniquilarse el uno a otro, muertos de hambre. Pero luego la trama se transforma en un drama romántico, con tintes sociales, en el que el vagabundo es un marginado, como siempre enamorado de una chica imposible, Georgia -la restauración nos permite admirar a una Georgia Hale guapísima-, que sufre desengaños y humillaciones por parte de una sociedad que le excluye, y que se enfrenta al villano -también altísimo- Jack (Malcolm Waite). El drama social melodramático da paso a un clímax espectacular, de nuevo en la cabaña, elemento del decorado que cobra vida como la vivienda de recién casados de Buster Keaton en Una semana (1920), la casa voladora de El mago de Oz (1939) o la cabaña maldita de Terroríficamente muertos (1987). La quimera del oro está llena de momentos divertidísimos: cuando Black Larsen y Big Jim forcejean y apuntan accidentalmente con la escopeta al vagabundo, que intenta quitarse de la mira desesperadamente en una coreografía de risa nerviosa; el icónico momento en el que una vieja bota cocida se convierte en un banquete para dos muertos de hambre; el baile con los panecillos que Chaplin, copiado de Roscoe 'Fatty' Arbuckle pero cuya interpretación también mejora el británico. Todos son momentos que son historia del cine, pero también hay que fijarse en cómo Chaplin convierte una foto de Georgia en el símbolo de la relación amorosa entre los dos personajes principales. La fotografía de Georgia aparece en varias ocasiones, primero como objeto de deseo del tóxico Jack, luego cae rota en el suelo y es recogida por el vagabundo; por último, es hallada bajo la almohada del hombrecillo por la propia Georgia desvelándose el amor secreto -no debe ser casual que el romance entre Charlot y la chica solo se consuma cuando son retratados en una foto-. Esta forma de narrar a través de los objetos y los detalles había sido perfeccionada por Chaplin en otra obra maestra, Una mujer de París (1923), que inspirará nada menos que el famoso toque Lubitsch. Y es que La quimera del oro ha sido tan influyente a través de la historia del séptimo arte que ver esta película es ver todo el cine.

SUPERMAN -LA VIDA FUTURA


Superman es, todo el mundo lo sabe, el primer superhéroe. El primer personaje de un subgénero que revolucionó el cómic en 1938 -hasta entonces habitado por tiras cómicas, animales parlantes y aventureros pulp- y que comercialmente dominó el medio, como hasta hace poco los superhéroes han dominado también la taquilla cinematográfica. En el cine, el Superman (1978) de Richard Donner y Christopher Reeve también fue el primero -si olvidamos los primitivos seriales y series radiofónicas y de televisión-. Desde su origen, el personaje, lejos de la imagen de boy scout todopoderoso que tiene la mayoría de la gente, ha vivido muchas etapas a lo largo de las décadas, reflejando siempre su tiempo con sus aventuras. El primer Superman, creado por dos artistas de origen judío amantes de la ciencia ficción -Jerry Siegel y Joe Shuster- era un tipo fuerte y expeditivo, incluso rabioso, que se enfrentaba a las injusticias sociales -en aquel lejano Action Comics #1 se las veía con un político corrupto- y solo décadas después sus enemigos dejaron de habitar el mundo real para convertirse en supervillanos de opereta y amenazas intergalácticas. El Superman (2025) de James Gunn es un poco de todo eso. La película que inaugura una nueva etapa del universo DC cinematográfico recupera al personaje más camp, el de los años 50 y 60 -cuando la censura obligó a infantilizar a los superhéroes- y nos presenta a un superhéroe -un perfecto David Corenswet- acompañado de su súper-perro, Krypto, auténtico coprotagonista de la cinta. Nolan y Snyder se revolcarían en sus tumbas si estuviesen muertos. James Gunn nos trae una historia luminosa, colorida y paródica a partes iguales -recordemos que es el responsable de la estupenda trilogía de comedias de Guardianes de la Galaxia de Marvel Studios-, rejuveneciendo al Superman/Clark Kent de Donner pero insertando sus peripecias en un mundo muy parecido al real, en una jugada muy arriesgada. ¿Qué pasaría si Superman existiese realmente? ¿Se quedaría de brazos cruzados ante la invasión Rusa de Ucrania? ¿Y ante la insoportable situación en Gaza? Si algo podemos aplaudir a Gunn es que se moja y que no busca excusas para afrontar la cuestión de forma simple y clara: olvídate de ideologías, Superman está con los débiles. Porque un ser todopoderoso como Superman tiene que ser también absolutamente bondadoso. Eso aunque el autor Frank Miller lo convirtiera en instrumento del Gobierno de Estados Unidos y en el enemigo de un Batman liberal en El regreso del caballero oscuro (1986); o que Kurt Busiek nos mostrase a un héroe sin tiempo libre en Astro City (1995); o aunque el guionista Mark Waid se imaginase lo que pasaría si al hombre de acero se le fuera la olla en Irredeemable (2009). Y la respuesta da miedo. Lo mismo hizo el propio James Gunn en su película -de terror- Brightburn (2019) y ahora, de forma inteligente y graciosa, el director recupera el concepto en la figura del incontrolable Krypto, que se comporta como un perro real, pero, al tener superpoderes, resulta verdaderamente peligroso. Si el verdadero Superman tiene que ser completamente bueno, el de Gunn se enfrenta a un mundo políticamente complejo, a las fake news, a las redes sociales, a los líderes mundiales de pacotilla -aunque sean de países inventados- y al poder económico, mediático y político de los grandes empresarios tecnológicos -y psicópatas- que representa Lex Luthor (Nicholas Hoult), cuya motivación, sin embargo, remite al villano clásico, el que siente envidia ante la perfección del kryptoniano y que lo ve como una amenaza para la humanidad. Este Superman es noble, bienintencionado, y también es un inmigrante -del espacio exterior-, pero sobre todo es humano, torpe y algo inocente. Su contrapartida es una resolutiva Lois Lane, a la que Rachel Brosnahan da vida a la perfección. Y Gunn introduce también a los compañeros metahumanos de Superman, unos superamigos inspirados en la Liga de la Justicia Internacional de Keith Giffen y J.M. DeMatteis, con los que el director parece sentirse más cómodo, haciendo comedia con personajes que son idiotas, como ya demostró también en la nihilista Escuadrón suicida (2021) o en la serie Pacificador (2022). Así, la nueva película de Superman se balancea entre lo que sentimos debe ser una historia del primer superhéroe y el marcado estilo de James Gunn -recordemos su ya lejana y ácida Super (2010)-. Ambas cosas funcionan por separado, pero de momento hay fricciones entre las dos sensibilidades. La película es muy disfrutable pero tiene ligeros problemas de ritmo, como si siempre cogiese al espectador con el pie cambiado. Aún así, deja con ganas de ver cómo Gunn perfecciona la fórmula y encuentra una estética clara en las posibles continuaciones de esta historia. Más que una película, Superman (2025) se siente como un espectacular episodio piloto que nos presenta un montón de cosas que vamos a ver en el futuro. Y tenemos ganas.

EL ETERNAUTA -EL FIN DEL MUNDO


El Eternauta (1957) es un clásico del cómic, un tebeo argentino de ciencia ficción creado por el guionista Héctor Germán Oesterheld y dibujado por Francisco Solano López en 1957 y reeditado en numerosas ocasiones desde entonces. Dos cosas llaman poderosamente la atención tras su imprescindible lectura. Lo primero, su tono pesimista, desesperanzado. A un grupo de personajes los pilla el fin del mundo en Buenos Aires, jugando a las cartas y todo indica que no hay salvación posible. Esa nieve mortal que aniquila todo lo que toca es solo el principio: el relato se va desarrollando poco a poco y con cada revelación, parece cada vez más difícil que el final del relato sea feliz. Los protagonistas están atrapados y amenazados por fuerzas invencibles, viven atemorizados, ocultándose y huyendo como pueden, mientras buscan una forma de luchar, de resistir. Lo increíble de ese tono oscuro es cómo, un poco a la manera de cómo el cine expresionista alemán se anticipó en los años 20 del pasado siglo al surgimiento del nazismo, Oesterheld, sin saberlo, está describiendo el sentir de los argentinos bajo el peso de la dictadura militar que acabará con la vida del guionista en 1977, casi 20 años después de la publicación de El Eternauta. Lo segundo que llama la atención sobre esta historieta es cómo su esquema, basado en la narración por entregas, esas continúas revelaciones que permitían enganchar al lector, parecen anticiparse también a lo que es hoy una serie de televisión de ciencia ficción, sobre después de Perdidos (2004-2010). En esto último, la serie de televisión creada por el cineasta argentino Bruno Stagnaro -que también dirige cada episodio- sigue a rajatabla las revelaciones del tebeo, descubriendo poco a poco la verdadera naturaleza del escenario apocalíptico de la historia. Sin embargo, ese tono pesimista y opresivo del tebeo no se traslada a la ficción televisiva, quizás, por decisiones creativas. Curiosamente, el cómic apostaba por mantener el relato desde la perspectiva del reducido grupo protagonista, y, en sus primeros compases, la acción se mantiene en el interior de la vivienda en la que los amigos juegan al 'truco'. Eso cuando la historieta como medio permite el despliegue imaginativo al no haber límites de presupuesto: nos podrían haber mostrado el fin del mundo desde una perspectiva global, pero Oesterheld mantiene el relato cercano, cotidiano, a pie de calle. La serie de Netflix, en cambio, abre el espectro, nos muestra diferentes lugares para ver cómo llega el apocalipsis, amplía el reparto de personajes y hace uso del flashback para contarnos cómo eran las cosas antes -un poco al estilo, precisamente, de Perdidos-. Se apuesta, lógicamente, por lo espectacular. Así, en los primeros capítulos, El Eternauta decepciona con respecto al cómic, al no ser capaz de reproducir esa atmósfera opresiva y claustrofóbica. La trama se interesa sobre todo en el miedo al otro, en mostrarnos la desconfianza entre semejantes ante una situación límite, temas ya tratados, por cierto, en otras conocidas ficciones apocalípticas como The Walking Dead (2010). Los personajes se van desarrollando poco a poco y no sin alguna inconsistencia, pero en general el reparto se beneficia de la presencia de un actor tan carismático como Ricardo Darín, que no necesita casi nada para sostener la serie sobre sus hombros y mantenernos interesados. Señalemos hallazgos puntuales, quizás no del todo desarrollados como el apunte de un personaje que siente alivio ante el fin del mundo porque se han saldado sus deudas económicas. Y es que resulta interesante ver el apocalipsis desde un grupo de argentinos, pueblo lamentablemente acostumbrado a sobrevivir a dictaduras, crisis económicas periódicas, guerras perdidas contra el imperio o liderazgos populistas -en el mismo sentido, la inclusión del personaje de una venezolana, no debe ser casualidad-. Curiosamente, esta ficción va de menos a más. Cuando llegan las secuencias de acción y las que implican un despliegue de efectos especiales, todo comienza a funcionar francamente bien, gracias a una efectiva planificación y al montaje. La trama se vuelve más dinámica y avanza rápidamente hasta el final de la primera temporada en la que la historia enseña sus mejores cartas y plantea situaciones de gran alcance. El Eternauta es un tebeo de ciencia ficción clásica pero los creadores de la serie han apostado por la fidelidad, antes que por actualizar la amenaza con nuevos diseños más modernos, una decisión que me encanta y que permite esperar una segunda tanda de episodios, incluso, con ilusión.

BLACK DOG -EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE


Hay algo misterioso en la forma en la que el director chino Guan Hu registra en Black Dog (2025) los paisajes -ya sean desérticos, rurales o urbanos- por los que transita su personaje protagonista, Lang (Eddie Peng). Hu -y su director de fotografía, Weizhe Gao- nos muestran un desierto surcado por solitarias carreteras, las calles de una ciudad fantasmal de edificios abandonados, las instalaciones de un zoo deshabitado a no ser por unas pocas fieras. Y todo esos lugares parecen enormes en la pantalla. Hacen pequeños a los seres humanos. Y la extraña mirada de Guan Hu los muestra como si fueran escenarios de ciencia ficción que sin embargo están en el mundo real. Y en ellos se colocan seres humanos perdidos, atrapados en una coyuntura histórica incierta, incapaces de mirar más allá de sus narices. El escenario es parecido al fin del mundo: un lugar en ruinas, distópico, donde la gente ha ido desapareciendo y solo quedan jaurías de perros salvajes deambulando. Es un mundo acabado que pronto será derruido y sobre el que se levantará el futuro. Hu nos muestra edificios vacíos y desde dentro nos enseña la calle y a los que pasan por ahí. Nos muestra también un teatro abandonado, con los rayos del sol entrando en línea recta sobre un grupo de butacas: es una imagen misteriosa que resume el pasado del personaje principal que se irá descubriendo poco a poco. Lang, el protagonista, acaba de salir de prisión y no encuentra su sitio entre los demás, pero tampoco las palabras para comunicarse. Es un personaje mudo. Y su coprotagonista es un perro negro. Hombre y can son personajes equivalentes, que deambulan por la ciudad sin rumbo, perseguidos e incapaces de entenderse con casi nadie. La mejor película de la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes de 2024 nos hace acompañar a Lang mientras intenta reinsertarse en la sociedad, reconectar con su padre alcohólico y enfrentarse a los errores del pasado que lo llevaron a prisión. Recupera amigos de antes -ese cocinero que aprendió el oficio en prisión- y descubre nuevos -ese circo itinerante de acondroplásicos y bailarinas de la danza del vientre- en una película de esas que llaman inclasificables. Black Dog, con su misteriosa narrativa puramente visual, tiene también algo de mágico que nos sumerge en un mundo ajeno, en la China del fin del mundo que tuvo lugar en 2008, tras la crisis económica mundial, después del comunismo, y el año del terremoto de Sichuan. Hu nos cuenta algo así como 'un érase una vez en China', con un uso del paisaje en clave de wéstern, y un relato casi de cuento, con personajes buenos y malos retratados con mirada humanista. Y otro hecho histórico que aprovecha la película es el eclipse total solar de 2008 que da pie a una hermosa secuencia de realismo mágico que alza al vuelo con el tema Mother de Pink Floyd. Una de las películas del año.

JURASSIC WORLD: EL RENACER -AQUÍ VAMOS OTRA VEZ


Siempre he pensado que, a pesar de la mala fama que tienen las secuelas, no hay ninguna razón para que una nueva entrega de una saga no pueda ser satisfactoria, si se hace con el espíritu adecuado. Jurassic World: El renacer (2025) es un ejemplo perfecto de que algo de razón tengo. El director Gareth Edwards, que ya se ha ocupado antes de franquicias tan complicadas como Star Wars, y que ha hecho de los monstruos gigantes su especialidad -Monsters (2010), Godzilla (2014)- refresca una serie tan gastada como la de Jurassic Park y Jurassic World, dos trilogías cuya calidad ha ido decreciendo con cada estreno, siempre bajo la sombra del maravilloso clásico que Steven Spielberg firmó en 1993. Edwards parece saber que nunca podrá estar a la altura del maestro y decide apostar por un cine entretenido y directo, sin mayores pretensiones, que no parece esforzarse en crear una nueva serie -eso ya se verá- y que juega con los elementos de la saga ya conocidos pero proponiendo variaciones. El planteamiento recuerda a la estupenda -y menospreciada- Parque Jurásico III (2001) de Joe Johnston, en el sentido de que coloca a un grupo de personas en el territorio de los dinosaurios para una aventura de pura supervivencia. El guión que firma nada menos que David Koepp -que vuelve a la saga tras adaptar la novela de Michael Crichton en la película original y en su secuela- no se desvía del carril de un parque de atracciones aunque mantenga de fondo un planteamiento moral que apela directamente a temas ecológicos y que coloca, de nuevo, a las grandes empresas -en este caso, farmacéuticas- como los verdaderos malos de la función. Siguiendo la estela de Alien: Romulus (2024), la película es una operación de reciclado de momentos de toda la saga, bien disimulados, que consiguen que el espectador tenga la sensación de estar ante una verdadera película de Parque Jurásico: aparecen la mayoría de los dinosaurios ya conocidos y se añaden terroríficos mutantes que siguen la estela de la trilogía de Jurassic World, y vuelven los guiños, cómo no, a la seminal Tiburón (1975). Protagoniza una estupenda Scarlett Johansson, eficaz en su papel de heroína de acción y con el carisma suficiente para soportar la película. La acompañan actores solventes como Mahershala Ali, Jonathan Bailey y Rupert Friend, que encarnan diversos personajes tipo de la saga: el enamorado de los dinosaurios, el empresario sin escrúpulos, etc. Hay que añadir, además, la presencia de una familia -Manuel García Rulfo, Audrina Miranda, Luna Blaise y David Iacono- que nos recuerdan que esto es cine para todos los públicos, lo que no quiere decir que Edwards no se permita coquetear con el terror en varios momentos. Hay además homenajes al cine de dinosaurios con el que crecimos, el de Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (1970), pero también al propio cine de Edwards: esa imagen de los saurópodos cortejándose con el precioso y recordado tema de John Williams no solo es un guiño a Spielberg, también a Monsters (2010); y en la rebeldía antisistema del grupo protagonista hay una conexión con la estupenda The Creator (2023). Jurassic World: El renacer es un blockbuster eficaz, muy entretenido, que vuela alto en algunos momentos y que los fans de los dinosaurios agradecemos, siempre.

F1 -ESPECTÁCULO PIROTÉCNICO


Basta ya de pedir disculpas por pasárselo bien en un cine. F1 (2025) es endiabladamente divertida y no hacen falta excusas por lo que no es. La película dirigida por Joseph Konsiski es un vehículo -perdonad el chiste- para Brad Pitt que aquí funciona en pantalla como una estrella de cine, de las de verdad, de las de antes. Pitt es el piloto veterano -veteranísimo- Sonny Hayes que, tras un traumático accidente en su juventud, vuelve a las carreras de máximo nivel por una última oportunidad para redimirse y ser campeón del mundo, para cumplir su gran sueño. Para ello le recluta el jefe de una escudería perdedora, un viejo amigo, Rubén Cevantes (Javier Bardem), que está a punto de perderlo todo. Hayes tendrá que competir con el joven piloto Joshua Pearce (Damson Idris) y ganarse la confianza del equipo, sobre todo de la ingeniera, Kate McKenna (Kerry Condon). El objetivo no es ser campeones de la Fórmula 1, sino ganar, aunque sea, una carrera. Y con esto, Kosinski fabrica una película que funciona como un tiro, pero que no admite escepticismos ni miradas irónicas: entretenimiento 
marca de la casa productora de Jerry Bruckheimer. Si el término 'americanada' sigue formando parte de tu vocabulario en 2025, esta no es tu película. F1 es una mezcla de Rocky (1976) y Top Gun: Maverick (2022) -dirigida esta última precisamente por Kosinski- en la que te crees al protagonista porque lo interpreta Brad Pitt, que tiene esa presencia en pantalla de las viejas estrellas de antes. Si aceptamos el juego que nos proponen es fácil dejarse llevar por un espectáculo cinematográfico de primer nivel con sus momentos épicos gracias a la música de Hans Zimmer, y un apartado visual increíble -la fotografía es de Claudio Miranda-, sobre todo si vemos esta película en una pantalla IMAX, en la que todo se conjuga para meternos dentro de un coche de carreras a máxima velocidad -el montaje lo firma Stephen Mirrione-. F1 es también, no nos engañemos, el mejor spot publicitario posible para este deporte del motor con multitud de cameos y guiños que seguramente alegraran a los fans. Y aunque la película no aspira a profundizar en los personajes ni en sus conflictos -el guión de Ehren Kruger se centra más bien en la mecánica de las carreras-, el héroe interpretado por Pitt sí que alcanza cierto peso dramático, llegamos a comprometernos emocionalmente con él, con este cowboy crepuscular luchando por mantenerse sobre el caballo en su último rodeo.

28 AÑOS DESPUÉS -BREXIT CANÍBAL


El director Danny Boyle y el guionista Alex Garland vuelven a unir fuerzas en 28 años después (2025), una aventura épica zombi ambientada en el mismo mundo de 28 días después (2002), esa película que inventó a los zombis que corren y que provocó la polémica friki más idiota que haya habido nunca sobre si son muertos vivientes o infectados. El resultado de esta nueva colaboración es una película fantástica, un sorprendente coming of age en el que un adolescente, Spike -estupendo Alfie Williams- debe enfrentar los aspectos más duros de la vida en un mundo en el que la isla de Gran Bretaña ha sido separada del resto del planeta y puesta en cuarentena por la infección zombi. Si eso no es una referencia al Brexit, yo no sé qué es. El guión de Garland plantea un mundo de masculinidades tóxicas y comportamientos tribales -recordemos Men (2022)- que rozan el folk horror, en el que Spike debe salir de la seguridad de su pueblo para enfrentarse a los monstruos que habitan ahora Inglaterra. Un ritual de paso que Boyle compara de forma clara, insertando atrevidamente imágenes de archivo, con los colegios privados, el servicio militar, el ejército y cualquier otra institución que tenga como tradición un bautismo traumático para que un chaval pueda sentirse hombre. Un ritual que en la película aparece marcado por el abandono de los símbolos de la infancia -la escalofriante escena de los Teletubbies; los Power Rangers- y que se lleva a cabo como una incursión de Spike y su padre, Jamie (Aaron Taylor Johnson), al territorio de los infectados, lo que el guión de Garland aprovecha para mostrarnos las reglas de este nuevo mundo. Tras este primer acto, Spike tendrá que enfrentarse a un verdadero desafío con la misión de salvar a su madre, Isla (Jodie Comer), lo que le llevará a buscar a un misterioso personaje interpretado por un fantástico Ralph Fiennes -cuyo personaje está claramente inspirado en el coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979). Si el guión de Garland es directo y divertido, la puesta en imágenes de Boyle es fascinante, efectista y atrevida, mezclando imágenes de todo tipo, imprimiendo texturas que van desde el cine italiano de zombies y caníbales -con momentos verdaderamente terroríficos- al cine digital y sus trucos hiperrealistas. Los nuevos infectados recuerdan, más que a zombis, a cavernícolas antropófagos y la película no tiene problemas en poner un pie en lo fantástico con esos enormes trogloditas llamados 'alfa'. Garland llena el argumento de símbolos sobre el nacimiento, el sexo y la muerte, y Boyle se empeña en mantenernos entretenidos con secuencias de mucha tensión y temas musicales pop que son una maravilla. Con momentos sangrientos y escenas salvajes, 28 años después no se corta un pelo en cuanto a violencia y sangre a pesar de su vocación de blockbuster. Con una estructura epsiódica que recuerda a una serie de televisión, Boyle y Garland nos invitan a seguir explorando un escenario apocalíptico insertado en un mundo en el que la historia sigue adelante, como si nada -el personaje de Erik Sundqvist-, en el que puede ser el mensaje más actual y pertinente de la película.

BALLERINA -PELEA COMO UNA CHICA


No hay nada en Ballerina (2025) que no hayamos visto ya en Nikita (1990), Alias (2001-2006) o incluso Black Widow (2021), todas ellas versiones en femenino de la saga James Bond. Estamos por tanto, ante una reiteración de argumentos muy conocidos, que encima constituyen un spin of de la saga John Wick. Pero si en la primera entrega de aquella, protagonziada por Keanu Reeves, parte de la gracia era su absurdo detonante -un asesino a sueldo que busca vengarse de la muerte de su perro- aquí el motivo es mucho menos original: un padre que muere. Mil veces visto. La protagonista de Ballerina es Eve Macarro, una estupenda de Ana de Armas, a la que ya vimos en un rol similar, precisamente, en Sin tiempo para morir (2021) de la saga Bond. El arranque de la cinta, dirigida por Len Wiseman -con experiencia en films de acción protagonizados por mujeres-, es por tanto anodino, exasperantemente cronológico, y  nos cuenta el origen de la protagonista, su trauma, y su entrenamiento para convertirse en una eficiente asesina, esto último narrado en una secuencia muy poco inspirada. Es en el primer encargo como asesina de Eve cuando la película levanta el vuelo, con una discoteca como escenario en la que se desencadena una pelea de artes marciales y tiros al estilo del cine de Hong Kong, gran referente de la saga de John Wick. No falta la acción en Ballerina, todo lo contrario, la apuesta es no desperdiciar tiempo en desarrollar a los personajes y sus motivaciones para encadenar una pelea tras otra. Buenas intenciones que naufragan en una película entretenida, pero algo gris, cuyas dos horas de duración no se justifican. Eso a pesar de demostrar ingenio en varios momentos -la secuencia en la que Eve se vale de granadas para reventar a sus enemigos; la pelea en la que un enemigo acaba envuelto en plástico y se convierte en una bolsa llena de sangre; cuando Eve se defiende de su enemigo con unos patines de hielo o, sobre todo, el fantástico duelo de lanzallamas-. Pero a la cinta le falta brillantez o quizás la pausa mínima para que sus hallazgos sean relevantes. El estupendo reparto de actores como Anjelica Huston, Gabriel Byrne, Ian McShane, Lance Reddick, Norman Reedus y el propio Reeves, no es suficiente para insuflar vida en unos personajes que necesitan una caracterización más divertida, especialmente los villanos. Aún así, hay también momentos inspirados que parecen sinceros homenajes al cine: los puñetazos sobre un mando a distancia que hacen zapping en un televisor que pasa de las tortas de los tres chiflados a un momento icónico de Buster Keaton, santo patrón de todos los especialistas; o cuando el paso de un tren separa a Eve de sus perseguidores y se convierte en espectadora de una pelea mientras pasan los vagones, emulando los fotogramas de una película en celuloide que corren dentro del proyector.

RIDER -PEDALEA, FIO, PEDALEA


El cine es movimiento y todo lo demás es teatro filmado. Os pido pasar por alto esta exageración que hago con el solo fin de resaltar el mayor hallazgo de la película Rider (2025), tercer largometraje del director Ignacio Estaregui, en la que la protagonista es una joven subida a una bicicleta. A partir de esta premisa, el director ejecuta un ejercicio de estilo en el que todo gira alrededor de una repartidora, que sostiene toda la película, se mueve constantemente, en un drama que podemos definir como una pieza de cámara al aire libre. Porque el escenario de Rider es, lógicamente, la gran ciudad -la película está rodada en Zaragoza, pero podría representar cualquier metrópolis del siglo XXI-. Un decorado urbano de letreros luminosos y señales de tráfico -la fotografía es de Adrián Barcelona- con el que Estaregui consigue plasmar la soledad de la joven en plena calle, aunque muchas veces esté rodeada de gente. Una mezcla imposible de Ladrón de bicicletas (1948) y Corre, Lola, corre (1998) pasando por Take Out (2004) de Sean Baker, que conjuga el realismo social con la estilización y los giros del cine de género. La protagonista es Fio -estupenda Mariela Martinez Campos, que debe cargar con todo el peso de la cinta, y pedalear constantemente- una repartidora de comida, una de los 30 mil que hay en España en este colectivo de trabajadores precarios, explotados por las nuevas formas del capitalismo salvaje. Fio, además, es inmigrante, como la mayoría de los que se dedican a esto, concretamente, venezolana, una de las nacionalidades más presentes entre estos 'esclavos' modernos. Y los problemas a los que se enfrenta Fio en España son los de muchos migrantes: tiene que trabajar sin descanso, intenta estudiar para mejorar su situación, y, encima, debe enviar dinero a casa. Todo por un -supuesto- futuro mejor. Lo mejor de Rider es cómo nos cuenta toda la realidad de la protagonista -y por extensión una problemática social muy actual- sin abandonar nunca el sillín de la bicicleta, sobre la que pedalea incansable hasta experimentar un descenso a los infiernos que le cambiará la vida. Sumemos otro referente, el de la interesante Locke (2013) por cómo la heroína se comunica con otros personajes a través de su teléfono. Y además, de forma admirable, Estaregui consigue crear un personaje al que llegamos a conocer perfectamente, aunque no lleguemos a verla físicamente, como es el de la mejor amiga de Fio, Bernie (Victoria Santos). El guión también es capaz de crear situaciones de máxima tensión solo con el uso de la voz en off. Todo esto mientras Fio no deja de moverse a través de la ciudad, marcando un trayecto físico y visual, pero también emocional y personal.

SIRAT -PELÍCULA ACONTECIMIENTO


Un bloque negro de altavoces en mitad del desierto es la imagen que abre Sirat (2025) de Óliver Laxe. Y ante esa construcción humana aparecen, como salidos de la nada, un grupo de raveros que se contorsionan hipnotizados al ritmo de la música electrónica. Ese bloque nos hace pensar en las extrañas vibraciones que emitía el misterioso monolito de 2001: Una odisea del espacio (1968) y que tenía el poder de transformar a los antecesores del hombre -en la propia película se hace un paralelismo entre los altavoces y la Meca-. Y si nos fijamos en las formaciones rocosas que aparecen como escenario de la fiesta rave, la memoria cinéfila nos lleva al Monument Valley de John Ford. En Centauros del desierto (1956), Ethan Edwards (John Wayne) buscaba a su hija perdida, raptada por una temible tribu comanche y en Sirat, Luis (Sergi López), también sigue el rastro de Mar, su hija mayor, acompañado del hermano pequeño de esta (Bruno Núñez). La búsqueda obligará a Luis a seguir el rumbo, de fiesta en fiesta, de una caravana formada por raveros cuyo modelo es La parada de los monstruos (1932), un grupo de marginados que forma su propia familia y que llevará a este padre a sumergirse en su subcultura, en un viaje que también trae a la memoria Hardcore, un mundo oculto (1979), en el que otro padre (George C. Scott) desciende a los infiernos -del porno- en busca de su hija -y es que Paul Schrader intentó recrear la mencionada obra maestra de Ford en más de una ocasión-. Pero no conviene pensar que esta colección de referencias son las que dan forma a la trama de Laxe y su coguionista Santiago Fillol, solo las enumero en un intento de comunicar la riqueza de conexiones que surgen de un film estimulante, que precisamente juega en contra de las expectativas, y cuyas imágenes -la fotografía la firma Mauro Herce- pesan mucho más que la trama o los diálogos. Laxe parte de un realismo casi documental para crear esta ficción que se apoya en lo físico y polvoriento de una odisea por el desierto para llegar a la siguiente rave siguiendo los cantos de sirena de la música electrónica -que firma el francés Kangding Ray-. Los actores de la película, más allá de López, son personas reales en cuya piel, arrugas, tatuajes, ausencia de piezas dentales y amputaciones, transmiten la misma veracidad que en la arena o en las rocas del paisaje. Ellos son Jake Oukid, Tonin Javier, Richard Bellamyun, Stefania Gadda, y Joshua Liam Henderson, y Laxe -que ha escenificado en Marruecos tres de sus cuatro cintas- necesitaba sus rostros para hacerle frente al desierto, gran protagonista de esta película, como ya lo era en Mimosas (2016), en la que se anticipaba una imagen sugerente que ahora marca Sirat, la de los coches cruzando la inmensidad de un mar de arena. El director de Lo que arde (2019) se sirve de la hostilidad del desierto mortal para decirnos que el fin del mundo hace tiempo que ha llegado -no hace falta apelar a un futuro distópico como en la saga Mad Max- y utiliza el drama de Luis o la búqueda del trance sonoro y lisérgico de los raveros como metáfora de nuestra ensimismada sociedad actual: mientras vivimos contemplando sombras en una caverna y apagamos la radio para no escuchar las noticias, ocurren conflictos que marcan la vida y la muerte de los que viven en el mundo real, esos que cruzan un desierto sin futuro y sin esperanza.

EL JOCKEY -LA GRAN APUESTA


Tras deslumbrar con El ángel (2018), el director argentino Luis Ortega vuelve a demostrar su capacidad para crear una estética arrebatadora con El Jockey (2025), nominada al Goya a la mejor película iberoamericana. Aquí el personaje principal, Remo, tiene una afición parecida a la del Carlitos de la anterior película de Ortega: la de meterse en problemas -además de beber y drogarse todo lo posible-. Su profesión de jockey lo enmarca, claro, en sórdidos ambientes criminales de puro cine negro. Un grupo mafioso -al que dan vida Daniel Giménez Cacho, Daniel Fanego y Roberto Carnaghi, todos tipos duros y de 'carácter'- intenta controlar a Remo -sin éxito- utilizando matones que no consiguen realmente nada con nuestro lacónico protagonista, un extranjero existencialista, que se expresa con pocas palabras y permanece siempre con la mirada alucinada de los enormes ojos de Nahuel Pérez Biscayart. La pareja del jockey es Abril (Úrsula Corberó), otra talentosa jinete, pero lastrada al parecer por el machismo de sus jefes y por la maternidad. La película nos muestra las peripecias de Remo, pero Ortega abandona la narrativa convencional para dejarse arrastrar por un flujo alucinado de situaciones surreales. El director confirma su creatividad tras la cámara, su capacidad para crear atmósferas e imágenes potentes, el estupendo uso de la banda sonora (Sune Wagner) y los temas populares para conseguir efectos sorprendentes. La cinta se beneficia de la fotografía, nada menos, que de Timo Salminen, al que le debemos la filmografía de Aki Kaurismaki. El problema de El jockey es que, a pesar de la belleza extraña de sus imágenes y de sus ideas, y a pesar de su sentido del humor, puede resultar algo fría o distante para el espectador, quizás porque sus personajes no consiguen generar la suficiente empatía. Aún así, estamos ante una muy peculiar historia de cine negro, con toques de humor negro y temática queer que resulta sin duda estimulante por lo que tiene de juego en contra de nuestras expectativas.

LA TRAMA FENICIA -¿MÁS DE LO MISMO? SÍ, GRACIAS


La apreciación del arte es una cuestión subjetiva, pero la suma de las subjetividades lleva a un consenso sobre el valor de una determinada obra. En 2025, el consenso -una parte de la crítica y el público- parecen dictar que Wes Anderson se ha petrificado en su propio estilo, que siempre hace la misma película y que ya cansa. Estas afirmaciones podrían formar parte de un sketch de Pantomima Full, ese dúo cómico con buen oído para descontextualizar las frases de 'cuñado' que solemos decir en el día a día, y que nos ridiculiza con fines cómicos. ¿Es La trama fenicia (2025) una cinta aburrida, sin imaginación, en la que el autor de Academia Rushmore (1998) se limita a repetir una fórmula perezosamente? Vamos a verlo. Lo primero que habría que decir es que el cine de autor, a grandes rasgos, es precisamente eso: la obra de un artista con determinadas obsesiones. Los más grandes, desde Éric Rohmer a Woody Allen, pasando por Pedro Almodóvar, se han repetido una y otra vez. Efectivamente, Wes Anderson -y su coguionista, Roman Coppola- nos vuelve hablar aquí de una figura paterna conflictiva, Zsa Zsa Korda (Benicio del Toro), que se ha desentendido de sus hijos pero aprenderá a amarlos, que es una suerte de genio -un emprendedor capaz de crear proyectos mastodónticos y generar grandes fortunas- pero torpe, un tipo que buscando el éxito siempre está al borde del fracaso, un aventurero amenazado constantemente por la muerte, cuya gran virtud es seguir siempre adelante, un héroe romántico en un mundo que ya no es el suyo y que se enfrenta al futuro intentando dejar un legado a sus hijos, en este caso, la hermana Liesl (Mia Threapleton). Korda es un personaje recurrente en la filmografía de Anderson, así como lo es su enfrentamiento con su hija, una chica joven, de convicciones fuertes, muy inteligente, que cuestiona a su padre constantemente. Esta relación es el centro de la trama, y, efectivamente, es muy similar a muchas de las historias que nos ha contado antes el director Los Tenenbaum. Una familia de genios (2001). Pero las peripecias que se nos presentan en La trama fenicia no son necesariamente las mismas que en sus otras películas. Aquí nos movemos dentro de una bande dessinée que recuerda a Hergé y que mezcla la aventura, la acción y el cine de espías. El argumento principal nos muestra a Korda buscando, desesperadamente, inversores para evitar la bancarrota -en lo que parece un comentario sobre el mundo que vivimos, el de Trump, Musk o Zuckerberg- mientras escapa de múltiples asesinos que intentan acabar con él. Paralelamente, 
Liesl buscará al culpable de la muerte de su madre: el principal sospechoso es su tío Nubar, personaje muy presente por su misma ausencia. Anderson firma así su relato más lineal y más asequible de los últimos años, desechando subtramas y su afinidad por contar historias dentro de las historias. Aquí solo encontramos interrupciones en unos estupendos momentos en blanco y negro expresionista que llevan a Korda nada menos que al Cielo. La religión, el capitalismo y la familia son los temas que subyacen como trasfondo de las peripecias de esta comedia excéntrica. Anderson abandona también los diálogos literarios y aunque sus personajes siguen hablando mucho y muy rápido, sus frases son algo más fáciles de seguir. Y es que uno de los grandes placeres del cine del director nacido en Houston son sus actores y escucharles recitar sus diálogos. Sí, todos son muy conocidos, y es fácil decir que se trata de un reparto de estrellas. Pero también es cierto que Anderson sabe elegir a actores fantásticos con una forma muy particular de hablar, por sus voces, sus acentos o la cadencia con la que se expresan: Michael Cera es su nuevo fichaje, pero también están Richard Ayoade, Mathieu Almaric, genios como Tom Hanks y Jeffrey Wright, o la susurrante Scarlett Johansson. Ahora bien, para que todo esto funcione, hay que conectar necesariamente con el humor de Anderson, algo esquinado, entre lo naive y lo seudointelectual, siempre irónico y autoconsciente, porque estamos, claro, ante una comedia. Por último, si consideramos a Anderson un autor con señas propias es por su estilo visual. En La trama fenicia el estilo pop que el director ha ido desarrollando desde sus inicios en el cine indie con Ladrón que roba a ladrón (1996) se mantiene en la cúspide alcanzada en El Gran Hotel Budapest (2014). Aquí tenemos la oportunidad de ver cómo planifica Anderson la acción trepidante de un accidente aéreo, nada que ver con lo que harían Christopher McQuarrie, Christopher Nolan o Alfred Hitchcock. Visualmente esta película es una maravilla en la que podríamos detenernos en cada fotograma como si fuese una viñeta perfecta donde todo brilla: la fotografía del francés Bruno Delbonnel -el tipo que fotografió Amélie (2001)-, el diseño de producción de Adam Stockhausen -colaborador habitual de Anderson-, los decorados de Anna Pinnock, el vestuario de Milena Canonero -que ha ganado cuatro premios Óscar y empezó su carrera con Kubrick-, y sin olvidar la música de Alexandre Desplat, que imprime el tono perfecto. La nueva película de Wes Anderson, claro, se parece a las anteriores, pero sus imágenes son extraordinarias, y si decimos que no merecen ser vistas en una pantalla de cine, yo ya no sé qué significa entonces la experiencia de acudir a una sala. Puedo entender que un crítico -o incluso un supuesto fan- que haya visto las últimas obras del director sienta cierta fatiga, pero me parece que sentenciar que el director ha llegado a un callejón sin salida es, como poco, un juicio demasiado audaz. Todo lo contrario, La trama fenicia puede ser un film menor, pero en una filmografía de un nivel artístico muy alto y precisamente por eso resulta ligero y delicioso. Una película estupenda que, quizás, con el tiempo, sea valorada como merece.

SEPARACIÓN -TEMPORADA DOS- CONCILIACIÓN IMPOSIBLE


Un hombre de traje corriendo por un pasillo blanco infinito es la primera imagen de la segunda temporada de la serie
Separación (2022-2025), en un episodio dirigido por Ben Stiller. Ese hombre que corre es el protagonista de esta ficción distópica creada por Dan Erickson. Se llama Mark Scout (Adam Scott), un personaje que aspira a representar al hombre común aplastado por la falta de sentido de la vida, desorientado por el absurdo existencial, enfrentado a la alienación laboral y a una burocracia kafkiana. Un cruce entre el protagonista Con la muerte en los talones (1959) de Alfred Hitchcock, y el de El proceso (1962) de Orson Welles, dos películas clásicas que, sin embargo, se acercaban a la abstracción como se acerca esta serie en muchos momentos. Ese pobre oficinista que aspira a liberarse de una rutina laboral semejante al castigo de Sísifo, mientras se pregunta qué sentido tiene su existencia fuera del trabajo, recoge perfectamente la angustia del ser humano, al menos en Occidente -y antes de la llegada de Donald Trump al poder-. Son temas relevantes y ambiciosos que no impiden que una de las cosas que más me gusta de la serie es cómo crea vínculos afectivos entre los personajes encadenados a ese surrealista espacio laboral, unidos por la solidaridad de tener que sobrevivir cada día a una labor que no les satisface y cuyo fin último no entienden. Recordemos el planteamiento de esta ficción: los trabajadores de una empresa han aceptado someterse a la separación quirúrgica de sus recuerdos por lo que tienen dos vidas, una dentro y otra fuera del trabajo. Esto genera un conflicto imposible que convierte a cada personaje en enemigo de sí mismo. La humanidad de los innies -los que trabajan dentro de la empresa- contrasta con la realidad deprimente de sus contrapartidas en el exterior, los outies, que parecen tener muchas cosas que ocultar. Si el primer episodio se centra en lo que ocurre dentro de Lumun, el segundo marca la diferencia entre innies y outies de una forma precisa y visual, presentándonos a los personajes en su vida exterior en una mayoría de escenas nocturnas, con planos oscuros, que parecen cuadros de Edward Hopper, acentuando la soledad de todos ellos. La segunda temporada de Separación se aparta un poco de la distopía laboral para darle protagonismo a los misterios del argumento, a lo que esconde cada personaje y sobre todo, a la opaca empresa de Lumon, un poco en la línea de series que siguen la estela de Perdidos (2004). Momentos como el descubrimiento del hombre-cabra o las diferentes salas por las que tiene pasar el personaje interpretado por Dichen Lachman, suponen engimas pensados para enganchar al espectador y convierten el argumento en un laberinto. Pero la serie no renuncia a los temas profundos que he señalado ya, aunque pase por ellos de forma superficial: la reflexión sobre la identidad personal y su relación con el entorno y la memoria. En una relación sentimental larga ¿Es posible que nos convirtamos en otra persona y perdamos de vista nuestra verdadera esencia? ¿Es posible enamorarse de dos personas diferentes al mismo tiempo? En sus mejores momentos, Separación plantea estos problemas de forma evocadora e incluso poética. Y a pesar de que su argumento es intrincado y no precisamente original, la serie brilla por su puesta en escena, su fotografía, el diseño de producción y la música, por no hablar del estupendo reparto de estupendos actores. Una de las mejores ficciones televisivas del año.

UNA QUINTA PORTUGUESA -VOLVER A EMPEZAR


Escapar de la vida que tenemos puede ser el sueño compartido de la gran mayoría. No estoy hablando de esos que mantienen la inocente ilusión de ganar la lotería o de montar un chiringuito en la playa, sino del deseo más profundo y complejo de romper con la realidad que nos rodea, de cambiar completamente de escenario y de personajes de reparto, de cambiar, incluso, de nombre. La mayoría de nosotros se consuela gracias a la ficción, en la que encontramos, como dice Garci, una "vida de repuesto". Si pensamos en el concepto del absurdo de Albert Camus, ese que le roba el sentido a la vida, que obliga a crear una moral propia y que equipara todos los actos como igual de inútiles, podríamos decidir también tener varias vidas, reinventarnos, ser actores siempre en busca de un nuevo escenario. Creo que ese es el sentido más profundo de películas recientes como Perfect Days (2023) en la que Wim Wenders celebra el mito de Sísifo con un personaje que se reinventa en una sencilla rutina; o también de la inquietante serie Severance (2022), donde la ciencia ficción nos permite soñar con volver a casa dejando atrás las frustraciones de la jornada laboral. Sobre esto también habla la directora Avelina Prat en una película preciosa, Una quinta portuguesa (2025), en la que se apoya en un magnífico Manolo Solo para contar la historia de un hombre, Fernando, que tras una pérdida insoportable, se deja llevar por acontecimientos casuales para comenzar una vida completamente diferente en otro país -Portugal-, con otro trabajo, con un nombre que no es el suyo. Con un ritmo contemplativo y creo que placentero, Prat nos lleva tranquilamente de la mano para que vayamos descubriendo lo que le pasa a Fernando, en una trama que mantiene el interés gracias a pequeños enigmas que se van resolviendo poco a poco y a giros sorprendentes. La directora y guionista concibe personajes entrañables, que Fernando se va encontrando por el camino, interpretados por Xavi Mira, una deslumbrante María de Medeiros o Branka Katic. Todos son personajes de esos que cambian la vida. Avelina Prat sigue desarrollando el estilo de su ópera prima, Vasil (2022), y se confirma como una autora capaz de fabricar mundos, muy parecidos al nuestro, pero habitados por personajes que dicen frases literarias, a los que nos gustaría conocer y a los que les pasan cosas como sacadas de un cuento. Una creadora de mundos en los que nos gustaría vivir, en la línea de maestros como Éric Rohmer, Aki Kaurismäki o Hong Sang-soo. Una quinta portuguesa es una celebración del placer de contar historias, de la sencillez de la vida, de la belleza de los paisajes -la fotografía es de Santiago Racaj-, de los mapas en papel y de la musicalidad del idioma portugués; del encuentro entre personas diferentes y de la necesidad de cambiar de vida, de reiventarse para buscar la felicidad propia y de hacer felices, también, a los demás.

LA BUENA LETRA -MUJERES QUE CUIDAN


Dice la directora Celia Rico Clavellino que su intención en La buena letra (2025) es convertir la voz literaria de Rafael Chirbes en mirada cinematográfica. Y vaya si lo ha conseguido. La novela original del escritor valenciano e
stá contada en esta magnífica película a través de silencios, de gestos, y de miradas que sustituyen a los diálogos y a una posible voz en off que habría sido un recurso más que válido, pero quizás obvio, para narrar la historia de una familia en los años posteriores a la Guerra Civil. Y lo que le pasa a Ana (Laura Monleón) y su marido Tomás (Roger Casamajor), a su hija (Sofía Puerta) y a su suegra (Teresa Lozano), a su cuñado Antonio (Enric Auquer) y a Isabel (Ana Rujas), lo cuenta Clavellino convirtiendo la sutileza en una máxima de estilo. La buena letra es una película muy pensada que convierte en metáfora de lo que se narra el que una niña utilice la mano derecha en lugar de la izquierda a petición de su madre. Una exigencia que resume una forma de entender la vida y que funciona como metáfora de una época de imposiciones y de agachar la cabeza. Ana es el centro de todo, una mujer que se encarga de todo, que cuida de todos y que siempre se deja a sí misma en último lugar. Una mujer que ya encontramos en la filmografía anterior de Clavellino, que por primera vez parte de material ajerno, pero se lleva el texto de Chirbes a su terreno, como si quisiera indagar en las razones históricas de por qué las mujeres de Viaje al cuarto de una madre (2018) y Los pequeños amores (2024) -y hasta la Luisa que ya no está en casa de su primer cortometraje- parecen programadas para cuidar de los demás por encima de todo. El guión de la película está lleno de ideas, de ecos que aportan significados -dos cartas; dos trayectos que hace Ana a la carrera; las múltiples veces que la niña usa la mano izquierda- y también de momentos de emoción contenida, pero Clavellino brilla sobre todo en el rigor de su puesta en escena, en el riesgo de no utilizar una banda sonora original y valerse de los sonidos para crear un realismo y una cotidianeidad que sorprenden en un film de época. En La buena letra no puedo evitar ver al Víctor Erice de El sur (1983) referencia que la propia directora niega más allá de la inmensa sombra que el autor proyecta sobre la gran mayoría de los cineastas españoles; pero es imposible no ver en la escena en la que Ana acude al cine imágenes y emociones muy similares a las de El espíritu de la colmena (1973). Lo cierto es que el cine de Clavellino, como el de Erice, es un cine pictórico. La directora buscó referencias junto a su directora de fotografía, Sara Galllego, y se inspiró en la penumbra de Goya, en la luz de Vermeer y en el sol de las playas valencianas de Sorolla, para llevar a la pantalla su cinta más redonda hasta la fecha y una de las mejores de lo que va de año.

LOS PECADORES -CERRADO HASTA EL AMANECER


Qué peliculón es Los Pecadores (2025), una fantástica obra dirigida por Ryan Coogler y protagonizada por su socio habitual, Michael B. Jordan. El director de Creed (2015) y Black Panther (2018) sorprende con una especie de revisión blaxploitation de Abierto hasta el amanecer (1996), mezclando el film de gángsteres de los años 30 con el cine de vampiros ochentero. Para ello, recrea los años de la ley seca en el sur de Estados Unidos, llevándonos a los campos de algodón en los que los afroamericanos vivían una existencia durísima, con el Ku Klux Klan todavía coleando y, sobre todo, en pleno auge del blues, con el mítico guitarrista 
Robert Johnson como principal referencia. La historia nos presenta a dos hermanos gemelos, Smoke y Stack -ambos interpretados por Jordan- que regresan a su pueblo natal en Missisipi para abandonar su vida criminal en Chicago y montar un local de música. Pero en el reencuentro con amores, seres queridos y amigos del pasado, se toparán con un ser maligno, Remmick (Jack O'Connell). Y es mejor no contar mucho más. El guión de Coogler se toma su tiempo para desarrollar su planteamiento, presentar el escenario histórico y a los personajes, pero todo ese tiempo invertido es una maravilla en cuanto a narrativa, puesta en escena, fotografía -que firma Autumn Durald-, una estupenda banda sonora original de Ludwig Göransson, además de unas interpretaciones perfectas de Miles Caton, Hailee Steinfeld, una imponente Wunmi Mosaku, y Delroy Lindo, entre otros. Todos estos elementos sirven a Coogler para regalarnos una cinta absorbente, endiabladamente entretenida que a pesar de sus referentes claros, resulta fresca y original, sobre todo cuando introduce una idea estupenda, la de la música como forma casi de religión y sobre todo de liberación que conecta a los pueblos de diferentes culturas y épocas. Divertida, intensa y sangrienta, Los Pecadores recupera el blockbuster sólido y bien hecho, que no depende de una marca conocida y que se atreve a crear una historia nueva, y que de paso toca temas como el racismo o la religión, teniendo la osadía de, en un gesto tarantiniano, cambiar la historia, aunque sea de forma anecdótica, con muchísima rabia. Es la película más cool del año.

LA NIÑA DE LA CABRA -CINE FAMILIAR


Lo más importante para que una película funcione en un público infantil no son los efectos especiales, los personajes famosos, el humor, ni un ritmo vertiginoso. En mi experiencia como padre, encuentro que la clave está en que el niño se pueda sentir identificado con lo que ve. Que la historia esté contada desde su punto de vista. Eso es lo que consigue la directora Ana Asensio con La niña de la cabra (2025), su segunda película, una historia rigurosa y sensiblemente narrada desde la perspectiva de Elena (Alessandra González), una niña de ocho años que mantiene una relación muy estrecha con su abuela (Gloria Muñoz) y que se prepara para hacer la primera comunión. Asensio nos lleva al año 1988, cuando ETA seguía activa y secuestrando; la heroína era un problema social; los padres nos echaban el humo del cigarro a la cara; cuando todo el mundo hacía la comunión sin falta y, sobre todo, cuando los gitanos iban de plaza en plaza con su música y con la cabra. Es la mirada, no demasiado nostálgica, a un mundo que ya no existe y que la directora equipara al territorio de la infancia. La propia Asensio presta su voz a esa niña, para hablar desde el futuro y contarnos su historia, lo que imprime cierta distancia al relato, pero también una cercanía autobiográfica. La pequeña se enfrenta a los conflictos, las dudas y los miedos propios de su edad: el descubrimiento de la muerte, la búsqueda de la amistad y de la identidad propia, la idea de que sus padres -Lorena López y Javier Pereira- puedan llegar a separarse tras darse cuenta de que no se llevan nada bien. Asensio coloca en primer plano las primeras dudas sobre la fe de Elena, que sigue mecánicamente las órdenes del padre Carrillo (Enrique Villén), sin entender muy bien por qué. Es una niña algo rebelde que encontrará una vía de escape para sus frustraciones al conocer a una niña de etnia gitana, Serezade (Juncal Fernández), con la que vivirá una aventura que le cambiará la vida. Todo esto lo cuenta Asensio desde la mirada curiosa de esa niña y con ternura y sensibilidad, en una película preciosa, que juega con el formato cuando el mundo de la pequeña se ensancha y que tiene un tratamiento muy interesante de la imagen para introducir elementos fantásticos -y hasta terroríficos en algunos momentos- que aportan la magia de un cuento de la vida real. Ana Asensio se confirma como una mirada muy interesante en el panorama del cine español con una película apta para un público familiar pero muy diferente por su propuesta, su ritmo, su sensibilidad. Yo la he podido ver con mi hijo de 8 años y os puedo asegura que, cuando un niño sale haciendo tantas preguntas sobre lo que ha visto, es que la historia ha conectado con él.

MUY LEJOS -SACRIFICIO


La pregunta que flota todo el tiempo sobre la estupenda Muy lejos (2025) es qué motivos esconde el protagonista, Sergio -un muy sólido Mario Casas-, para someterse a algo muy parecido al auto exilio. ¿Por qué decide escapar de su realidad en España para vivir como un ciudadano de segunda en Países Bajos?. Los primeros compases de la película nos muestran lo peor de la masculinidad tóxica en un grupo de hinchas de un equipo de fútbol, El Espanyol, que han viajado para ver un encuentro de su equipo en una competición europea. La historia comienza cuando Sergio decide quedarse en Utrecht, viendo partir a sus amigos y a su hermano (Raúl Prieto). El director y guionista Gerard Oms debuta en este película contando muy bien lo significa ser un inmigrante: el trabajo precario, la discriminación, la incomunicación por no conocer el idioma, la vulnerabilidad ante los abusos e, incluso, el depender de la solidaridad, pero, sobre todo, la inmensa soledad de verse completamente desconectado de todo. La cámara sigue los pasos de Sergio de forma rigurosa, en un film que apuesta por el realismo social para mostrarnos a este callado personaje luchando contra todas las adversidades y entrando en contacto con nuevas personas que le ayudan o le rechazan -interpretados por Ilyass El Ouahdani, David Verdaguer, Nausicaa Bonín, y varios más-. Como he dicho, es el retrato perfecto de lo que sufre un inmigrante, si no fuera porque Sergio ha decidido vivir así voluntariamente. El protagonista parece encontrar cierta paz al reducir su vida a un estado de pura supervivencia, es un hombre que huye de algo, que, lógicamente, acaba siendo él mismo. Sergio es un extranjero de sí mismo, y el guión de Oms va dando pequeñas vistas sobre lo que ha reprimido, que se traduce en rabia, en miedo y, de nuevo, en esa tremenda soledad. Oms debuta con una película muy sólida, irreprochable y que consigue emocionar genuinamente en su desenlace, sin caer en sentimentalismos y apoyándose siempre en la perfecta interpretación de su actor principal. No en balde, Oms fue el coach personal de Casas y esa experiencia, esa confianza, se traduce en una interpretación memorable.

THUNDERBOLTS* -HÉROES DE REEMPLAZO


Los Thunderbolts fueron creados en 1997 por el guionista Kurt Busiek, con dibujos de Mark Bagley, en un momento en el que los Vengadores estaban ausentes en los cómics. El primer número de la colección nos mostraba a unos nuevos héroes -Ciudadano V, Meteorito, Pájaro cantor, Techno, Mach-I y Atlas- para desvelar al final de la historia que en realidad se trataba de supervillanos disfrazados. Era una idea divertida de Busiek, siempre interesado en explotar la historia de Marvel Comics, el detalle olvidado, para darle un giro fresco. En aquellos estupendos tebeos sin pretensiones, Busiek se valía de villanos segundones -nada de Thanos, el Doctor Muerte, Loki o Magneto- como el Escarabajo, Mimi Aulladora o, incluso, el Barón Zemo, para desarrollar una trama ligera que buscaba siempre la sorpresa y el cameo. La película que presenta ahora Marvel Studios con el título de Thunderbolts* (2025), sorprendentemente, se inspira en aquella primera aventura impresa y tiene algo de ese espíritu. Estos héroes también fueron villanos: la hermana de la Viuda Negra, Yelena Belova (Florence Pugh), Red Guardian (David Harbour), U.S.Agent (Wyatt Russell), Ghost (Hannah John-Kamen) y hasta el Soldado de Invierno (Sebastian Stan). Estos personajes y alguno más, forman parte de un grupo de antihéroes poco o nada épicos que se enfrentan a una funcionaria gubernamental sin escrúpulos, Valentina Allegra de Fontaine (Julia Louis-Dreyfus), que tras utilizar sus servicios como agentes encubiertos, quiere deshacerse de ellos. Estamos, pues, ante la versión Marvel del Escuadrón suicida. Y la película funciona bien como una comedia de acción dirigida por Jake Schreier, aunque le falte algo de ritmo, brillo e inspiración, vamos, que echamos de menos la mano de James Gunn. En la línea de lo que viene haciendo Marvel Studios con sus últimas películas, dentro de esta aventura de Thunderbolts los guionistas encajan otra historia, el arco sobre Sentry (Lewis Pullman) -creado por Paul Jenkins y Jae Lee- conocido como Vigía en España, personaje peculiar, una especie de Superman depresivo que aporta humor, pero sobre todo, oscuridad a esta película que se hubiera beneficiado de una mayor ligereza. Aún así -y a pesar de decisiones inexplicables como el papel de Taskmaster (Olga Kurylenko)- Thunderbolts* parece un primer paso correcto para que la interminable saga de Marvel Studios recupere el interés. Aunque estos personajes siguen pareciendo marginales -se echa de menos a Capitán América, Iron Man y Thor-, la presencia de actores como Florence Pugh, Sebastian Stan y Julia Louis-Dreyfus o David Harbour inyectan un carisma muy necesario para darle vida a estos superhéroes. Y ojo a la sorpresa final.

LA VIAJERA -CLASES DE FRANCÉS


El prolífico director surcoreano Hong Sang-soo práctica un cine de la calma. Sus sencillas historias nos obligan a replantearnos nuestras expectactivas cuando nos enfrentamos a una película. En La viajera (2025), Iris (Isabelle Huppert) es una mujer francesa en Corea del Sur que se dedica a dar clases particulares de francés siguiendo un curioso método pedagógico creado por ella misma. A partir de esta idea tan sencilla, 
Sang-soo va desarrollando una película en la que no parece haber, de primeras, ningún conflicto dramático. Iris da clases primero a una joven (Kim Seungyun) y luego a una pareja -Lee Hye-young y Kwon Hae-hyo- y todo se desarrolla a través de sencillas conversaciones que parecen casi improvisadas, presentadas en un plano fijo o con movimientos de cámara mínimos. No hay más. Y el espectador se pregunta, claro, cuáles son las intenciones del director, qué hay detrás de la historia que nos cuenta. Y eso también puede enganchar. Fiel a su estilo, Sang-soo nos presenta curiosas repeticiones: las dos alumnas de Iris tocan un instrumento, dicen sentirse felices al hacerlo y frustradas por no tener un mayor talento. También se repite hasta tres veces el encuentro en la calle con poemas escritos en piedras o en una placa en la fachada de un edificio. Son repeticiones misteriosas, que aportan extraños ecos en el relato y ritmo a la trama. Solo después de todo esto nos presenta Sang-soo un conflicto, entre el joven (Ha Seong-guk) que ha acogido a Iris y su madre (Yun-hee Cho). Una discusión que, para los estándares del autor surcoreano, es un estallido emocional que incluso sobresalta. Y luego vuelve la calma.